La fiebre y el insomnio tienen estas cosas. Un trancazo finiveraniego ha conseguido que durante un rato me haya creído la Emmerick.

En la selva de Borneo hay unas cavernas enormes en las que tienen su habitación millones de murciélagos. Verlos entrar y salir al atardecer en bandadas que cubren el cielo no debe de ser un espectáculo vulgar. El suelo de esas cavernas está formado por sus excrementos y esqueletos, allí acumulados a lo largo de incontables milenios. Pero ese suelo casi no se ve porque está cubierto por ratas, serpientes y sobre todo por miles de millones de cucarachas y otras criaturas de pesadilla, pálidas y ciegas, reptando para conseguir su parte del festín.

Así me imagino yo, ayudado por la fiebre, el fin del mundo: una infinidad de bichos lustrando las osamentas de ocho mil millones de seres humanos que decidieron suicidarse. Porque no le quepa duda, esperanzado lector, de que desde que Oppenheimer detonó Trinity en el desierto de Nuevo México, la suerte de la Humanidad está echada. No hay escapatoria. No se desintegra el átomo para después dejarlo metido en un cajón. Ya sea el ruso, el yanqui, el chino, el coreano, el pakistaní, el indio, el persa o el israelí, antes o después alguien pulsará patrióticamente el botón que dará comienzo a los fuegos artificiales. Y esta vez sin la música de Händel. Si existen los dioses, se lo van a pasar bomba.

Recuerdo haber leído hace ya bastantes años un artículo de un cura plumífero en el que explicaba alborozado que una de las ventajas de la guerra moderna es que le hará morir achicharrado en una explosión nuclear, lo que le alegraba puesto que le evitará tener que empuñar la espada para defenderse. No debe de ser fácil concentrar tanta inhumanidad en tan pocas líneas.

Así que, mientras ese momento llega, olvídese de Pedro Sánchez y de tantos como él, enanos insignificantes que no merecen que les dediquemos un segundo de nuestro tiempo. Demos importancia a lo importante y despreciemos lo despreciable. Mantengámonos al margen de la incesante infamia que nos rodea, pues al final todo quedará en nada. Sursum corda, carpe diem y no haga planes a largo plazo, pues a menudo se queda uno por el camino. Zambúllase en el océano, saboree su vino favorito y, sobre todo, no pierda oportunidad de besar a su mujer. Eso será lo único bueno que dejaremos aquí abajo. Todo lo demás son tonterías.

Hablando de música, si el destino me reservara el horrible privilegio de ser el último hombre vivo, como aquel Charlton Heston que oscureció mi infancia, haría sonar la Sinfonía Pastoral para que, tras mi última bala, lanzara su mensaje al sordo universo. Inútil, sí, “mais quel geste!”, que diría Cyrano.

Y después, sólo cucarachas.

Maldito insomnio. Maldita fiebre.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz