Presbítero y Mártir.

Festividad: 22 de Marzo.

La ciudad de Ancira, hoy Angora o Ankara, es la ciudad más im­portante de Asia Menor. Este centro eminentemente industrial, asen­tado a orillas de un afluente del Sakaria, fue elegido en 1923 por capital de la República turca en sustitución de Constantinopla o Estambul.

Entre sus más puras e inmarcesibles glorias cuenta la de haber poseído en la persona del ilustre presbítero y mártir San Basilio, a un intrépido y celosísimo defensor de la religión cristiana. Desde luego, no hay que confundir a este paladín de la Fe con su contemporáneo Basilio, obispo de An­cira, personaje desgraciadamente de sospechosa doctrina y jefe de los semiarrianos, contra los que tuvo que sostener nuestro Santo los más reñidos combates.

En un ambiente malsano de lamentables y numerosas defecciones, este valeroso sacerdote llevaba vida irreprochable y santísima. Exacto cumpli­dor de los deberes de su estado, mostrose particularmente asiduo al minis­terio de la predicación; su palabra apostólica producía abundantes y ma­ravillosos frutos en la Iglesia de Ancira.

No le inquietaban en lo más mínimo las revueltas que la herejía suscitaba en su derredor, ni la perversidad de los adversarios que le espiaban deseosos de acusarle apenas hallaran en sus palabras o en su conducta el menor pretexto de que valerse para sus dañados fines. Consciente de sus sagrados deberes sacerdotales, se entregaba a ellos por entero con calma y serenidad tan admirable, que nada era capaz de alterarle.

Permitió la Providencia, para bien de muchos, que Basilio viviera en la época calamitosa en que el arrianismo hacía terribles estragos y conseguía los más deslumbradores triunfos. En íntima unión con los cristianos que estaban resueltos a todo trance a permanecer fieles a su fe, Basilio tuvo que luchar a brazo partido contra los autores de la herejía que, desgraciadamente, eran numerosos y poderosísimos en Ancira.

Ocupaba por entonces el trono imperial Constancio, tercer hijo de Cons­tantino. Este mal aconsejado príncipe, presentándose como decidido y po­deroso protector, hizo que en el sínodo arriano de Antioquía se condenara al ilustre San Atanasio, intrépido campeón de las doctrinas católicas contra los errores de Arrio; y en el año 342, prosiguiendo en su furia persecutoria, colocó en la sede de Constantinopla al intruso semiarriano Macedonio, a pesar de una sublevación popular que costó la vida a 3.150 personas, según refiere el historiador Sócrates.

Al amparo de tan poderoso protector, los arrianos de todas las ciudades de Oriente se sintieron amos. La persecución se dirigió contra los núcleos cristianos que habían permanecido fieles. Diéronse con tal motivo los espectáculos más lamentables: la sangre fue derramada sin piedad; los partida­rios de la causa católica tuvieron el dolor de ver sus templos destruidos, y sus bienes confiscados; muchos de ellos fueron condenados al destierro o a los suplicios del martirio.

Algunos arrianos moderados pensaban conciliar y satisfacer a la vez a católicos y arrianos, al emperador Constancio y al obispo San Atanasio. Proyectaban devolver la paz a la Iglesia y acabar con la persecución mediante la inserción de una sola letra griega, la i, en el discutido vocablo omoousios (consustancial), que lo trocaba en omoiousios. Cambio en apariencia de poca importancia, pero en realidad de suma gravedad.

Así, al admitirlo, en vez de decir: Jesucristo es una misma sustancia con su Padre, un mismo Dios; los semiarrianos decían: Jesucristo es de una sustancia semejante a la de su Padre. Era pacto entendido con el enemigo, una conciliación a todas luces inadmisible para el catolicismo. Basilio vio inme­diatamente el lazo que se tendía al pueblo fiel y, con el mismo celo con que había combatido ya al arrianismo formal, desenmascaró al semiarrianismo.

Viendo en él los amaños al más temible adversario de su secta, le prohibieron, en el año 360, la celebración de asambleas en las que enseñase la verdad; pero apoyado por los obispos de Palestina, no hizo el menor caso de aquella injusta prohibición y continuó combatiendo el error, aun delante del mismo emperador Constancio.

Al hereje Constancio sucedió el emperador Juliano, llamado el Apóstata. A su advenimiento al trono imperial, el paganismo, que tan humillado se había visto en el cristiano gobierno de Constantino el Grande y de sus tres hijos, reaccionó y volvió a sentirse fuerte.

El degenerado Apóstata manifestaba sin ambages su vergonzosa adora­ción y culto al Sol, y apoyaba hasta las más degradantes funciones del culto idolátrico. Viósele en ocasiones, revestido de las insignias y ornamentos pon­tificios, acarrear en persona la leña para el sacrificio, soplar y mantener el fuego, meter las manos en la sangre de las víctimas, cayendo en ridículo ante los mismos paganos, que calificaban su celo de impropio e intempestivo.

A los pocos días de su entrada en Constantinopla, el nuevo César ordenó que se volvieran a abrir los templos paganos y se restaurara el culto oficial de los falsos dioses. Más aún: con tal de pasar por restaurador y protector de la idolatría, presentose como el más fervoroso de sus pontífices. Hizo levantar un templo en su palacio y consagró los jardines a varias divinidades.

Alentados los gobernadores de las provincias con tal ejemplo, se enva­lentonaron y diéronse a reedificar templos, a celebrar los sacrificios, proce­siones y demás fiestas del paganismo.

Tanto en la lucha contra la religión pagana como en los combates contra la herejía, Basilio de Ancira fue hasta el fin el intrépido sol­dado de Cristo.

Lejos de acobardarse el celo del heroico presbítero ante los sacrílegos aten­tados de los triunfantes paganos, se elevó y encendió sobremanera.

Recorría la ciudad en todas direcciones y exhortaba a los fieles a luchar generosamente por la santa causa de Dios y a no contaminarse con las abominaciones y ceremonias de los idólatras.

Ello bastó para encender la cólera de los enemigos. Cierto día, mientras imploraba el auxilio del cielo con gemidos de dolor a vista de tantas iniquidades pedía a Nuestro Señor disipara a sus enemigos y aniquilara el im­perio del demonio, un pagano llamado Macario que le oyó, lo denunció al procónsul Saturnino.

Pocas horas después, el acusado comparecía ante ese magistrado. «Señor —dijeron los delatores—, aquí tenéis al que derriba nuestros altares, excita públicamente a oponerse a la restauración de nuestros templos y desde ha mucho tiempo habla contra nuestro divino emperador y contra su religión».

La actitud de Basilio ante sus acusadores fue resuelta e independiente. La primera pregunta que le hizo el procónsul fue si consideraba y creía como verdadera la religión establecida por el príncipe.

—¿La crees tú tal? —replicó el valeroso confesor de la fe—. ¿Es posible que tu juicio admita como dioses a estatuas mudas?

Saturnino prolongó el interrogatorio, pero no pudo conseguir del acusado más que respuestas breves, firmes y humillantes para él.

—El emperador a quien tanto adulas y ensalzas como a divinidad —le dijo Basilio— es, como los demás, de barro y limo de la tierra, y ha de caer sin mucho tardar en manos del Rey Supremo, ante quien nada son los reyes terrenos. Ese mismo Dios omnipotente destruirá en breve la impiedad que has restaurado.

El procónsul, con halagadoras promesas al principio, con amenazas des­pués, trató de conmover la constancia de Basilio. Desconcertado ante la inutilidad de sus tentativas y sintiéndose burlado por la resistencia de aquel débil sacerdote que despreciaba sus ofrecimientos, le condenó al tormento del potro; y, mientras el Santo sufría sus horrores, insultábale el procónsul diciendo:

—Aprende ahora lo que cuesta desobedecer al emperador. Otra vez te lo digo, obedece al príncipe y sacrifica a los dioses.

Como rehusara, fue conducido a la cárcel. Entretanto, se informó al emperador de cuanto había sucedido.

Juliano, desde su residencia de Constantinopla, envió a Ancira dos oficiales de alta graduación de su palacio, Elpidio y Pegasio, ambos apóstatas como él, recientemente afiliados al paganismo para compla­cer a su soberano.

Pegasio fue solo a la cárcel, esperando doblegar el ánimo de Basilio con seductoras promesas; pero éste ni se dignó siquiera responder a su saludo.

—¿Cómo puedo saludar yo —exclamó— al que traicionó a su Dios y a su Fe, al que en otro tiempo bebía ampliamente en el manantial de aguas vivas, que es Cristo, y ahora sacia su sed en los charcos de la iniquidad, al que en otro tiempo participaba de nuestros divinos misterios y ahora come en la mesa de Satanás; guía de las almas hacia la luz en otro tiempo, y hoy causa de su pérdida, caminando al frente de ellas hacia los tenebro­sos abismos del error? ¡Desventurado!; ¿qué hiciste de los tesoros que te fueron impartidos? ¿Qué responderás al Señor en el día supremo de su visita?

Pegasio, confundido, no supo responder palabra. Volviose avergonzado al procónsul y a su colega, a quienes contó su fracaso. Éstos, indignados, exigieron que en el acto compareciera ante ellos el preso; y Saturnino ordenó que así se hiciera inmediatamente.

Apenas lo tuvieron en su presencia, se le hizo extender nuevamente en el potro y fue sometido a mayores tormentos que la primera vez. Con la misma grandeza de alma que antes sobrellevolos el Santo, quien, cargado de cadenas, fue conducido de nuevo a la cárcel.

Entretanto, Juliano partió de Constantinopla para dirigirse a Antioquía, donde pensaba prepararse a la guerra contra los persas. Eran los primeros días de junio del año 362.

La marcha fue en extremo lenta, debido a que en todas las poblaciones de cierta importancia en que habían sido reedificados los templos paganos, las gentes se presentaban al emperador para suplicarle que sacrificara a los dioses, sabiendo que con ello complacían al Apóstata. Los letrados de la loca­lidad organizábanse en corporación para cumplimentar al príncipe, autor de numerosos escritos, cuya sabiduría ensalzaban exagerando la nota de la adu­lación. Juliano complacíase en hallar ocasión de hacerse admirar por la ele­gancia de sus discursos, cuantas veces se le ponía en trances de responderles.

Las distintas etapas del viaje fueron, pues, otras tantas escenas estudia­das, otras tantas arengas académicas, más largas, por cierto, de lo que hu­biesen querido sus cortesanos, quienes tenían que escuchar las declamacio­nes aparatosas de su soberano siempre en pie, aunque fuera bajo un sol abrasador. Pero la característica vanidad de Juliano encontraba en ello plena satisfacción, y había que complacerle. En vez de seguir la vía más directa para llegar a Antioquía, Juliano se apartaba de ella con visible satisfacción cuando calculaba que podría recibir nuevos homenajes. Así se explica su paso por Nicomedia y Pesinonte.

Al fin llegó a Ancira, donde salieron a su encuentro los sacerdotes paganos, llevando en andas el ídolo de Hécate: piadosa oficiosidad que les me­reció grandes e inmediatas recompensas y la promesa de fiestas y juegos públicos para el día siguiente.

Juliano hizo la más amable acogida a aquella simpática población. Su tribunal quedaba abierto a todos y él escuchaba con la mayor benevolencia las quejas, reclamaciones y solicitudes de toda especie. Eran una mansedumbre y dulzura calculadas, que se alteraban hasta la grosería cuando se presentaba algún asunto relacionado con la religión cristiana.

En estas circunstancias le fue presentado Basilio, como delincuente sacer­dote cristiano que perturbaba al país entero y que pocos días antes había sido encadenado por el procónsul. Los dos oficiales apóstatas, heridos en lo más vivo de su amor propio por el fracaso antes dicho, no habían parado hasta provocar una audiencia del prisionero con el emperador.

Basilio compareció en actitud santamente altiva y con semblante impasible.

—¿Quién eres tú —le preguntó Juliano— y cuál es tu nombre?

—¿Que quién soy? Pues óyelo bien —dijo Basilio—. Ante todo me llamo

«cristiano», y éste es un nombre gloriosísimo, ya que el nombre de Cristo es eterno y jamás podrá perecer. También me llamo Basilio, y con este nombre se me conoce entre los hombres. Pero conservando el primero tendré por recompensa la inmortalidad feliz.

Juliano, al ver la valentía y libertad con que se expresaba su interlocu­tor, sintiose gozoso, saboreando de antemano el feliz éxito que para él pre­veía en una interesante discusión que la ocasión le deparaba, para ser admi­rado por la aduladora asamblea que estaba en su derredor; y, afectando como primera medida sentimientos de compasión, dijo amablemente a Basilio:

—Te engañas, Basilio. Tú no ignoras que conozco bastante vuestros mis­terios. Pues bien, puedo asegurarte que aquél en quien tanto confías, murió —y bien muerto está— en la época en que Pilato gobernaba la Judea.

—No me engaño —replicó Basilio—. El que se engaña eres tú, emperador. Eres tú el que renunciaste a Jesucristo en el momento mismo en que te daba el imperio; pero te advierto en nombre suyo, que muy presto te quitará este imperio juntamente con la vida, y por ello conocerás, aunque demasiado tarde, quién es Aquel a quien abandonaste. Él derribará tu trono del mismo modo que tú derribaste sus altares. Te has gloriado neciamente de pisotear su santa ley, esa ley bendita que tú mismo habías anunciado tantas veces a los pueblos; pues bien, de igual manera será pisoteado tu cuerpo, y tu cadáver quedará insepulto al serle arrancada el alma en medio de atroces dolores y de la más espantosa desesperación (como, en efecto, sucedió en junio del año siguiente, estando en lucha contra los persas).

Toda la asamblea se sintió profundamente estremecida al oír estas amenazas que el acusado pronunció con sobrehumana seguridad y energía.

El emperador sintiose desconcertado y presa de incontenible furor. En el acto levantó la sesión y ordenó al capitán de la guardia, Frumencio, que castigase duramente a aquel insolente y le azotase sin compasión, si no sacrificaba prontamente a los dioses y no daba una satisfacción a la autoridad imperial ofendida.

Frumencio se sobrepasó en crueldad y aplicó al mártir la pena de flagelación con azotes más terribles, quizá, de lo que Juliano hubiese querido. Sin embargo, nada hizo éste para atemperar las órdenes dadas por su subalterno. El instrumento de tortura era de tal calidad, que a cada golpe desgarraba y hacía saltar un pedazo de carne. No había paciente que pudiera resistir más de seis o siete golpes por día sin perecer en el tormento.

Basilio soportó el primer desgarramiento de sus carnes con heroica paciencia. Al terminar pidió audiencia con el emperador. Frumencio, regocijado en extremo al ver el sorprendente efecto que su atroz castigo había producido y jactándose sobremanera de haber conseguido al fin doblegar el heroico valor de Basilio, quiso tener el gusto de informar personalmente al emperador de lo que pasaba.

Para hacer más solemne el triunfo que se prometían con ingenua anticipación, eligieron para sala de audiencia el templo de Esculapio, a fin de que el nuevo apóstata, dada su elevada calidad, pudiera sacrificar con el emperador y los sacerdotes.

—Pienso —dijo Juliano— que te has vuelto sensato y confío que habrás reconocido tu error y sacrificarás con nosotros.

—No lo creas —respondió Basilio—. He venido para enseñarte que tus pretendidos dioses no significan ni valen nada. Son simples estatuas de madera y, como tales, ídolos sordos, ciegos y mudos.

Luego, entreabriendo sus vestidos y arrancándose un pedazo de carne de sus terribles desgarraduras, lo lanzó al rostro de Juliano, diciendo: «Toma: aliméntate de mi carne; y bebe de mi sangre, pues que tan sediento estás de ella; por lo que a mí toca, me alimento del Cuerpo y Sangre de mi Dios y Señor, Jesucristo».

AI oír esto, lanzáronse sobre él los que le rodeaban y le arrastraron bárbaramente, mientras el emperador, pálido de cólera, lanzaba terribles mira­das al torpe cortesano que le había expuesto a tan denigrante humillación, introduciendo a aquel audaz prisionero, en el templo de Esculapio.

Estremecido Frumencio ante tan inesperado desenlace, comprendió que no había más que un medio para apaciguar a su soberano, irri­tado hasta el paroxismo. Temiendo se le hiciera responsable de lo que acababa de suceder, resolvió vengar de un modo ejemplar el ultraje hecho al emperador. Al día siguiente, sin esperar a que diera orden alguna el Apóstata, Basilio fue citado a presencia del verdugo. La crueldad ejerci­da con él fue horrorosa.

El capitán de la guardia hizo varios días repetidas tentativas para ven­cer al mártir, mientras le aplicaban nuevamente el suplicio de los azotes para dar pábulo á su furor. Pero Basilio permanecía inquebrantable en su firmeza: fue imposible alterar su constancia y heroicas disposiciones.

Finalmente, al despojarle de los vestidos para azotarle por última vez, se vio con asombro que todas las heridas precedentes habían desaparecido sin dejar huella alguna, y que el cuerpo aparecía sano, puro y hermoso, como pura y hermosa era su alma ante el Señor.

—Has de saber —dijo Basilio— que Jesucristo me ha sanado durante la noche. Anda, puedes ir a contárselo a tu amo Juliano para que sepa cuál es el poder del Dios de quien ha apostatado.

Furioso el verdugo, hizo extender a su víctima boca abajo con el fin de hincarle en la espalda puntas de hierro candentes. En medio de tan horri­bles tormentos, Basilio daba gracias a Dios: el amor que consumía su co­razón le hacía sobrellevar con gozo las atroces quemaduras que padecía en su cuerpo por el nombre de Cristo. Pensaba sin duda en aquellas palabras del real profeta: «¿Qué tengo que desear yo en el cielo ni en la tierra sino a ti, Dios mío? Tú eres mi herencia por toda la eternidad.»

Con estos admirables sentimientos expiró el 29 de junio del año 362. Los griegos y latinos celebran su fiesta el 22 de marzo.

Oración:

San Basilio de Ancira, en estos tiempos en los que la herejía y el paganismo han resucitado como cuando tú vivías, danos el valor y la fuerza suficientes como para enfrentarnos contra ellos por Cristo Nuestro Señor hasta el último aliento de nuestra vida si fuera menester, siguiendo tu santo y martirial ejemplo. Amén.

 

R.V.

R.V.