Por el Prof. Javier Barraycoa

 

La “ecología”, en cuanto que construcción mediática, se nos presenta como una opción indiscutible. La bonanza de intenciones, la lógica sencilla pero aplastante de sus argumentos o la facilidad de identificación con sus fines han cautivado a millones de personas. Por el contrario, pocas veces el gran público accede a una información que descalifique las posturas ecológicas. O, rara vez, el espectador pone en duda los argumentos y el espectáculo ofrecidos por los medios. No obstante, el cosmos ecologista es mucho menos idílico de lo que suponemos. El abanico de contradicciones se despliega en la medida que profundizamos en los principios y actitudes de ciertos movimientos ecologistas. Para algunos de estos, cuanto más elevado es el fin que dice defenderse, más justificada queda la perversión de los medios usados.

A modo de ejemplo, más que simbólico, podemos señalar el fraude del Jefe Seattle. El que ha frecuentado ambientes ecologistas no es raro que se haya encontrado, citadas hasta la saciedad, con las frases del Gran Jefe Seattle. A este jefe de las tribus Suquamisch y Duwamisch, se le atribuye un memorable discurso al Presidente de Estados Unidos que habría sido escrito en 1854. Frases enteras de ese discurso se pueden encontrar en carteles ecologistas o en multitud de publicaciones, constituyendo parte del imaginario ecologista. A todos nos suenan expresiones como: “La Tierra no pertenece al Hombre, el Hombre pertenece a la Tierra”; o quejas del estilo: “He visto mil búfalos pudriéndose en la pradera, dejados por el Hombre Blanco que les había matado desde un tren que pasaba”.

Dejando de lado que el ferrocarril, en la época del discurso, aún no había llegado a Seattle, se hace sospechosa una terminología ecologista excesivamente moderna para el siglo XIX. Con motivo del 125 aniversario de la muerte del jefe indio, una periodista de investigación, Paula Wissel, descubrió el fraude. El famoso texto no había sido escrito por él. En realidad había sido redactado en 1970, un siglo después, por el guionista de televisión Ted Perry. La cadena televisiva ABC emitía Home, un programa medioambiental, y Perry ensayó un texto para acompañar un reportaje sobre el Jefe Seattle. Los productores decidieron atribuir el escrito de Perry al Gran Jefe y así ha pasado a la historia del ecologismo. El propio periodista se vio sorprendido por la apropiación indebida, pero calló. Los silencios sobre la ecología son frecuentes. Esta corrección política es debida, entre otras cosas, al temor a poner en duda la finalidad del movimiento: salvar la Tierra. ¿Quién podría negarse a un fin tan excelso? Pero la relación de la naturaleza con el hombre no es tan sencilla. En esta relación no cabe el principio de igualdad. O el hombre se subordina a la naturaleza o la naturaleza al hombre. Y este es el drama de la ecología posmoderna.

 

La difícil definición de la ecología

En 1989, la prestigiosa revista Time declaraba personaje del año al «Planeta Tierra». Ese mismo año, el Ayuntamiento de San Francisco -ciudad progresista por antonomasia- aprobaba un reglamento municipal por el que a los «homeless» se les prohibía dormir en los parques. El argumento era ecológico, pues los pobres estropeaban la vegetación y atentaban contra el medioambiente. Esta es una de tantas incongruencias del nuevo espíritu ecológico que ha invadido las conciencias del mundo occidental: ¿debemos sacrificar al hombre para salvar el medioambiente?

La aparición de la ecología, en cuanto que valor posmoderno, está repleta de otras sutiles contradicciones. Los estudios sociológicos nos dicen que los habitantes de las zonas rurales no se sienten tan vinculados al sentimiento ecológico como los habitantes de las grandes ciudades. Entre éstos, la ecología arraigó primero en las clases altas y lentamente -por influencia mediática y mimética- ha sido acogida por la población urbanita más joven. Pero esta juventud, al menos en las encuestas sobre prácticas de ocio, declara que pasar un día en el campo es una de sus últimas opciones. Con otras palabras, la ecología no es un sentimiento propio de las gentes mayores que viven en ámbitos rurales y por tanto las que tienen hábitos más naturales. Por contra, la ecología es un valor al que se adhiere fácilmente la población joven, habituada a las modernas tecnologías, hiperconsumista y escasamente relacionada con el mundo natural real.

El sentimiento ecológico se ha ido extendiendo a lo largo y ancho de las zonas industriales y postindustriales. Alentado por ciertas elites, se ha trasformado más en una actitud simbólica que no en un principio que motive comportamientos coherentes. Frente a las propuestas radicales de los primeros ecologistas, que llamaban a abandonar la sociedad capitalista, la “ecología” se ha integrado en la cultura de masas. Como el que no quiere la cosa, ha quedado incorporada con suma facilidad a la sociedad de consumo. La austeridad que se reclamaba para salvar el planeta cayó pronto en el olvido. Hoy una parte importante del entusiasmo ecológico se traduce en un “consumir productos ecológicos”.

El ecologismo es una realidad compleja y no podemos encasillarla en una única forma de pensamiento o actitudes. Luc Ferry, en su obra El nuevo orden ecológico, distingue tres tipos de ecologismo. Por un lado el “antropocéntrico”, que  considera que en la relación entre el hombre y naturaleza el hombre es el protagonista. Por otro lado, Ferry describe un ecologismo activista que se ha ido especializando en la lucha por la “liberación animal”. En este movimiento se pretende “elevar” la dignidad de los animales a la altura de los hombres, buscando una “personalización” del animal. Por último, ha aparecido un ecologismo radical y “ecocéntrico”. Bajo esta perspectiva el hombre es reducido a una especie más, la más peligrosa e incluso se plantea su eliminación. Esta corriente es la denominada Deep Ecology. Aunque esta tercera versión del ecologismo es la más minoritaria, posiblemente es la vanguardia (en el sentido más leninista del término) del ecologismo.

 

Javier Barraycoa