Lo que siempre se utiliza como demostración del éxito y la inevitabilidad de la inmigración es América. Porque, efectivamente, desde el Ártico hasta el Cabo de Hornos todos los países americanos se han formado mediante la aportación de millones de personas llegadas del otro lado del mar. Los porcentajes varían desde los que son mayoritariamente blancos —aunque por poco tiempo—, como los Estados Unidos y Canadá, hasta los que son mayoritariamente amerindios, como varios países andinos y caribeños, lo que, dicho sea de paso, debería mover a reflexión sobre las diferencias entre la política ultramarina española y la anglosajona, pero nos saldríamos del tema que nos ocupa hoy. Como excepción, hay uno mayoritariamente negro: Haití, cuyos habitantes descienden de los esclavos que fueron llevados a la que en el pasado fue colonia francesa y que expulsaron o exterminaron a los blancos al conseguir la independencia en los primeros años del siglo XIX.

El establecimiento de europeos en suelo americano fue la consecuencia del descubrimiento, la conquista militar y la construcción de estructuras gubernamentales desde la nada o en sustitución de las derrotadas. Todos los países americanos, ya hablen inglés, español, portugués o francés, nacieron y se construyeron con inmigración, como lo demuestran esas lenguas llevadas allí desde la otra orilla del Atlántico. Las lenguas amerindias, desde las esquimales hasta las patagónicas, quedaron arrinconadas ante la riada europea.

Los países de mayor peso inmigratorio, como Estados Unidos o Argentina, todavía vacíos y en plena expansión económica en el cambio de siglo, necesitaron millones de personas de fuera para poder funcionar. Un dato curioso, por ejemplo, es que en Estados Unidos es mayor el peso de la sangre alemana que el de la inglesa, puesto que mientras que la llegada de ingleses se detuvo desde la independencia, la de alemanes y de otros países del norte de Europa fue enorme a lo largo de todo el siglo XIX y primeras décadas del XX.

Ya hubo quienes, en los años iniciales del siglo pasado, señalaron que el país había dejado de ser el que había sido hasta aquel momento. Se referían a que los Estados Unidos WASP (blanco, anglosajón, protestante) de Jefferson, Poe, Thoreau, James, Whistler y Emerson habían logrado existir durante poco más de un siglo, desde la independencia hasta la Primera Guerra Mundial, pero ya habían cambiado debido a la inmigración masiva de irlandeses huyendo de la hambruna de la patata, de católicos italianos y polacos, de judíos huyendo de los pogromos de Rusia y otros países eslavos, etc. Y algunos empezaron a preguntarse si el consenso social sobreviviría bajo la presión de muchos millones de ciudadanos de tradiciones culturales, lingüísticas y religiosas tan diversas. A los que había que añadir unos negros recién liberados de la esclavitud y discriminados por las Jim Crow laws durante todavía un siglo más.

A todo ello se sumó la inmigración masiva que llegó en décadas posteriores —y sigue llegando— desde el sur hispano, que es la protagonista mayoritaria de los choques violentos que están sacudiendo California en estos momentos. No hay que olvidar que mientras que muchos hispanos han conseguido integrarse en la sociedad yanqui con gran éxito, como lo demuestran Marco Rubio, Ted Cruz y tantos otros altos dirigentes de orígenes mexicanos, cubanos o puertorriqueños, otros muchos, y se cuentan por millones, han cruzado el Río Grande cargados de rencor contra quienes arrebataron bélicamente al recién nacido México la mitad de su territorio. El conflicto, pues, está muy lejos de resolverse.

Dados todos los hechos arriba señalados, debería ser fácil comprender que extender este modelo a las naciones de la vieja Europa implica tratar con igualdad realidades desiguales, lo que sólo puede provocar desastres. Valoraciones históricas y morales aparte, América nada tiene que ver con una Europa fraguada, construida y asentada desde hace dos milenios. En Europa no hubo inmigración masiva, y mucho menos de otros continentes, hasta mediados del siglo XX. Además, la Europa actual es un continente densamente poblado y con millones de parados. Las circunstancias, por lo tanto, son opuestas.

Finalmente, la llegada masiva de europeos a América provocó que los perjudicados fueran los nativos, que pronto quedaron reducidos a una pequeña minoría discriminada, cuando no barrida como en Estados Unidos o Argentina. Todo el mundo lamenta aquella indudable tragedia, pero a nadie parece preocuparle que algo parecido pudiera acabar sucediendo con los europeos, pronto una minoría envejecida y discriminada en su propia tierra y condenada a sobrevivir en reservas hasta su extinción. Curioso doble rasero. A muchos esto les parecerá exagerado, pero es sólo cuestión de tiempo.

Y a los que menos parece preocuparles su desaparición es a los propios europeos, hasta tal punto ha llegado la endofobia inoculada con inmensa inteligencia desde al menos la segunda posguerra. Quienes dirigen la política mundial han decidido que Europa tiene que desaparecer, y todo parece indicar que tanto los gobernantes como los ciudadanos están obedeciendo la orden admirablemente.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz