Niños consumistas, jóvenes consumidos
La empresa R.C. Entertainment tiene patentada en Estados Unidos una máquina denominada Money Pit (La Mina de Dinero). Se trata de una cabina de cristal en la que unas corrientes de aire hacen volar dinero falso. Las máquinas, instaladas en determinados espacios de ocio, son la delicia de los niños. Unos monitores les animan a adentrarse en la cabina y competir para ver quién coge más dinero. Esta “educación para la vida” todavía hoy nos sorprende a los europeos, aunque quizá pronto nos habituemos a ella. Varias son las tendencias norteamericanas que poco a poco se van extendiendo. Cabe destacar las “fiestas de paso”. A ciertas edades, como a los dieciséis años (los Sweet sixteen, Dulces dieciséis), se han consagrado ciertas celebraciones obligadas. Una familia de clase media alta puede gastarse unos 15.000 dólares organizando una auténtica bacanal del consumo para dicho evento. Algunos analistas resaltan el carácter “adulto” de este tipo de fiestas: bailarinas ligeras de ropa estilo Flashdance, mesas de blackjack, coches hechos con latas de Heineken o exóticas chicas que aplican tatuajes sexys.
La cooperación de los padres en retroalimentar la capacidad de consumo de sus hijos, se ha convertido en un hábito cultural. Las grandes empresas cooperan entusiasmadas ofreciendo productos como móviles u ordenadores para edades cada vez más tempranas. La última barrera que quedaba frente a una cultura del consumo era la escuela, pero ésta también ha caído. En Estados Unidos surgió una asociación para defender a los jóvenes de la saturación publicitaria en el sistema escolar. Era el llamado Centro para una Educación Pública sin Publicidad. Hoy la asociación está extinta. Entre las denuncias que llegó a emprender esta asociación era que en un Instituto medio de Estados Unidos un alumno se podía encontrar unas 35 máquinas expendedoras de refrescos con su consiguiente publicidad; a la que se añadiría la publicidad en la cafetería, en la cancha de baloncesto o las vallas publicitarias que rodean la escuela. Incluso algunas multinacionales ya contratan publicidad en el sistema de megafonía de las escuelas. La publicidad en las escuelas se ha hecho tan connatural que la lucha contra ella parece imposible. Cuando el gobierno federal pretendió suprimir las máquinas expendedoras en los Institutos para combatir la obesidad juvenil, las escuelas lo impidieron. Con los números en la mano, los centros demostraron que necesitaban de esos ingresos para subsistir. ¿Es este el peor escenario posible? No, la cosa puede empeorar. En algunos libros de texto ya aparecen, como el que no quiere la cosa, referencias a marcas. No es por tanto de extrañar que venga siendo habitual que las multinacionales financien a autores bajo el requisito de que en sus novelas aparezca la marca de la empresa. También las playstations han seguido el ejemplo y a sus ingresos se añaden los conseguidos por la publicidad indirecta que aparece en los juegos.
Todo hábito, nos dicen los clásicos, se convierte en una segunda naturaleza. Arraigados desde temprana edad los hábitos de consumo, son muy difíciles de corregir. Las cifras nuevamente asustan. En 2001, los estudiantes norteamericanos acumulaban una deuda media de 2.327 dólares en sus tarjetas de crédito. La vorágine consumista en la que vive la juventud norteamericana puede llegar a límites desquiciantes. El fenómeno ha sido descrito con toda su crudeza por Alissa Quart en su libro Marcados. La explotación comercial de los adolescentes (Debate, 2004). En el libro se relatan las situaciones límites –física y psíquicamente- a las que pueden llegar los adolescentes imbuidos por la cultura del consumo. Como el que no quiere la cosa, hemos resucitado la famosa y decimonónica tesis de Thorstein Veblen expresada en La teoría de la clase ociosa. De su lectura se desprende la fuerza de los símbolos de estatus social y la energía que podemos ser capaces de liberar para conseguirlos. Aunque la obra de Veblen queda lejos en el tiempo, sus tesis han sido reactualizadas por Gilles Lipovetsky en una obrita titulada El lujo eterno (Anagrama, 2004). El sociólogo francés intenta dilucidar los últimos derroteros del consumo para advertir que: “La pasión –actual y democrática- por el lujo no se alimenta exclusivamente del deseo de ser admirado (…) sino que subyace el deseo de admirarse uno mismo y de una imagen elitista”. El ciudadano-consumidor se desliza, así, por los caminos del narcisismo elitista. El otrora sistema educativo-democrático ha fracasado.