Existen todavía personas que niegan la existencia de una leyenda negra en la que nos movemos, vivimos y existimos. Tal vez no hayan podido leer el libro de Julián Juderías, de hace más de un siglo, o simplemente su visión de la realidad venga contaminada por algún tipo de sesgo o prejuicio porque son cientos los datos que demuestran la fuerza preponderante y persistencia en el tiempo de la propaganda hispanófoba. No obstante, una de sus pruebas más patentes es el poder que ha adquirido el fenómeno del separatismo en la España del siglo XXI. Algo bastante incomprensible en una entidad política claramente identificada que viene actuando de manera integrada y cohesionada, hacia adentro y hacia afuera, desde hace, al menos, cinco siglos.
El separatismo no es la plasmación política de las legítimas aspiraciones de determinadas minorías perseguidas, como interesadamente se viene defendiendo, sino la lógica consecuencia de un relato arteramente creado para la causa. Ese relato no surge espontáneamente en las mentes inocentes de miles de ciudadanos sino que es construido, con una cuidadosa y astuta selección de imágenes, por parte de ciertas elites o grupos de poder al servicio de unos intereses muy concretos. El “País” vasco nunca existió en las mentes de los vascos (políticamente nunca ha existido) hasta que un tal Sabino Arana, por cierto no muy equilibrado psicológicamente, se inventó el concepto, nombre y bandera, a finales del siglo XIX. El catalanismo resurge, casualmente, por esas mismas fechas al albur de la guerra de 1898 con personajes como Prat de la Riva, que decide desoír lo que defiende su maestro Eugenio D’Ors, bastante más brillante intelectualmente que él. Tuvieron suerte pues, en esas mismas fechas, los EEUU se dedicaban a reeditar y difundir la obra de Bartolomé de las Casas en Cuba y Filipinas para convencer a los ciudadanos de allá de la tarea ineludible de romper con una España genocida, violenta, atrasada e intolerante. No extraña por tanto que la estelada sea copia de la bandera cubana.
Necesitaban imponer un relato que fuera simple con una imagen clara y que pudiera ser seguido emocionalmente por personas que hasta entonces vivían preocupadas con sus problemas cotidianos, sin pensar ni por un momento que la causa real de sus dificultades era el hecho de ser españoles o hablar en español. Ese discurso pasaba ineludiblemente por construir un sentimiento de odio, aunque sus mismos impulsores formaran parte, paradójicamente, de la entidad odiada. Es decir el separatismo promueve, consciente o inconscientemente, el auto-odio. Los creadores del relato separatista conocen que los seres humanos tendemos a movernos por pares de opuestos como placer/dolor o amor/odio. Por eso el amor a Cataluña o el País Vasco se convierte en intrínsecamente incompatible con el amor a España o más bien la consecuencia ineludible de un sentimiento de odio hacia todo lo que suene a español: maquetos, charnegos o más recientemente “ñordos”. Desde ese momento un saludable amor a la tierra de cada cual aparece contaminado por un sentimiento tóxico que empobrece y embrutece, especialmente a los más desprotegidos: los niños y adolecentes.
Lo odiado sólo tiene derecho a existir para ser odiado, una vez odiado se disuelve como arte de magia. Es como esos historiadores que defienden, con fingido (o subvencionado) entusiasmo, que España no ha existido nunca o, como mucho, solo lo hizo a partir de la Constitución de Cádiz. Además de desconocer lo que reflejan estudios de Historia comparada (qué hacían otros en parecido tiempo y lugar), suelen acompañar tamaña sesuda tesis sosteniendo, “al mismo tiempo”, que ese ente inexistente fue capaz de llevar a cabo grandes desastres humanitarios, imponerse por la fuerza sobre territorios recalcitrantes o dar numerosas muestras de intolerancia. España no existe pero sólo cuando toca colgarse algún tipo de medalla, pero ni hasta sus más terribles enemigos cuestiona que sí existiera para colgarle casi cualquier tipo de muerto, propios o ajenos.
“Divide et impera” o “la unión hace la fuerza”. Es fácil saber el resultado según cuál de esos eslóganes siga un pueblo. El separatismo divide, fragmenta y confunde, llenando la mente de acólitos y cómplices de creencias limitantes tóxicas y obsesiones fatales que se traducen en conflictos artificiales entre familias, compañeros de trabajo o simples ciudadanos. ¿Cuánto nos cuesta el separatismo, como sociedad, en términos de salud mental? Una búsqueda de identidad que se fundamenta en un victimismo exagerado no crea personas empoderadas sino personalidades desequilibradas. El separatismo nos roba la sensatez al sembrar la cizaña y la histeria colectiva.
El Pew Research Center llevó a cabo entre 2015-2016 una encuesta en 34 países europeos. El país que mostró la más baja autoestima colectiva fue España, menor que, por ejemplo, la de Estonia. Esto no es baladí pues nuestra autoestima individual está relacionada con la colectiva de los grupos (nación, modelo cultural, familia o clubs de fútbol), a los que pertenecemos, nos guste o no. Afecta por tanto a la salud de los pueblos, al funcionamiento de las instituciones y hasta a la economía ¿No es ésta también un estado de ánimo?
La independencia es pobreza
Por tanto, Cui Prodest? No a los que se sienten españoles, pero tampoco a los creyentes separatistas. Bolívar se arrepintió de un proceso que llevó a la próspera América Virreinal, bastante autónoma, a la división y empobrecimiento. A Emilio Aguinaldo (deberían levantarle una estatua en la Diagonal), primer presidente de la República filipina le pasó otro tanto. Se dieron cuenta demasiado tarde que la separación de España les llevaba no a más independencia sino a más pobreza y dependencia… de otras potencias mucho menos complacientes y con intereses más espurios. ¿Deberemos esperar a que Puigdemont sufra parecido proceso? Despertemos. Cambia tu Historia y cambiará tu vida.
Publicado en Vozpópuli.com