OBISPO y CONFESOR.
Festividad: 1 de Abril.
Nació este Santo en Chateauneuf (Castronuevo), territorio de Valencia de Francia, el año 1053, de ilustre familia. Su padre Odilón ocupaba un puesto importante en el ejército de su soberano, a quien servía con noble valor y acrisolada fidelidad. Ídolo del soldado, Odilón supo introducir en las filas militares el amor a las prácticas religiosas y el respeto a los deberes morales, se entiende sin mengua del valor marcial. Así que pudo conciliar la bizarría con la Religión, la moralidad con el ocio, las buenas costumbres con la acostumbrada licencia que muchas veces reina en los campamentos. Sus tropas adquirían, pues, el doble laurel de la virtud y de la victoria.
Casado Odilón en segundas nupcias, tuvo varios hijos de este matrimonio; uno de ellos fue Hugo, quien desde la cuna dio señales visibles de la santidad a que Dios le destinaba. Ya en edad avanzada, Odilón abandonó el regalo y comodidades de su casa y se abrazó a la vida áspera y rigurosa de la Cartuja. En ella vivió dieciocho años, con tan raro ejemplo de humildad y perfección, que los otros monjes le tomaron como modelo de virtud. Acabó santamente sus días cuando contaba un siglo justo de existencia terrenal, la cual trocó por la del cielo, después de una vida llena de méritos.
El niño Hugo iba creciendo en edad y en virtud al mismo tiempo que adelantaba en el conocimiento de las letras humanas. Desde muy temprano comenzó Hugo los estudios, que primero cursó en Valencia del Delfinado, y más tarde en la famosa Universidad de París. Siguió cursos también en otras universidades, para asimilarse más y mejor la ciencia de entonces. En estos frecuentes viajes científicos padeció mucho a causa de su modo de ser modesto, vergonzoso, encogido y algo tímido; prefirió pasar hambre, a veces, y sufrir cansancio, antes que solicitar de otros un favor.
Tan aplicado como virtuoso, compartía el tiempo entre el estudio y los ejercicios piadosos, notándose en ambos extraordinarios progresos. Predestinado al sacerdocio, el servicio del altar era lo más grato a su corazón, siempre ocupado en dirigir a Dios himnos de alabanza y amor.
Aceptó, por fin, una canonjía en Valencia, no tanto por fines lucrativos cuanto por tener la libertad de permanecer más tiempo en la Casa del Señor, hogar de todas sus delicias. Bien pronto la santidad de su vida dio nuevo esplendor a aquel Cabildo. Hugo, obispo de Die, más tarde arzobispo de Lyon, y últimamente cardenal legado, tuvo ocasión de entrar en relaciones con nuestro Santo, y quedó tan complacido de su sencilla virtud y extraordinaria sabiduría, que no paró hasta tenerlo a su lado, y lo empleó en extirpar la simonía, tan generalizada en aquellos tiempos, y en otros muchos negocios de importancia. No salieron defraudadas sus esperanzas pues si por una parte consiguió con la predicación que el clero volviese al camino de la virtud, por otra, el buen ejemplo del apostólico Hugo logró la regeneración de gran parte del pueblo.
En Aviñón se juntó un Sínodo, el año 1080, para poner remedio a ciertos males y disturbios existentes en la Iglesia de Grenoble, entonces sede vacante. Presidía el ya mencionado cardenal legado Hugo, obispo de Die. Ahora bien, al tratar de buscar arreglo conveniente, los canónigos y el pueblo pidieron todos a una que se les diera a Hugo como obispo, ya que en su frente brillaba la santidad de la virtud, como en su corazón ardía el entusiasmo de la fe. El cardenal les concedió lo que pedían, con gran contentamiento de todos. Sólo se resistía el propio Hugo, por creerse indigno de tal cargo, y pretextaba mil motivos que su humildad le sugería. Fue preciso que el Sínodo lo mandara de modo terminante, y que el legado renovase la misma orden, para que Hugo se resolviera a echar sobre sus hombros el yugo del episcopado.
Cuando el Legado regresó a Roma, llevó consigo a Hugo. Con este motivo el obispo electo de Grenoble pudo acallar los escrúpulos de su conciencia timorata, consultando con Su Santidad algunas dudas que inquietaban su espíritu, porque por entonces el demonio le atormentaba con una tentación muy pesada y congojosa que le duró largo tiempo. Era tentación de blasfemia y de sentir alguna cosa indigna de Dios, y en especial de la Divina Providencia, la cual permite algunas veces que hombres malos y perversos tengan el mando y atropellen y persigan a los buenos, y otros sucesos de los cuales saca muchos e importantes bienes, sin los cuales no permitiera tales cosas. Los juicios del Señor siempre son justos, aunque no los creamos tales porque no vemos su finalidad. Pero siempre debemos respetarlos y reverenciarlos sin intentar escudriñarlos, convencidos de que Dios hará siempre lo que más convenga a su mayor honra y gloria y sea para nuestro mayor bien espiritual.
Ésta fue la tentación con que el demonio atormentó a Hugo por espacio de cuarenta años; pero el Santo salía siempre victorioso.
Llegado Hugo a Roma con el Legado, expuso al Sumo Pontífice, San Gregorio VII, su carencia de dotes y cualidades para ejercer dignamente el cargo de obispo que se le quería confiar, y además le hizo presente su aflicción y congoja a causa de la continuada guerra que le hacía Satanás.
Después añadió: «Mucho temo que, con esta tentación, quiera el Señor castigar aquella presunción que tuve de aceptar el obispado de Grenoble.» El santo Pontífice le consoló y animó con palabras de verdadero padre y pastor, y le exhortó a bajar la cerviz y aceptar la dirección y guía de aquella Iglesia, y a esperar en el Señor, que le daría la victoria sobre tan porfiado y cruel enemigo; porque con aquel fuego de tribulación y angustia se afinaría y resplandecería más el oro de la virtud, y que a la medida del trabajo de la pelea correspondería al de la gloria y corona eternas.
Estaba a la razón en Roma la condesa Matilde, señora no menos piadosa que poderosa, la cual, conociendo las bellas cualidades de que estaba adornado Hugo, le favoreció grandemente dándole ricos presentes y costeando todos los gastos de su consagración. Luego le regaló un báculo pastoral, un libro De Officiis de San Ambrosio y un salterio comentado por San Agustín.
Tuvo lugar la consagración de Hugo en Roma, y fue verificada por el Papa. Después de recibir la bendición del Padre Santo, se despidió el obediente obispo y partió para la capital de su diócesis. El pueblo le esperaba ya sumido en la más crasa ignorancia de los deberes del cristiano.
La tarea del nuevo obispo se presentaba llena de dificultades y erizada de enojosas espinas. El culto era escaso y los vicios señoreaban los corazones. «La simonía y la usura —dice Butler— parecían haberse llegado a considerar por inocentes, bajo piadosos disfraces, y reinaban casi sin oposición alguna. Muchas tierras pertenecientes a la Iglesia, estaban usurpadas por los legos, y las rentas del obispado hallábanse disipadas de tal modo que, cuando el Santo llegó a su diócesis, no encontró en ella con qué aliviar a los pobres, ni aun para subvenir a sus propias necesidades, a menos de recurrir a ilícitos contratos, práctica adoptada por los más, pero que él juzgó inicua».
Afligiose en gran manera el santo Prelado por este estado de cosas, pero supo mantener siempre firme su ánimo varonil y religioso. Puso en Dios su confianza y a Él acudió en demanda de favor. Ayunaba, oraba, lloraba y gemía en su divino acatamiento. Por otra parte, si a Dios rogaba, también con el mazo daba, pues no perdonó medio alguno para curar a aquel rebaño enfermo que Dios le había confiado, sirviéndose ya de la predicación colectiva, ya de la exhortación individual, ya haciendo en todo y por doquier el oficio de vigilante y solícito pastor.
Fácil es, pues, concebir con qué ardor se consagraría San Hugo a la reforma de costumbres. Prescribió ayunos generales, llamó al pueblo a la oración y a la penitencia, abrió de par en par las puertas de los templos, hasta entonces cerrados por falta de concurrentes, y atrajo las bendiciones del cielo con tanta abundancia, que al poco tiempo la diócesis estaba reformada: las costumbres morigeradas y la religión imperando en los corazones. Le bastaron dos años para llevar a cabo tan radical transformación. Desde entonces aquel pueblo empezó a mostrarse modelo de religiosidad y ventura.
A imitación de otros grandes santos, Hugo renunció secretamente a su obispado cuando juzgó que ya no hacía falta su presencia para restablecer el dominio de la justicia. Dejó, pues, la mitra, en el año 1082 se retiró al monasterio eluniacense de Domus Dei (Casa de Dios), en Alvernia, donde ingresó con la humilde condición de novicio. Tomó el hábito de monje y permaneció un año en aquella santa casa, dando a todos ejemplo admirable de todas las virtudes. Enterado el Sumo Pontífice de tal decisión, mandole, en virtud de santa obediencia, que volviese a tomar el báculo pastoral. Hugo, obediente y sumiso, abandonó la soledad que voluntariamente había abrazado, y regresó a Grenoble en medio de las aclamaciones del pueblo, que le amaba como a verdadero padre. Siguió predicando con el mismo celo que anteriormente, esparciendo doquier la semilla de la divina palabra con gran provecho para las almas, y siempre a la gloria de Dios.
El santo obispo de Grenoble tuvo un sueño muy singular. Pareciole que el mismo Dios se edificaba para Sí una habitación en el desierto de su diócesis, y que siete estrellas le indicaban el camino que a la nueva Casa de Dios conducía. A poco, vio llegar a su presencia siete varones que buscaban lugar adecuado para llevar vida eremítica.
Eran San Bruno y otros seis compañeros, en quienes Hugo reconoció aquellas siete estrellas de su pasado sueño. Acogiolos con bondad y los hospedó con generosidad. Luego les señaló un desierto que se hallaba en su misma diócesis, a donde los condujo el año 1084. Este desierto, llamado hoy aún Cartuja, está en el Delfinado, y dio nombre a la famosa y austera Orden fundada en él por San Bruno.
La conversación, el trato, la conducta suave y tranquila de estos siervos de Dios quedaron profundamente grabados en el corazón de Hugo, que todo su gozo ponía en visitarlos con frecuencia, para participar de sus penitencias y austeridades y emplearse en los servicios más humildes de aquella mansión, y aun así se consideraba indigno de vivir en compañía de tan santos religiosos. Eran a veces tan largas las estancias del obispo en la Cartuja, que San Bruno tenía que recordarle, con humildad suma, los deberes que reclamaban su presencia en Grenoble. «Id a las ovejas que el Señor os ha encomendado -le decía-, porque han menester de sus cuidados; pagadles lo que les debéis». Obedecíale Hugo como a su maestro y guía; pero después de pasar una temporada en medio de su rebaño, otra vez volvía a la Cartuja para edificarse y enfervorizarse con los santos ejemplos de los monjes.
Llevaba Hugo en su palacio vida tan austera y recogida como en la Cartuja, lo cual iba debilitando sus fuerzas. En cierta ocasión pretendió vender sus caballos en beneficio de los pobres, por creerse con fuerzas suficientes para hacer a pie la visita pastoral a los pueblos de la diócesis. Pero Bruno le disuadió, haciéndole ver cuán lejos estaban sus fuerzas de poder llevar a cabo tamaña empresa. Dios le probó, en efecto, con unos dolores muy fuertes de cabeza y estómago que le duraron cuarenta años.
Sus sermones eran siempre fervorosos y eficaces, pues los acompañaba de la plegaria y santidad de vida. No pretendía merecer fama de letrado, ni ser tenido por elocuente, sino que buscaba sólo la utilidad y provecho de las almas. Sus frutos eran seguros y admirables; algunos pecadores confesaban públicamente sus delitos y enmendaban su mala vida.
Durante las comidas se hacía leer las Sagradas Escrituras, cuyos párrafos más salientes hacía repetir dos o tres veces; experimentaba a ratos tan hondas emociones, y prorrumpía en tan abundantes lágrimas, que era necesario acabar la comida o interrumpir la lectura. Este mismo don de lágrimas le acompañaba cuando oía confesiones; los penitentes al ver que su Prelado y confesor lloraba tan amarga y copiosamente, se movían a dolor y enmienda de sus pecados.
Fue caritativo hasta la prodigalidad, si es que cabe ser pródigo con los desgraciados; distribuía todas sus rentas entre los pobres, no reservándose para sí más que lo estrictamente necesario para su frugal sustento; y cuando las rentas no bastaron, como aconteció en ocasión de una gran carestía, vendió su cáliz y sus anillos de oro, sus piedras preciosas y gran parte de sus ornamentos pontificales. Esta conducta del santo obispo resultó ser un acicate eficaz para los ricos, que sentían desvanecerse su avaricia y abrían también las manos en beneficio y provecho de los pobres.
La modestia de Hugo era extrema y casi exagerada, pero con ella salvaguardaba mejor la castidad, que era para él la flor más grata de su existencia. Ni el agradable timbre de una voz seductora, ni los hondos quejidos de un alma dolorida le hicieron levantar la mirada para conocer las facciones de la persona con quien hablaba; y llevó tan al extremo este recato, que, según los historiadores de su vida, no conocía ni el semblante de su propia madre. Ello revela cuán grande era la modestia de sus ojos y la pureza de sus pensamientos.
No menos empeño mostraba en refrenar sus oídos, para no escuchar murmuraciones. A este respecto solía decir «que bastaba a cada cual saber sus pecados para llorarlos, sin querer saber los ajenos y dañar su conciencia». Era enemigo de oír noticias y aun más de referirlas a otros; y reprendía a sus criados cuando los veía en francachelas y conversaciones inútiles.
Con todo el amor de su alma procuraba, con tiernas palabras, apaciguar los ánimos enemistados. Y si el caso lo requería se arrodillaba ante los querellantes y no se levantaba hasta conseguir su mutuo perdón.
La humildad fue también virtud grandemente practicada por Hugo. Sintió tan bajamente de sí, que decía que aun cuando tenía cargo y autoridad de obispo, carecía de los merecimientos que tal dignidad exigía. Y considerándose indigno del puesto que ocupaba, suplicó al Papa Honorio II que le depusiera, alegando su vejez y continuas enfermedades. Mas el Papa le contestó que aprovechaba más al pueblo él, anciano y achacoso, que otro de más salud y menos años. Reiteró su demanda a Inocencio II, sucesor de Honorio; pero tampoco pudo conseguir nada.
Corría el año del Señor de 1130 cuando Hugo tuvo que sufrir el conato de cisma suscitado por un discípulo suyo, llamado Pedro León, quien quería proclamarse Papa en contra del verdadero, que era Inocencio II. Reuniose un concilio en Puy donde fue excomulgado Pedro León. La copia de esta excomunión se envió a diversas partes de la cristiandad con la firma del obispo Hugo, lo cual fue causa de que el pretendido usurpador cayese en desgracia de todos y perdiera el crédito de que gozaba. La entereza y rectitud mostrada por Hugo en esta circunstancia son tanto más de admirar y alabar cuanto que estaba como obligado a Pedro León por varios servicios y favores de él y de su padre recibidos. Pero supo hacer prevalecer la verdad sobre la amistad.
Los últimos años de su vida fueron de sufrimiento continuo. Además de las penas morales, se hallaba agobiado con achaques crueles; sentía en su interior el hervor de las pasiones, como en plena juventud. Acudía al Señor con frecuentes plegarias y alcanzaba el triunfo. Estas victorias iban siempre acompañadas de un raudal de lágrimas, con que manifestaba su agradecimiento a Dios.
La vida laboriosa y los sufrimientos de la vejez iban agotando la existencia de Hugo. Una enfermedad larga y molesta vino a aumentar sus males, y desde aquel momento su salud fue declinando tan rápidamente, que le produjo una amnesia total de las cosas de la tierra; sólo recordaba, por gracia especial del Señor, las oraciones, salmos, himnos y demás preces que solía rezar cuando estaba sano, y que no interrumpió hasta la muerte. Lo cual no deja de ser raro y contrario al uso de nuestra naturaleza, la cual más fácilmente olvida las cosas espirituales que las temporales, y las que se aprenden en la ancianidad que las que nos enseñaron en la niñez o la juventud.
Aunque sufría los más acerbos dolores, jamás exhaló ni una sola queja; fue para cuantos le asistían y visitaban modelo acabado de paciencia y resignación. No se permitía ni el consuelo de publicar sus males, y pensaba más en los otros que en sí mismo. No cesaba de agradecer a los que le visitaban, y cuando se imaginaba haber causado la más leve desazón a alguien, quería ser reprendido al momento; pero como nadie se atreviera a ello, él mismo se adelantaba, confesando su falta e implorando la divina misericordia.
Estando ya muy avanzada la enfermedad, recibió la visita de un conde amigo personal suyo, a quien advirtió el Santo que no debía cargar a sus vasallos con tantos impuestos y censos, si quería que no le castigase Dios rigurosamente. Quedó el conde hondamente conmovido, pues Hugo le había descubierto los proyectos que a nadie había revelado aún, y ni siquiera pensaba llevar a ejecución.
Llegó, por fin, el día en que el enfermo había de recibir el premio a sus merecimientos y agraváronse extraordinariamente sus dolencias, que soportó con la resignación y paciencia que le caracterizaban. Encorvado su cuerpo por el peso de los años y deshecho por la enfermedad, entregó el espíritu al Señor el día primero de abril de 1132, Viernes de Dolores, a los ochenta años de edad y cincuenta y dos de su consagración episcopal.
Durante cinco días, es decir, hasta el martes de la Semana Santa, su cuerpo estuvo insepulto, por causa de la enorme afluencia de gente, y durante todo este tiempo conservose fresco y sin mal olor. Halláronse presentes a su entierro tres obispos y una multitud innumerable de pueblo, no sólo de la ciudad de Grenoble, sino venido de remotas comarcas. Tal veneración le tenían que llegaban a besarle los pies y a tocar su cuerpo con anillos, monedas, rosarios y otros objetos para guardarlos como preciosas reliquias. Fue sepultado en la iglesia de Santa María y allí es reverenciado por los fieles.
Numerosos fueron los milagros con que se dignó Dios ilustrar el sepulcro de este santo obispo.
Por mandato del papa Inocencio II, que lo canonizó y puso en el catálogo de los Santos, escribió su vida el Padre Diego Guigón, quinto prior de la Gran Cartuja.
Oración:
Señor, Tú que colocaste a San Hugo en el número de los santos pastores y lo hiciste brillar por el ardor de la caridad y de aquella fe que vence al mundo, haz que también nosotros, por su intercesión, perseveremos firmes en la Fe y en el amor y merezcamos así, participar de su gloria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo. Amén.