Gracias a nuestros aldeanistas los españoles somos expertos en tonterías toponímicas. Cuesta señalar uno entre tantos miles de casos, pero probablemente el más destacado sea el de la localidad vizcaína en la que reposa el cuerpo incorrupto de Sabino Arana. Se trata de Pedernales, rebautizada Sukarrieta en su honor porque había deducido que ya que un pedernal es una piedra (harri) con la que se hace fuego (su), el nombre vascamente puro de la localidad habría de incorporar esos dos elementos. Y de ese modo nació Sukarrieta. Los nacionalistas fueron respetuosos con el deseo de su fundador —no así con la historia de Vizcaya—: llegado el benemérito Estado de las Autonomías, el secular Pedernales fue sustituido en 1984 por el neotopónimo sabiniano. El motivo del cambio de topónimos es que los ingenieros nacionalizadores pretenden mutar con ello la sustancia nacional de sus habitantes. Es cosa como de meigas: si de Pedernales pasamos a Sukarrieta, se demostrará su no pertenencia a España y sus habitantes pasarán de españoles a vascos. La tontería es inmensa, pero lamentablemente funciona.

Los españoles no somos —no vayan a sufrir ustedes demasiado— los únicos tontos. Prácticamente todos los países europeos han sufrido, en una u otra época, cambios toponímicos con fines nacionalizadores o ideológicos. Probablemente sean Alemania y Austria las más afectadas a causa de la germanización de topónimos extranjeros, sobre todo eslavos, en sus fases de expansión y la desgermanización en las de encogimiento. Más allá de las fronteras tudescas, uno de los casos más singulares fue el de la capital de Constantino convertida en Estambul. Y la URSS fue la campeona en cambios toponímicos por motivos ideológicos, como atestiguan gran cantidad de ciudades dedicadas a Lenin, Stalin y otros dirigentes bolcheviques, la mayoría de los cuales acabaron perdiéndolo por las cambiantes exigencias del guión. No así Kalinin, que conserva su nombre estampado en la Könisberg de Kant, y el Héroe Rojo de la capital mongola. El cambio más reciente, en este caso no para eliminar el pasado comunista sino el ruso, ha sido el de la capital de Ucrania, Kiev en su forma rusa y Kyiv en la ucraniana. Declarada oficial esta última en 1995, en el extranjero sólo se usa, de momento, en los países anglosajones para secundar la iniciativa desrusizadora.

Parecía que estos malabarismos palabreros fuesen cosas del pasado, pero acaba de destaparse Donald Trump con su capricho de cambiar el multisecular Golfo de México por Golfo de América para así dejar constancia de su hegemonía en la zona. Que haya vuelto a denominar monte McKinley al que así fuera bautizado en 1917 en homenaje al presidente que arrebató a España Cuba, Puerto Rico y Filipinas entra, sin duda, dentro del ámbito de sus competencias, del mismo modo que entró en el de las de Obama que lo cambiara por el indígena Denali en 2015. Cada uno hace en su casa lo que le da la gana. Pero pretender dictar el nombre que debe ser utilizado para un mar que no baña solamente su país, aparte de una tontería, conseguirá hacerle pasar por un matón al que todos temen pero nadie aprecia. Asunto más serio ha sido la prohibición a Associated Press de acudir a las ruedas de prensa presidenciales mientras no adopte el cambio toponímico en sus comunicaciones. Por no hablar de lo de la anexión de Canadá, que habrá que suponer que no pasará de torpe fanfarronada. Con medidas como éstas, de nula trascendencia política, lo único que se consigue es hacer pasar a la primera potencia mundial por república bananera y enfriar los apoyos de quienes, dentro y fuera de su país, han visto en su llegada a la presidencia una esperanzadora reacción contra setenta años de disolución.

Mucho más importantes son los asuntos de Panamá y Groenlandia, aunque todavía es pronto para juzgarlos. En el caso de la helada isla vecina, quizá se pretenda remozar la doctrina Monroe y la descolonización posbélica para cuestionar el dominio danés sobre un territorio situado en el hemisferio americano, pero también en esto se precisarían unas maneras diplomáticas que, de momento, brillan por su ausencia.

Pero lo más grave de todo es esa maldita guerra de Ucrania que esperemos que termine pronto en beneficio, sobre todo, de los jóvenes ucranianos y rusos que están perdiendo la vida en el altar de intereses geopolíticos enfrentados en los que, no se olvide, la OTAN y USA tienen tanta participación como Rusia. Si no fuese así, no habría habido guerra. Porque la que menos pinta aquí es una Ucrania a la que sus aliados han usado de carne de cañón en el tablero de ajedrez euroasiático.

El gobierno estadounidense, si efectivamente aspira a establecer una paz duradera y justa en la región, tiene ahora la oportunidad de ejercer de árbitro neutral, para lo que no ha ayudado que Trump haya calificado a Zelenski de dictador mientras enfrente tiene al zar sin corona que ordenó la invasión, ni que hayan acabado en rifirrafe de taberna en la Casa Blanca. Aunque pudiera tener razón en no pocas cosas de fondo, al altanero Trump le pierden las formas.

Pero los conceptos paz, justicia y neutralidad quizá sean demasiado ingenuos en el terreno de la política internacional, sobre todo desde que se desintegró el átomo. Probablemente lo máximo a lo que pueda aspirar la Humanidad de nuestros días es a un cierto equilibrio sostenido con alfileres.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz