Una lógica deconstructora
El gran estudioso de las religiones, Micea Eliade, identificaba el arte moderno con las viejas religiones primitivas empeñadas en ritualizar simbólicamente la destrucción del cosmos. Por contra, André Breton sentenciaba que: “una obra de arte sólo tiene valor si en ella vibra el futuro”. La perspectiva de Eliade nos parece más cercana a la realidad ya que el arte contemporáneo -al menos el de las galerías y el de los circuitos de las exposiciones- es de por sí una negación del futuro y de la vida. La “vanguardia artística” no dejó de ser una simulación del futuro para caer en la moda, traicionándose a sí misma. El famoso filósofo del arte, Ernst Fischer, en su obra La necesidad del arte, proponía que: “el arte no desaparecerá mientras no desaparezca la humanidad”. Aunque sería más propio plantearse si la muerte del arte no anticipa la muerte de la Humanidad; o, si se quiere, en tono menos escatológico, si la absurdidad del arte contemporáneo en nuestra Civilización, no precede a la agonía de ésta.
Gorki, el famoso pensador revolucionario, estableció una clásica distinción aplicada al arte entre “realismo socialista” y “realismo crítico”. El primero se refería al arte bajo la revolución rusa que, identificado con la clase proletaria, ya no debía fabular con utopías y sinsentidos. No debía ser un arte deconstructor sino realista, porque el comunismo ya había eliminado todas las contradicciones y conflictos de la historia. Por eso, definía Gorki, el arte socialista era esencialmente un arte optimista porque el futuro ya se había alcanzado. Por contra, el realismo crítico era identificado con el arte propio de las sociedades burguesas. Este era un arte crítico, deconstructor, manipulador y esencialmente pesimista, pues la burguesía no tenía futuro. Las sociedades capitalistas, para Gorki, utilizaban el arte como una forma de manipulación social al transmitir los valores efímeros y destructivos de la burguesía a las masas. Lo que no supo adivinar Gorki es que el arte socialista desaparecería en el futuro y que nos quedaríamos con el arte burgués como único referente de lo bello.
Dostoievsky sentenció, con una frase que se ha hecho famosa, que: “La belleza salvará el Mundo”. Pero el arte actual no es entendido como la creación -o recreación- de lo bello, sino como instrumento de perturbación a través de lo feo. Al negar la belleza como principio y fin de la obra de arte, el artista se transforma en un transgresor, en el trangresor por excelencia. El atrevimiento del artista le envuelve en un halo mistérico que lo encumbra hasta el mundo de los «incomprendidos» y, por tanto, por encima de los demás mortales. El artista, divinizado, puede entonces transgredir todos los límites morales o estéticos. Pero este endiosamiento tiene una víctima: el propio arte. No deja de ser sintomático que cuando reflexionamos sobre el arte, acabemos haciendo teología.