MÁRTIRES.

Festividad: 8 de Abril.

San Edesio, hermano mayor del mártir San Anfiano, martirizado pocos días antes, logró el triunfo del martirio por salir en defensa de unas vírgenes consagradas al Señor, expuestas a viles ultrajes por un tirano.

Abrió los ojos a la vida hacia el año 280, seguramente antes del 285, en que nació su hermano, en Asia Menor y en una localidad de la provincia de Licia, que tal vez fuera Patara, cabeza de un obispado sufragáneo de Mira. En la antigüedad Patara era célebre por su oráculo de Apolo; de ahí le viene el sobrenombre de «liciano» atribuido a este falso dios. En ella nació, hacia el año 270, San Nicolás, futuro obispo de Mira, cuyos restos se veneran hoy en Bari.

Los padres de Edesio gozaban de buena fortuna y de situación distinguida entre sus conciudadanos. Toda la familia era pagana, sin duda como podía serlo en aquella época de decadencia una familia rica e instruida, esto es, practicando fielmente, pero sin convicción, los ritos de una religión, de la que muchos espíritus ilustrados se venían distanciando en vista de sus inconsecuencias.

Cuando Edesio y su hermano menor estuvieron en edad de recibir instrucción superior, sus padres los enviaron a estudiar a Berito, ciudad que tenía entonces maestros de nombradía. Esta ciudad, la antigua Berytos de los fenicios, era entonces lo que hoy es Beirut —que con una ligera desviación hacia el oeste, ocupa aproximadamente su situa­ción—: una metrópoli floreciente. Numerosos estudiantes, como sucede en nuestro siglo, frecuentaban sus escuelas.

Ocioso sería insistir sobre el triste espectáculo de corrupción que ofrecería a fines del siglo III el medio ambiente universitario de una ciudad de Oriente demasiado favorecida en bienes materiales y en donde se brin­daban toda clase de satisfacciones tanto al espíritu como a los sentidos.

A pesar del hervor de las pasiones, del aliciente de los espectáculos públicos, caídos por otra parte a bajísimo nivel, de las pendencias y alborotos, no dejaban de tener su atractivo para esta juventud, los conflictos entre las ideas de las diversas sectas filosóficas. Entre aquel inmenso número de estudiantes se encontraban muy pocos dedicados de lleno a las tareas universitarias, pues la mayor parte querían conciliar la vida estudiantil con la práctica de las costumbres desarregladas y viciosas que en aquellos tiempos imperaban. De Anfiano, hermano de Edesio, cuenta un historiador que guardó puras sus costumbres; presumible será que Edesio se comportó del mismo modo.

En un ambiente tan corrompido y tan poco propicio para caminar por buenos senderos, algo debió mediar para que estos jóvenes se conser­varan puros y encontraran el camino de la verdad. A punto fijo no sabemos todo lo que a ello contribuiría. Por lo menos en Berito, entre los maestros que ejercían sobre esta juventud gran influencia, los dos hermanos encontrarían alguien que los iniciase en la Religión Cristiana. Por lo que se sabe del temperamento ardiente de Edesio y de su hermano, se puede colegir que una natural nobleza de alma los atraía instintivamente a la verdad moral; tal vez, como sucedía a algunos contemporáneos, se acercaban al cristianismo movidos por sentimientos de aversión hacia el paganismo, ago­nizante entre estertores crueles, tanto como por el deseo de conocer la verdad. De cualquier modo que sea, Edesio se dio con preferencia al estudio de la Filosofía y su hermano Anfiano al del Derecho.

Cesarea era entonces, después de Jerusalén, la primera ciudad de Palestina; su envidiable situación junto al mar, le daba importancia comercial; a los ojos de los cristianos, su importancia era mayor por ser sede metropolitana. Edesio y su hermano habían dejado a Berito para vivir en Cesarea entre los discípulos de un hombre que había renunciado a una brillante carrera humana para hacerse sacerdote y apóstol de Jesu­cristo; este hombre era San Pánfilo.

Oriundo de Berito, muy notable por su elocuencia y distinguido en las bellas letras, era tal vez Pánfilo de origen pagano. Hizo sus estudios en su ciudad natal; repentinamente había resuelto no pensar sino en Cristo; salió para Alejandría de Egipto y de allí para Cesarea de Palestina, en donde recibió la dignidad sacerdotal. En esta última ciudad fijó su resi­dencia y fundó una «academia» cristiana, o bien, si se prefiere, un centro de estudios superiores de religión. Su valiosa biblioteca reunía numerosos manuscritos, muchos de los cuales eran de su propio puño y letra, en par­ticular las obras de Orígenes, el gran apologista, hacia quien profesaba una admiración demasiado ciega.

Entre los discípulos más queridos de Pánfilo se contaba Eusebio, que más tarde debía ser obispo de Cesarea; conócesele como exegeta, teólogo y apo­logista, pero sobre todo como historiador de los tres primeros siglos de la Iglesia y de las persecuciones que en esta época sufrieron los cristianos.

Su testimonio nos es muy precioso, pues describe lo que vio y gracias a él conocemos las circunstancias de la muerte de Edesio, su hermano, Pánfilo y sus compañeros y tantos otros que fueron martirizados a principios del siglo IV.

A la cruel persecución que Diocleciano había hecho sufrir a los cristianos, siguiose un período de calma relativa, período corto para los cristianos de Oriente, pues Maximino Daia, a quien San Jerónimo llama «el más cruel de todos los perseguidores», desencadenó en el año 305, en las regiones sometidas a su poder, la persecución más dura y sangrienta.

Edesio fue uno de los primeros detenidos. Varias veces hubo de comparecer ante los magistrados, ante los cuales dio testimonio de la Religión Cristiana.

Pasó varios meses en la cárcel, al cabo de los cuales fue condenado al suplicio de las minas, ad metalla, término que aparece con frecuencia en los martirologios de esta época. La mina a que Edesio fue destinado para cumplir su condena se encontraba en Faino o Funon, ciudad de Idumea, más tarde pequeña población situada en el desierto entre Petra y Soar. En el libro de los Números es mencionado este lugar como una de las etapas de los hijos de Israel a través del desierto. Hoy es el Khirbet-Ferran, que se encuentra en la depresión del Araba, entre el mar Muerto y el golfo de Akaba. La mina de Funon era tan insana que, según un testimonio de un autor antiguo, cualquier hombre que en ella trabajase no podría sobrevivir más que breves días.

Montones de escorias, que aun hoy día se ven, atestiguan que allí existió una importante instalación industrial. En este mortífero clima, bajo un sol de fuego o en las galerías húmedas y nauseabundas de las minas, fue donde el animoso Edesio, en compañía de hombres y mujeres de toda edad y con­dición, debía arrancar el cobre con el pico. Conocedor profundo de las Sagra­das Escrituras, que bajo la dirección de San Pánfilo había aprendido, no le sería difícil a Edesio recordar que allí mismo fue donde Moisés en otro tiem­po levantó la serpiente de bronce, figura del verdadero Redentor en el Calvario.

La corta amnistía concedida por Maximino permitió a Edesio salir de las minas. Al reanudarse la persecución, a principios del año 306, vivía en Alejandría de Egipto, siempre ataviado con el manto de filósofo, símbolo de su profesión.

«Tal vez, a pesar de los nuevos edictos, hubiera pasado inadvertido entre la multitud de los letrados, si su alma, ardiente como la de su hermano y por eso mismo incapaz de dominar una generosa indignación, no le hubiese forzado a declararse.»

Anfiano había quedado en Cesarea. El cerco de violencia ejercido alrededor de los cristianos se iba estrechando más y más: todos los habitantes de la ciudad estaban obligados a acudir al templo y sacri­ficar a los ídolos; para evitar posibles abstenciones, el gobernador, llamado Urbano, había ordenado proceder al llamamiento nominal de todos: hombres, mujeres y niños.

Anfiano, con su natural ardiente, no pudo soportar tamaña medida de coacción. Un día en que el gobernador había ido ante el altar de los dioses para sacrificar, Anfiano, rompiendo la fila de soldados que al gobernador daban escolta, llegó junto a él, cogiole la mano derecha que tenía en actitud de gesto ritual y, tomando la palabra, con suave firmeza invitó al funcio­nario imperial a renunciar al paganismo, es decir, al culto de los demonios.

Tal audacia fue pronto seguida del correspondiente castigo. En el acto fue detenido, golpeado brutalmente, como en semejante caso lo es siempre cualquier manifestante cuando la multitud ve que no es de temer ninguna represión. El cuerpo del valiente cristiano quedó cubierto de contusiones y de llagas, siendo luego encarcelado.

Dos días después trataron de inducirle, primero por la persuasión, luego por amenazas y por fin por los tormentos más espantosos, a sacrificar a los ídolos, cosa que implicaba la condenación de su acto. Tiempo perdido; ni los más atroces dolores, ni el desgarramiento que le hicieron sufrir hasta descubrir los huesos y entrañas pudieron vencer su constancia. Los fuertes azotes que le dieron en la cabeza y el rostro le desfiguraron de tal modo, que no era posible reconocerle.

Entre padecimientos sin cuento, repetía continuamente:

—¡Soy cristiano! ¡Soy siervo de Cristo!

Jadeante y palpitando de emoción por los atroces dolores, le volvieron a la cárcel, de la cual no salió sino para comparecer ante el magistrado, que a todo trance buscaba la apostasía del valiente atleta de Cristo. Asistido por la gracia de Dios, Anfiano sufrió cuantos tormentos pudo inventar la crueldad y rabia del prefecto, y seguía rehusando enérgicamente todas las in­sinuaciones del tirano, por lo que éste, cansado de tanto valor y constancia, le condenó a ser arrojado al mar.

«Aconteció entonces —dice Eusebio— lo que parece increíble a los que no lo hayan visto. Yo, empero, no lo puedo ocultar al conocimiento de la posteridad, porque casi todos los habitantes de Cesarea fueron testigos del milagro. En verdad que ningún siglo ha visto igual prodigio.

»Cuando los verdugos hubieron arrojado al mar a este santo y bienaven­turado joven —que era a su entender arrojarlo a los abismos—, sobrevino tal movimiento y tal estruendo que se alborotó no sólo el mar sino junta­mente el cielo y la tierra, en forma tal que la ciudad toda sintió la conmo­ción y parecía iba a reducirse a escombros. En el mismo momento de este súbito y portentoso temblor de tierra, viose flotando apacible sobre las aguas el cuerpo del santo mártir, que las olas no podían guardar y fueron a depositarlo tranquilamente a las puertas mismas de Cesarea.

«Tan pronto como el prodigio se supo en la ciudad, todos sus habitantes, hombres y mujeres, ancianos y niños corrieron ante la puerta para ser tes­tigos del espectáculo. Y, al ver el cuerpo de San Anfiano, la muchedumbre toda proclamaba y alababa al único Dios de los cristianos.

Esto sucedió el día 2, o a lo que más parece el 5 de abril del año 306. Su fiesta se celebra el primero de esos días.

San Anfiano debía preceder por poco tiempo a su hermano Edesio en la entrada a la mansión de los bienaventurados, pues los dos herma­nos tenían tan igual el carácter, el ardor por el bien y el deseo de obrar, según la expresión del Apóstol, «oportuna» o «importunamente» —al menos a los ojos de los hombres—, para que, si las circunstancias eran las mismas, no Ies deparasen una muerte semejante.

Egipto estaba a la sazón sometido al mando de un personaje extraordinariamente peligroso y perverso llamado Hierocles. Este pagano conocía tan bien las Sagradas Escrituras, que Lactancio, preceptor del hijo de Constan­tino y autor de un célebre tratado Sobre la muerte de los perseguidores, se preguntaba si Hierocles no habría sido cristiano en su juventud. Posible sería ello, pues la Iglesia no tiene enemigos más encarnizados que los apóstatas.

Como quiera que sea, Hierocles, antes de recibir de Roma, el año 305, el título y las funciones de «prefecto», había sido sucesivamente gobernador de la provincia de Fenicia, a la sazón muy industrial, con residencia en Palmira; después, el año 303, prefecto de Bitinia, al noroeste del Asia Menor, con residencia en Nicomedia. Estaba dotado de aptitudes literarias que ponía al servicio del error, pues publicó obras contra Cristo y la Religión Cristiana; en el año 303, mientras estaba en Nicomedia, dio a luz un tratado en el cual establecía un paralelo entre la vida y milagros de Nuestro Señor y la biogra­fía legendaria del hechicero pitagórico Apolonio de Tiana. En esta obra, que se titula Discurso inspirado por la verdad, dirigido a los cristianos, afirmaba la superioridad de Apolonio sobre Jesucristo, declarando que los sortilegios y supercherías del mago eran más notables que los milagros del Hijo de Dios.

Tres hombres se levantaron para refutar con pluma magistral los sofismas de este impostor: Eusebio, Amobio y su discípulo Lactancio.

Sospéchase, en efecto, con gran probabilidad de acierto, que este mismo autor es el que Lactancio zahiere ocasionalmente en una página de sus Instituciones, cuando habla de un filósofo «tan humano en su lenguaje» que escogía para calumniar a los cristianos el momento en que la sanguinaria persecución de Diocleciano y Maximiano se desencadenaba contra ellos con más furor, como si no hubiese bastado quitarles la vida, sin robarles tam­bién el honor.

En la obra Los Mártires del Cristianismo leemos un pasaje notable sobre este triste personaje. En labios del joven Eudoro pone el autor los siguientes conceptos:

«…Es uno de esos hombres que las revoluciones llevan al consejo de los grandes, a quienes sirven mucho por una especie de talento para los nego­cios vulgares y por cierta facilidad poco deseable para hablar de repente sobre cualquier asunto. Sospéchase que Hierocles, griego de origen, fue cris­tiano en su juventud, pero el orgullo de las letras humanas emponzoñó su entendimiento y le precipitó en las sectas filosóficas. No se aprecia en él ningún vestigio de su primitiva religión, si no es en aquella especie de delirio y de rabia que experimenta con sólo oír el nombre de Dios, al que ha renun­ciado. Ha tomado el lenguaje hipócrita y la afectación de la escuela sedi­cente sabia. Las palabras libertad, virtud, ciencia, progreso de las luces, feli­cidad del género humano, salen incesantemente de su boca. Pero este Bruto es un vil cortesano; este Catón está devorado por pasiones vergonzosas; este apóstol de la tolerancia es el más intolerante de los mortales y este adorador de la humanidad es su más sanguinario perseguidor. Constantino le odia y Diocleciano le teme y desprecia, pero ha sabido granjearse la íntima con­fianza de Galerio. No tiene otro rival junto a ese príncipe sino Publio, pre­fecto de Roma. Hierocles hace tentativas para emponzoñar el entendimiento del desgraciado César y ofrece al mundo el espectáculo repugnante de un pretendido sabio que, en nombre de las luces, corrompe a un hombre que reina sobre los hombres.»

Si Herioeles se hubiera limitado a combatir la Religión Cristiana por sus escritos, las réplicas hábiles que provocaban podían haber atenuado el mal, a lo menos en cierta medida; pero la pluma no satisfacía su odio; para intentar la desaparición de los cristianos del país sometido a su autoridad recurrió a la violencia. Consejero del emperador, contribuyó con sus malignas insi­nuaciones a desencadenar la persecución; encubierto por los edictos imperia­les, su odio podía encontrar en qué saciarse: no se privó de tan abominable satisfacción.

Nadie extrañará ver a Hierocles echar mano de los suplicios más crueles. Mucho peor aún; acudió a la abominación de entregar a las mujeres casadas más respetables y a las vírgenes santas de Dios a hombres corrompidos, para exponerlas a los ultrajes más vergonzosos. Esta clase de suplicio, mil veces peor que la muerte, era por otra parte legal entre los romanos paganos, llegados al ínfimo grado de abyección moral.

A los ojos del joven Edesio, estos hechos ignominiosos aparecieron intole­rables y, en un movimiento de indignación —muy natural y que no pudo despertar la más pequeña censura— se abalanzó sobre el infame magistrado.

«Lleno de celo divino —dice el historiador Eusebio— se adelanta y, unien­do el gesto a la palabra, cubre de vergüenza a Hierocles, abofetéale el rostro, hácele caer de espaldas, le golpea y le advierte que no debe emplear más esos procedimientos contra naturaleza con los servidores de Dios.»

Este hecho era más que suficiente para incurrir en pena de muerte. Dete­nido y encarcelado, soportó con igual imperturbable constancia los numero­sos tormentos a que le sometieron para castigar su valentía.

Por último, como a su hermano, le arrojaron al mar, alcanzando así la palma de los mártires, el mismo mes que San Anfiano, probablemente el 8 de abril del año 306. En esta fecha se halla su nombre en el Martirologio.

Al fin del mismo año 306, que vio morir en Palestina y Oriente a numerosos mártires, tuvo lugar un acontecimiento de poca importancia en sí mismo, pero muy fecundo en frutos de santidad. Hilarión de Gaga, de edad de quince años, abandona las escuelas de Alejandría, va a pasar dos meses junto a San Antonio, y se retira después al desierto de su país. Cincuenta años antes, Pablo de Tebas, huyendo de la persecución de Decio, había inaugurado la vida eremítica en las soledades de la Tebaida; Hilarión, huyendo de la persecución de Diocleciano, introducirá ese género de vida en las soledades de Palestina. Los desiertos de Judea, al igual que los de Egipto, van a florecer.

Los perseguidores, muy a pesar suyo, poblaban el cielo de mártires y la tierra de anacoretas. Siete años más tarde el triunfo de Constantino tendrá por consecuencia la pacificación de la Iglesia, y la Religión de Cristo, regada por la sangre de los mártires derramada por los perseguidores, va a mostrarnos una nueva y maravillosa floración.

Oración:

Santos Edesio y Afiano, rogad por nosotros. Santos hermanos mártires, procuradnos el valor para enfrentarnos a los enemigos de Cristo, de Su Santa Iglesia y a los paganos que hoy en día nuevamente nos rodean, como en vuestra época, hasta el punto de entregar nuestra vida y adquirir la palma del martirio. Santos Edesio y Afiano, rogad por nosotros. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

R.V.