El ministro Ernest Urtasun ha vuelto a sacarse de la manga el comodín de Franco, inagotablemente eficaz para expeler tinta sobre los desmanes socialistas y reavivar la fidelidad visceral de sus hinchas. Cualquier otro razonamiento sobra. Medio siglo después de su muerte, la venganza contra Franco sigue procurando más réditos electorales que cualquier propuesta electoral, lo que demuestra una vez más que, guste o no, el ferrolano es el personaje más importante de la España del último siglo.
Dado que no quedan cadáveres que sacar de la tumba, la máquina propagandística socialista se ha dirigido en esta ocasión contra la Fundación Francisco Franco. Según ha anunciado el ministro, el gobierno —que debería ocuparse de resolver los problemas de los españoles de 2024— ha puesto en marcha el procedimiento de extinción de la fundación que tiene por objeto salvaguardar la memoria del vencedor de aquella guerra que sucedió hace casi un siglo.
Los argumentos son los de siempre, en este caso amparados por la sectaria Ley de Memoria Democrática: apología del franquismo, ensalzamiento del golpe de Estado y la dictadura, incitación al odio o la violencia, etc.
Todo ello me trajo a la memoria las palabras que dedicó a Antonio Maura el fundador del PSOE, Pablo Iglesias Posse, el 7 de julio de 1910: «Hemos llegado al extremo de considerar que, antes de que su señoría suba al poder, debemos llegar hasta el atentado personal«. Quizá algunas personas y entidades pudiesen activar el procedimiento de ilegalización de la Fundación Pablo Iglesias por los mismos motivos alegados contra la que lleva el nombre de Franco. La Constitución nos ampara: ¿no dice su artículo 14 que todos los españoles somos iguales ante la ley y que no cabe la discriminación por razones de opinión?
Pero el asunto no termina aquí, puesto que la Fundación Pablo Iglesias proclama ser «una institución cultural cuyos fines primordiales son favorecer la investigación y la difusión del pensamiento socialista, y recuperar y reunir documentación histórica y actual del socialismo español». Colaboremos, pues, con ello.
Por ejemplo, en 1935, pocos meses después de la fallida revolución de octubre del año anterior, que dejó por el camino casi dos mil muertos, la comisión ejecutiva de la Federación de Juventudes Socialistas editó el opúsculo Octubre: segunda etapa. En él consideraron a Julián Besteiro la «personificación de la traición» por «cantar endechas a la democracia, la legalidad y el parlamentarismo», proclamaron la necesidad de romper definitivamente con la «pocilga parlamentaria» y recordaron que «nuestro partido ha sido partidario siempre de la violencia revolucionaria y la ha utilizado en diversas ocasiones».
El insuperablemente autorizado Largo Caballero, presidente del PSOE y secretario general de la UGT, lo anunció en numerosas ocasiones:
“–Quiero decirles a las derechas que si triunfan tendremos que ir a la guerra civil declarada.
–La clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la revolución.
–La transformación total del país no se puede hacer echando simplemente papeletas en las urnas. Estamos ya hartos de ensayos de democracia; ¡que se implante en el país nuestra democracia!
–Si no nos permiten conquistar el poder con arreglo a la Constitución, tendremos que conquistarlo de otra manera.
–Hay que apoderarse del poder político; pero la revolución se hace violentamente: luchando, y no con discursos.
–No creemos en la democracia como valor absoluto. Tampoco creemos en la libertad.
–Mucho dudo que se pueda conseguir el triunfo dentro de la legalidad. Y en tal caso habrá que obtenerlo por la violencia”.
En mayo de 2021 Pedro Sánchez declaró sobre Largo Caballero que «actuó como hoy queremos actuar nosotros: respondiendo ante la adversidad con más democracia». Así pues, sáquense conclusiones sobre la Fundación Pablo Iglesias y sobre el PSOE.
Jesús Laínz