PEREGRINO y PENITENTE.
Festividad: 16 de Abril.
El bienaventurado Benito José Labre, espejo de pobreza y penitencia y protesta viva y formal contra los vicios del siglo XVIII, nació en la aldea francesa de Amettes, de la diócesis de Arrás, y fue el primogénito de quince hijos que tuvieron sus virtuosos padres Juan Bautista y Ana Bárbara.
Bebió con la leche materna la fe y devoción de sus mayores, y tan maravillosamente supo aprovechar de las santas enseñanzas de su madre, que todo en su infancia descubre trazas de que el Señor le destinaba a singular virtud y santidad de vida. Era piadosísimo, muy cumplidor de todas sus obligaciones y del todo sumiso a sus padres. Viósele entregado disimuladamente a la penitencia y a la oración.
Siendo de doce años, enviáronle sus padres a educarse con un tío suyo que era cura párroco de Erín, para que bajo su paternal y sabia dirección se preparase al sacerdocio. Por entonces recibió la primera comunión, con lo cual creció mucho su devoción, y empezó a reglamentar su vida, distribuyendo el tiempo entre el estudio, la oración y la lectura de libros piadosos y particularmente de la Sagrada Escritura. De esa lectura, como de fuente limpísima e inagotable, sacó profundo conocimiento de la nada del hombre cuando mira de frente los terribles juicios del Señor y de la absoluta necesidad del desasimiento y de la penitencia.
Con esto, aquella su alma purísima que nunca cometió pecado mortal, empezó a abrazarse en deseos encendidísimos de emprender cruel guerra contra los sentidos y morir crucificado con Cristo en la cruz de la penitencia y del dolor; y es que había oído las amorosas llamadas del divino Crucificado que tantas almas desdeñan, y andaba buscando en su tierna e inocente imaginación cuáles eran los caminos más fragosos y seguros para obedecer a los toques de la gracia.
Sirviose muy luego la divina Providencia de una circunstancia inesperada para sacar a su siervo de la carrera del sacerdocio, donde no le quería. En el año de 1766, cundió el tifus en la comarca de Erín y enfermó gravemente su tío párroco. Benito le cuidó con todo cariño; pero al fin tuvo el dolor de ver morir a su bondadoso maestro y bienhechor.
Había pasado ocho años con él y, siendo ya de veinte de edad, volvió a casa de sus padres, suplicándoles le diesen licencia para hacerse monje trapense. No accedieron ellos, movidos por un amor mal entendido; pero poco después, cuando hubo pasado una temporada en compañía de su tío materno, párroco de Conteville, le dieron libertad para hacerse monje, no ya trapense, sino cartujo.
Con esto creyó Benito haber hallado puerto seguro; más no fue así, porque el Señor, que le tenía preparada una vocación aun más rigurosa, permitió que no acertase en ninguna de sus empresas, ni parase de asiento en parte alguna, hasta que, dando oídos a la divina inspiración, vino a entender que en su peregrinación por el mundo no tendría tan siquiera una choza donde albergarse.
Fuese a llamar a la puerta de la Cartuja de Val Santa Aldegunda, mas dijéronle que el convento era pobrísimo y no le podían admitir de novicio.
Volvióse a casa de su tío, el cual dio pasos para que Benito entrase en la Cartuja de Neuville; pero fue también en balde, pues contestáronle que no le podían recibir porque no sabía canto llano ni dialéctica. Tuvo que volverse a casa, y sus padres lo pusieron con un virtuoso sacerdote, el cual le instó a que se presentase nuevamente a la Cartuja de Neuville, donde fue admitido de postulante; pero luego echó de ver el padre prior que Benito no tenía vocación para esa vida y, sin más, lo despidió del monasterio.
Viendo que no podía seguir la regla de los Cartujos, pensó instintivamente en la Orden de los Trapenses y tanto hizo para que sus padres le dejaran ingresar en ella, que al fin lo logró y partió para la Trapa de Mortagne. El alma se le cayó a los pies cuando oyó a aquellos Padres decirle que no tenía bastante salud para emprender aquel género de vida y que, además, no admitían a nadie antes de que hubiese cumplido los veinticuatro años. Desengañado y muy afligido volvió a su casa y empezó a sentir nuevas angustias, dudas y perplejidades respecto de su vocación. «Iré otra vez a la Cartuja» —dijo con varonil determinación. Eso mismo le aconsejaban todos y aun el obispo de Boulogne a quien el Santo había consultado. Hizo, pues, confesión general y el día 12 de agosto de 1769 despidiose de sus padres y partió nuevamente para la Cartuja de Neuville.
Al cabo de dos meses de estar allí escribió a su casa para notificar a sus padres nueva decepción, diciéndoles que los Superiores no le juzgaban apto para la vida de cartujo y que, en consecuencia, iba a emprender el camino de la Trapa. «El buen Jesús, a quien he recibido antes de salir —les dice—, me ayudará y guiará en la empresa que me ha inspirado y yo por mi parte procuraré tener siempre presente ante mis ojos el santo temor del Señor y en mi corazón su divino amor. Confío mucho que esta vez me admitirán en la Trapa».
Pero frustrose también esta gran esperanza de su corazón; los monjes no quisieron quebrantar la regla que mandaba no fuesen admitidos aquellos que no hubiesen cumplido los veinticuatro años. Aun no se desalentó el Santo con aquel nuevo desengaño y tuvo valor para probar de hacerse religioso por séptima vez. Fue a presentarse al abad de la Trapa de Sept-Fonts, el cual le recibió con bondad y le admitió en el monasterio; mas fue para muy breve tiempo, porque tuvo allí tantas congojas, aflicciones de espíritu y aun enfermedades, que al cabo vino a entender que el Señor no le llamaba a vivir dentro de ningún convento.
Habiéndole el Señor despojado del todo de la propia voluntad por medio de aquellos desengaños y haciendo que se malograsen todos sus intentos, dignose descubrir a su fiel siervo maravillosos y nunca soñados horizontes, inspirándole la vocación de peregrino y dándole valor para pasear triunfalmente sus andrajos de mendigo, por espacio de quince años, por los caminos de Francia, Suiza, Italia y España, en medio de las burlas y escarnios de quienes no sospechaban que aquello fuese traza y voluntad del Señor.
Llevó el Señor a Benito, en primer lugar, por los caminos de Italia hasta Roma, en donde su santidad había de encontrar coronación, florecimiento y glorificación. Para ser santo hay que profesar doctrina absolutamente ortodoxa y, desgraciadamente, en Francia cundía por entonces la influencia rigorista de la heterodoxa doctrina del jansenismo. Cierto que la fe de la Iglesia de esta nación sería lavada en la sangre que en 1793 derramaría la Revolución, mas no lo suficiente para dejarla irreprochable. De tal manera tan perniciosa doctrina la hirió en su misma fecundidad, que por espacio de medio siglo impidió a la iglesia de Francia producir santo alguno. Es, pues, natural que el elegido del Señor comprendiera que le convenía respirar aires de más pura y perfecta religión; como era hijo de la luz, Roma, foco radiante de la verdad, le atrajo irresistiblemente y, así, partió para la Ciudad Eterna.
Obediente a la divina inspiración, determinó vivir de allí adelante solitario en medio del mundo. Todos sus viajes los hacía a pie, por los caminos menos frecuentados y solía detenerse en los más venerados y devotos santuarios; llevaba vestidos muy pobres y siempre los mismos, un rosario en la mano, otro en el cuello, un santo Cristo sobre su pecho, y a cuestas un saco en el que metía las limosnas y los tres libros que siempre tuvo consigo: el Nuevo Testamento, la Imitación de Cristo y el Breviario, que solía rezar cada día. Nada le detenía en sus peregrinaciones, ni el frío, ni el calor, ni las lluvias, ni las nevadas; ordinariamente dormía al sereno, pues no gustaba de albergues en ventas ni en posadas, por no estorbar su recogimiento oyendo los gritos, blasfemias y canciones de los viajeros. Vivía al día, de la caridad pública, sin mendigar ni guardar nada para otro día. No tomaba sino el sustento necesario para no desfallecer, mortificaba continuamente su cuerpo, y de lo que recibía, daba él mismo de limosna a los demás pobres cuanto no necesitaba para aquel día. Los niños se le burlaban y las gentes le escarnecían e injuriaban, llamándole demente e infeliz, pero él lo sufría todo con suma paciencia y amor.
Con tan santas disposiciones entró en Italia y, llegado a Loreto halló la insigne e incomparable reliquia de la Santa Casa, donde dio pábulo a su devoción; todo el día lo pasaba venerando aquel santo lugar, y por la noche dormía al sereno. El día 18 de noviembre de 1770 llegó a Asís y tuvo la dicha de venerar el sepulcro del seráfico patriarca y recibir el cordón, llamado de San Francisco, que Benito llevó hasta su muerte.
Finalmente, el día 3 de diciembre del mismo año entró en la ciudad de Roma, que había de ser como el centro de toda su vida de peregrino; visitó las iglesias de aquella ciudad, en las que se postraba de hinojos ante las imágenes de Nuestra Señora y oraba sin cesar; una excavación que halló en las paredes del Coliseo era su albergue durante la noche.
El año siguiente volvió a Loreto, pasando por la ciudad de Fabriano, en donde se venera el sagrado cuerpo de San Romualdo; después, bordeando el Adriático se detuvo en el monte Gárgano, famosísimo lugar de peregrinación en el que se venera al arcángel San Miguel. Pasó luego a la ciudad de Bari, que guarda el sepulcro de San Nicolás, de donde mana una fuente milagrosa, y luego al Monte Casino a venerar el sepulcro de su santo patrón San Benito; de allí pasó a Nápoles, donde se conserva la sangre de San Jenaro.
Volvió a Loreto y luego a Asís para visitar la ermita de Santa María de la Porciúncula y el monte Alvernia, en el que se hallaba San Francisco cuando el Señor imprimió en su cuerpo las cinco llagas. Hizo allí confesión general para prepararse a la más larga de todas sus peregrinaciones, que fue la de Santiago de Compostela. Pasando por Francia detúvose en Paray-le-Monial para venerar el lugar mismo que fue cuna de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Llegó a Compostela después de vencer grandes dificultades y fatigas, y para Pascua del año 1774 había ya terminado su larga peregrinación y estaba otra vez en Roma. Luego, por cuarta vez pasó a Loreto, y después emprendió la visita a los más famosos santuarios de Francia y Suiza. El santo peregrino volvió a Roma el día 7 de septiembre de 1775 y permaneció allí hasta el año siguiente, en que emprendió nuevas correrías por Italia y Suiza hasta el célebre santuario de Einsiedeli. Ésta fue la última de sus largas romerías, y de allí adelante se contentó con visitar las iglesias de Roma y hacer cada año la peregrinación a Loreto, pues visitó once veces en su vida este famosísimo santuario.
A pesar de su modestia, profunda humildad y deseo de ser desconocido y despreciado de las gentes; por su raro modo de vida cautivaba la atención de no pocas personas; sus confesores, maravillados de los tesoros de virtud y santidad que descubrían en su conciencia, le profesaban honda veneración y estima, y la gente, admirada con aquellos ejemplos de singular devoción y caridad, a voz en grito le proclamaba varón santo. «No es hombre —decían todos—, sino ángel»; y las palabras del Santo y todas sus obras, mostraban bien a las claras que aquello era muy cierto.
Habiéndole preguntado cómo se debe amar a Dios, el Santo respondió: «Para amar al Señor debidamente es menester tener tres corazones en uno. El primero ha de ser todo fuego para con Dios, de tal manera que pensemos en Él de continuo y hablemos de Él y obremos constantemente por Él y, sobre todo, sobrellevemos con paciencia los trabajos y adversidades que quiera Su Divina Majestad enviarnos en todo el decurso de nuestra vida. El segundo corazón ha de ser todo carne para con el prójimo, y llevarnos a ayudarle en sus necesidades espirituales por medio de la instrucción, el buen consejo, el ejemplo y la oración; ha de amar sobre todo a los pecadores y más aún a los enemigos, pidiendo al Señor que Ies dé su luz y su gracia para traerlos a penitencia; asimismo ha de estar lleno de compasión por las almas del Purgatorio, para que Jesús y María se dignen llevarlas al cielo. El tercer corazón ha de ser todo bronce para consigo mismo, de suerte que aborrezcamos toda sensualidad y resistamos sin cesar al amor propio, renunciando a la propia voluntad, castigando al cuerpo con el ayuno y la abstinencia y domando las inclinaciones de la naturaleza viciada y corrompida; porque cuanto más aborrezcamos y maltratemos a nuestra carne, tanto mayor será el galardón que recibiremos en la otra vida».
Favoreciole Dios con el don de profecía, y así predijo los desastrosos y providenciales sucesos de la Revolución francesa, como castigo de la impenitencia e impiedad de la sociedad de aquellos tiempos.
También le comunicaba el Señor conocimiento clarísimo del estado interior de las almas.
Muchas veces se descubrió el ardor de su amor a Dios y el fervor de su oración por una como aureola de luz sobrenatural que le envolvía, o por ver su cuerpo levantarse del suelo cuando oraba. Tuvo asimismo don de milagros, e hizo algunos en vida y aun después de muerto.
El sello y carácter propio de la santidad de Benito José Labre estuvo en ser toda ella interior, escondida y desconocida del mundo. Complacíase el Señor en tener ocultas, como con un velo, las sublimes virtudes de aquella víctima expiatoria, hasta el día en que la recibió en el cielo para darle el premio de su santa vida. En ese día, todo lo escondido sale a la luz, todo lo encubierto se descubre; innumerables circunstancias de la vida del santo peregrino acuden a la mente de cuantos le trataron o le vieron pasar por los caminos; multiplícanse los prodigios y las curaciones milagrosas, y la Iglesia recoge con amor todos esos testimonios de la santidad del bienaventurado mendigo, y con ellos, como con otras tantas piedras ricas y exquisitamente labradas, levanta al humilde Santo un monumento glorioso e inmortal.
Tantas tan continuas penitencias y austeridades quebrantaron la salud del santo peregrino; porque sólo se sustentaba de la frugal pitanza que le daban en los conventos, y aun de ella dejaba lo mejor para los pobres; dormía al sereno y tenía el cuerpo plagado de parásitos muy molestos y las piernas llagadas, con todo lo cual se le agotaron muy presto las fuerzas. Propusiéronle que se albergase en algún hospicio, aunque sólo fuese de noche, y el Santo lo aceptó; en este lugar transcurrieron los últimos años de su vida. Pero entre día solía visitar las iglesias y permanecía en ellas tan largo rato, que puede decirse que en tan devoto ejercicio gastó lo que le quedaba de fuerza; parecía al fin un esqueleto ambulante y, con todo, no se pudo lograr que cuidase de su salud.
Cuatro días antes de su muerte, el 12 de abril del año 1783, al salir de la iglesia se halló tan extenuado, que tuvo que sostenerse con su bastón para no caer. Alguien se le acercó y le dijo:
– Hoy sí que estás malo, Benito.
— Cúmplase la voluntad de Dios —repuso el Santo.
Tuvo como un presentimiento de su muerte, y aun a veces hablaba de ella sin dar muestras de espanto ni turbación. Con frecuencia exclamaba: «Llámame pronto, Jesús mío; ¡qué ganas tengo de verte!»
El día 15 de abril, martes de Semana Santa, se desmayó al salir del hospicio; pero al volver en sí y sin tener ninguna cuenta con su debilidad, se arrastró hasta llegar a la iglesia de Santa Práxedes, en donde estaban acabando la función de las Cuarenta Horas. Antes de entrar, compró un poco de vinagre y bebiolo diciendo: «Otro lo bebió antes y padeció más que yo por amor a los hombres en tal semana como ésta». Estuvo toda la mañana postrado ante el Santísimo, junto a la capilla de la Santa Columna, y por la tarde visitó la iglesia de Santa María de los Montes, y luego la de Nuestra Señora de Loreto, en la plaza de Trajano. Tuvo ese día algunos desfallecimientos, hasta el extremo de que le hallaron tendido en el suelo como muerto.
Finalmente, el día 16, por más que le instaron a que no saliese del hospicio por lo mucho que había empeorado, él salió y fue, como acostumbraba, a la iglesia de Santa María, a la que apenas pudo llegar. Oyó dos misas y luego se quedó adorando al Santísimo; pero a eso de las siete, al salir de la iglesia, sintiose desfallecer y cayó en las gradas del atrio sin poder ya levantarse. Vino a recogerlo un amigo suyo, el carnicero Zaccarelli, el cual lo llevó a su casa que estaba poco distante de la iglesia y estando en ella entregó su alma santísima al Señor, a las ocho de la tarde de aquel mismo día 16 de abril, siendo de edad de treinta y cinco años.
La muerte de aquel santo mendigo tan desaseado y cubierto de miseria fue humilde y escondida como su vida y, a juicio de los hombres vanos y mundanos, no había persona más despreciable que el pobre Benito. Sin embargo, su grandeza y santidad iban a ser muy en breve proclamadas a la faz del universo. «A su muerte —dice Luis Veuillot— oyose en Roma una voz unánime: ¡El Santo ha muerto! Entonces —prosigue el insigne escritor— se vio acudir a la camilla donde el mendigo exhaló la última oración y el postrer suspiro, innumerable muchedumbre de gente que venía a besarle los pies, no faltando entre los que así acudían a venerar su sagrado cadáver aquellos mismos que habían tenido mayor tedio y aversión al Santo, a la vista del extraño modo de vida que llevaba».
Pero en breve la santa Iglesia emitió su autorizado dictamen sobre las eminentes virtudes de Benito José Labre y lo llevó a los altares; porque, viendo el gran número de milagros que obraba el Señor por intercesión de su siervo y las súplicas de los fieles, fue introducida su causa de beatificación el día 2 de abril del año 1792 y el Papa Gregorio XVI autorizó con su firma el decreto de la heroicidad de sus virtudes en mayo de 1842; dieciocho años después, en el de 1860, y habiendo obrado el Santo los tres grandes milagros requeridos, le beatificó el Papa Pío IX; y, finalmente, el día 8 de diciembre del año 1883, el Papa León XIII canonizó a este fiel siervo del Señor y dispuso que su fiesta se celebrase a los 16 de abril.
Con esta suprema glorificación del pobre mendigo pretendió la santa Iglesia confundir el espíritu del siglo, levantando a grande honra el desasimiento y menosprecio absoluto de las riquezas, honores y demás bienes caducos tan estimados de los mundanos.
San Benito José Labre tuvo su peculiar vocación y a ella correspondió admirablemente, pudiendo a la verdad llamarse espejo y patrono de los romeros que visitan los devotos santuarios no por vana curiosidad, sino con encendido deseo de mortificarse y santificarse más y más con piadosas peregrinaciones.
Oración:
De pobreza y humildad ilustre y bello dechado: Benito José abogado sednos en la adversidad. De labradores honrados Amette te vio nacer, te vio en la virtud crecer, y a pasos agigantados subir de la santidad ya niño a muy alto grado. Estudiando en Erín, de un tío bajo tutela, te aprovechaste en la escuela, y siempre cual serafín del fuego de caridad estabas muy inflamado. Penitencia y oración eran tus grande delicias, y tus mejores albricias la Sagrada Comunión, del mundo y su vanidad viviendo siempre alejado. Trapense y Cartujo ser mas de una vez intentaste, y siempre experimentaste de Dios ser otro el querer; pues por grave enfermedad fuiste del convento echado. Como el Señor te llamaba a un nuevo modo de vida, lo emprendiste de seguida no oyendo a quien te estorbaba; padres, patria y amistad renunciaste denodado. De Francia a Roma pasando el sustento mendigabas, los santuarios visitabas, burlas doquier arrostrando y golpes con humildad de Jesús firme soldado. Muy pobremente vestido, hecho por Dios pordiosero, a El con afán sincero víctima te has ofrecido, en aras de caridad, para que cese el pecado. Pobre de las Cuarenta Horas te llama Roma admirada, porque a la Hostia sagrada gran parte del día adoras, delante su Majestad quedando siempre extasiado. De la Cruz las Estaciones practicabas cada día, y obsequiabas a María con servidas devociones, y su maternal piedad te miro cual a hijo amado. Con el profético don lo futuro anunciaste, del prójimo procuraste la eterna salvación; almas de cautividad del Purgatorio has sacado. Junto a un templo de María caíste desvanecido, por un amigo acogido falleciste al mismo día; luego toda la ciudad por santo te ha proclamado. Tanto milagro se obró de tu virtud en abono, que el gran papa Pio Nono beato te declaro, proteja tu piedad al que te invoca postrado. Pues toda una eternidad de dichas has alcanzado: Benito José abogado senos en la adversidad. Amén.