Esposo de la Santísima Virgen María y padre adoptivo de Jesús.
Patrón de la Iglesia Universal.
Patrón de los padres, de los carpinteros, y de la buena muerte.
Festividad: 19 de Marzo.
San José, esposo de la Virgen María y padre adoptivo del Niño Jesús, ocupa un lugar preeminente en el plan de la Redención. Como último patriarca de la Ley antigua y primero de la Ley nueva, su figura y su persona llenan la historia del mundo desde el principio hasta el fin de los siglos.
Abrahán, padre de los creyentes, representaba ya a José cuando, yendo a Egipto, decía proféticamente de Sara, la esposa bella entre todas, que era su hermana.
El antiguo José, hijo de Jacob, desterrado a Egipto por la maldad de sus hermanos, figuraba al nuevo José huyendo del furor de Herodes. Ambos varones justos llevan el mismo nombre e idéntico título: intendentes de la casa real, y ambos merecieron tan honrosa distinción por haber guardado y conservado la pureza.
En la Ley antigua habíanse prometido los bienes de la tierra a los siervos de Dios, y el antiguo José, desterrado en Egipto, sacaba de aquella nación trigo para los pueblos castigados por el hambre. En la Ley nueva, el nuevo José trae de Egipto, país del pecado, un trigo mucho más maravilloso.
Entre los muchos personajes que han servido al Espíritu Santo para figurar a José, citemos al prudente Mardoqueo, guardián y protector de la reina Ester, salvadora de su pueblo. Mardoqueo «fue el intendente de palacio» y el ministro del Rey. San José es el intendente de la casa de María, donde reina Jesús.
Anunciaban los profetas que el Mesías debía pertenecer a la raza de David, y su padre, aunque sólo era adoptivo, debía darle su filiación legal, así como su madre —madre virgen— le había de dar su descendencia según la sangre. Era, pues, necesario que José y María descendiesen de David. El Evangelio conserva ambas genealogías: San Mateo da la de José y San Lucas la de María. Después del Salvador la distinción de familias entre los judíos cayó en completa confusión, como si tal distinción no hubiese tenido otro objeto que señalar las genealogías de María y de José.
La opinión de muchos teólogos —y la más generalmente admitida— es que San José tuvo el privilegio, como Jeremías y San Juan Bautista, de ser santificado antes de su nacimiento. Cuando vino al mundo, su padre Jacob le puso, el día de la circuncisión, el misterioso nombre de José, que significa acrecentamiento y encierra la idea de la grandeza por excelencia.
Colmado de gracias desde el primer instante de su vida, San José estaba preparado para el sublime ministerio que debía ejercer cerca de Jesús, de María y de la Iglesia. Tal tesoro de gracias lo describe en pocas palabras la Sagrada Escritura al decir que «era justo», esto es, que poseía, según la definición de Santo Tomás, «esa rectitud completa del alma que consiste en la reunión de todas las virtudes». Es muy fundado pensar —dice Suárez— que San José ocupó el lugar preeminente en el estado de gracia entre todos los Santos.
Empero, si San José se vio colmado de riquezas espirituales, faltábanle las otras riquezas, pues, en Judea la abundancia de granos y la fecundidad de los rebaños eran la base de la jerarquía y de la fortuna, en tanto que la industria y el comercio, poco estimados entonces, eran patrimonio de los pobres, y ya sabemos que San José era artesano.
Su padre le formó y educó en las modestas labores del trabajo de la madera y del hierro, y le ejercitó en todo lo concerniente a su oficio de constructor de viviendas (San Agustín); José labró, con la ayuda de Jesús, yugos para uncir bueyes (San Justino) y, era Maestro en otros trabajos, pero la tradición universal nos dice que ejerció principalmente el oficio de carpintero y que Jesús aprendió con él a trabajar la madera. Él, que debía consumar nuestra redención en el madero de la cruz (San Juan Crisóstomo).
¿Qué sentiría allá en su corazón el bendito San José al oír que el Hijo de Dios le llamaba con el dulcísimo nombre de padre? ¡Misterio sublime de sólo Dios conocido! Y en verdad que José era padre de Jesús, si no en cuanto a la sustancia, sí en cuanto a las funciones y prerrogativas.
Tocante a las circunstancias de los desposorios de San José con María Santísima, podemos optar por la opinión más común, que sostiene que María debió perder a sus padres cuando aun estaba en el Templo, y que el Sumo Sacerdote en persona hubo de encargarse de colocar a la joven al cumplir los quince años. Hay que dar por seguro que San José no era ni anciano ni hombre ya maduro, sino antes un joven cuya edad estaba en relación con la de María Santísima.
Lleváronse a cabo estos desposorios por manifestaciones directas de la voluntad divina, y cada consorte guardó preciosamente los secretos del Rey de la Gloria, que había acogido sus promesas de virginidad. Esta unión, bella a los ojos de los ángeles, debía —dice San Jerónimo— poner a cubierto el honor de María ante los hombres y ocultar a los demonios el parto virginal. Muy por encima de los demás desposorios, fue éste el prototipo de la unión mística de Jesucristo con la Iglesia, según hace notar San Ambrosio, y en ese día tomaba San José posesión del título de Patrono de la Iglesia universal.
San José esperaba al Mesías, y sabía que nacería de su estirpe, pues no ignoraba las profecías; pero era tal su humildad que no podía sospechar que su pobre casita había de ver al Salvador esperado.
A no mucho tardar se presentó el ángel Gabriel a María y le anunció el gran misterio de la Encarnación del Verbo en sus purísimas entrañas. La morada de José trocose entonces en el santuario más augusto del universo. José, empero, por divino beneplácito, ignoró entonces los misterios que allí se realizaron.
Entretanto, la Santísima Virgen fue a visitar a su prima Santa Isabel, porque el ángel le había revelado que había concebido en su vejez; San José, custodio de María, la acompañó sin demora y sin oponer el menor reparo. Ese viaje de veinticinco leguas era penosísimo en aquel tiempo y en aquellas circunstancias.
Según la costumbre de Oriente, mientras la Santísima Virgen fue recibida por Santa Isabel en la habitación de la casa reservada a las personas de su sexo, San José saludó a Zacarías, y no asistió al Magnificat ni a las íntimas expansiones de estas dos venturosas madres colmadas de bendiciones divinas; sus palabras le habrían revelado el misterio que debía ignorar aún.
A la vuelta de tan venturoso viaje, siendo ya el tercer mes de la Anunciación, sobrevínole a San José una turbación penosísima y violenta, la prueba más cruel de su vida. Consiguió dominarla, y, aunque no podía explicarse lo que veía, tampoco dudó de la santidad de su esposa; mas para no difamarla, resolvió dejarla secretamente. Apiadose el Señor de sus angustias, más crueles que las de Abrahán al ver a su hijo Isaac en la pira, y, apareciéndosele un ángel durante el sueño, le dijo: «José, hijo de David, no tengas recelo en recibir a María tu esposa, porque lo que se ha engendrado en su vientre es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús —esto es, Salvador-; pues Él es el que ha de salvar a su pueblo de sus pecados» (Mat. I, 20-21).
Sabía que María había advertido sus zozobras y angustias, y por eso la hizo partícipe de la comunicación celestial: aconteció entonces algo consolador y placentero como en la Visitación.
En la Visitación, María no había declarado el secreto del Señor a su prima, pero el Señor se dignó revelarlo mediante un milagro, e Isabel fue la primera que habló de ello; de igual manera, en esta ocasión, María guardó el secreto, pero el ángel lo reveló y José comenzó a hablar, pronunciándose entonces otro Magnificat, cuyo texto el cielo ha guardado. ¡Dichosas las almas que dejan a Nuestro Señor el cuidado de manifestar su gloria! El periodo de felicidad y de alegría que precedió al nacimiento del Salvador, no fue de larga duración para los dos santos Esposos.
Habiendo dado un edicto el César de Roma, para que se hiciese el empadronamiento de su pueblo, José, modelo perfecto de obediencia, se sometió al momento a las prescripciones imperiales y partió para Belén, de donde era originaria su familia, con María próxima ya a su alumbramiento. Iba la Virgen en un asnillo y José llevaba el buey. Nada tan modesto como esta caravana ni nada más grande. El asno que llevaba a la Madre y al Niño figuraba al pueblo judío; el buey, según las palabras de Isaías, iba a reconocer a su amo, bos cognovit possessorem suum.
En las hospederías de Belén no hallaron sitio donde albergarse, «y los suyos no le recibieron». Así, pues, cumplidas las prescripciones del empadronamiento, que se hacía en la misma casa de la familia de David, anduvieron a la ventura por los contornos. Dios velaba, sin embargo, por su Hijo, como lo hace por cada uno de nosotros. A doscientos pasos de la ciudad, por el oriente, vieron una gruta bajo las rocas que sostienen las murallas del recinto: era una de tantas cuevas como hay en Judea, donde se albergan los pastores en las noches de invierno.
Era sábado, 24 de diciembre. José se durmió a la entrada de la cueva; María, allá en el fondo, aguardaba en éxtasis los acontecimientos que Dios preparaba. Era la medianoche cuando nació el Mesías, a quien saludaron los ángeles y adoraron los pastores, avisados por un emisario celestial. A éstos los recibió José y los condujo a María, quien les mostró al Niño, acostado en un pesebre como espiga madura sobre la paja. No en vano el misterio se realizó en Belén, cuyo nombre significa «casa del pan».
Cuando se cumplieron los ocho días, Jesús fue circuncidado. José, según los privilegios del padre, fue el sacrificador que derramó las primicias de la sangre divina (San Efrén); y tuvo el honor insigne de poner al Niño el nombre de Jesús, revelado por el ángel.
Corría el mes de enero cuando se detuvo una estrella sobre el establo, y tres Reyes Magos, venidos del Oriente, solicitaron de José licencia para adorar al Niño. Lo que con tal ocasión refirieron excitó la admiración de la Sagrada Familia; obsequiáronla los Magos con ricos presentes, que José llevaría a Egipto o tal vez daría a los pobres. Sea como fuere, a los cuarenta días del nacimiento de Jesús, se presentó la Sagrada Familia en el Templo para cumplir la ley de la purificación. Para rescatar al que es Dueño del mundo sólo ofrecieron las tórtolas de los pobres y no el cordero de los ricos.
José asistió al Nunc dimittis del anciano Simeón y oyó las profecías, aunque su corazón no había de verse traspasado por la espada del dolor como el de María.
Pasada la Purificación —2 de febrero—, la Sagrada Familia volvió a Nazaret, según refiere San Lucas; pero créese que este traslado no fue definitivo, sino que muy pronto volvieron a Belén, que tan dulces recuerdos evocaba en su mente y donde contarían ya con muchas simpatías. Poco después el ángel apareció de nuevo en sueños a José, diciéndole: «Levántate, toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto, y estáte allí hasta que yo te avise, porque Herodes ha de buscar al Niño para matarle».
José despertó a María y partieron inmediatamente. Era tiempo. La noticia de los sucesos de la Purificación y el regreso de los Magos a su tierra por otro camino, habían excitado las sospechas de Herodes y estaba para dar el cruel edicto de degollar a todos los niños varones de Belén y su comarca. En el camino del destierro supo José el degüello de los niños asesinados por causa de Jesús, y estrechó al Salvador con más amor entre sus brazos.
Lo único que de este viaje sabemos con certeza, es su larga permanencia cerca de Heliópolis —la ciudad del sol—, donde se ve todavía el árbol de Jesús y de María; transcurrieron dos o tres años —siete dicen otros— antes que el ángel dijera a José: «Levántate y toma al Niño y a su Madre, y vete a la tierra de Israel, porque ya han muerto los que atentaban a la vida del Niño».
Levantose José y partió. Sin duda, durante esa larga permanencia en Egipto habían allegado recursos y organizado su casa; pero todo lo dejó al instante, cumpliendo la antigua profecía de Oseas que dice: «De Egipto llamé a mi Hijo». Supo José que Arquelao, heredero de la crueldad de Herodes, continuaba los degüellos, y el ángel le advirtió que no fuese a Jerusalén, sino que volviese a Nazaret de Galilea, donde encontró intacta su casita. En ella pasó Jesús los años de su vida oculta.
El que había de llamarse Nazareno, quiso pasar allí su vida oculta, retirado en el taller de San José. Con el tiempo edificose una iglesia suntuosa en el taller en donde José trabajaba ayudado por el adolescente Jesús, y que estaba separado de la casa en donde tenían la habitación.
El Evangelio nos refiere que cuando Jesús cumplió los doce años, José, que iba solo a Jerusalén en las tres festividades más señaladas, llevó por primera vez, siguiendo la costumbre de los judíos, al Niño y a su Madre; asistieron durante ocho días a las ceremonias pascuales que figuraban la Pasión y se hospedaron en una casa próxima al Calvario.
Terminada la semana, los peregrinos de Jerusalén partieron de la Ciudad Santa por grupos, yendo, como se acostumbraba en Judea, las mujeres separadas de los hombres. Los adolescentes se juntaban indistintamente con el padre o con la madre, de forma que María creía que Jesús iba con José, en tanto que éste se figuraba que estaba con María.
Cuando al caer de la tarde se juntaron los padres en la hospedería, fue grande el dolor que ambos sintieron; el Niño Jesús se había perdido.
Preguntan a unos y a otros; vuelven a Jerusalén; le buscan por todas partes; entran en el Templo a implorar el auxilio de Dios, y allí fue donde al tercer día hallaron al que también al tercer día debía resucitar glorioso y triunfante. Jesús estaba sentado en medio de los doctores a quienes, ora escuchaba, ora preguntaba, dejándolos atónitos por su sabiduría.
—Hijo mío —dijo María, dominando su asombro—, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira como tu padre y yo, llenos de aflicción, te hemos andado buscando.
—¿Por qué me buscabais? —les respondió Él—. ¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?
Palabras que José y María meditarían durante muchos años. El Niño crecía en ciencia y en sabiduría y les estaba sumiso, et erat subditus illis. Esto es cuanto sabemos de los dieciocho años que siguieron a este paso de la vida del Salvador, pues esta parte de la vida de San José, cuya gloria sólo en el cielo nos será revelada, mereció compartirse con la oscuridad de la vida de Jesús y como ella permaneció ignorada de los hombres.
¿Cuándo murió San José? No se sabe con certeza. Hay quienes suponen que fue poco antes del bautismo de Nuestro Señor por el Precursor y explican las exclamaciones de la muchedumbre que llama a Jesús: el hijo del carpintero, por el recuerdo vivo aún del santo Patriarca. Otros, apoyándose precisamente en las observaciones de los compatriotas de Jesús: «¿No es éste el hijo del carpintero?», referidas por San Mateo, ponen la muerte de San José mucho más tarde. Sin embargo, es indudable que San José murió antes de la Pasión del Señor.
La muerte del bendito Patriarca fue dulce y tranquila, expiró en los brazos de Jesús y de María, probablemente en Jerusalén, adonde había ido por última vez en peregrinación, con motivo de la Pascua, pues la tradición pretende que fue enterrado en el valle de Josafat.
Tuvo este santo Patriarca todas las virtudes en grado sumo: ardiente fe, grande esperanza y encendida caridad; virginal y celestial pureza, profundísima humildad, perfectísima obediencia, rara sencillez, singular prudencia, maravillosa fortaleza y constancia, increíble paciencia y mansedumbre, vigilancia cuidadosa, solícita providencia, y un silencio tan extraño, que no leemos en todo el Evangelio que San José haya hablado palabra alguna. Porque no era hombre de palabras, sino de obras; y estaba tan absorto en la contemplación del sumo bien que tenía consigo, y tan transportado de aquella altísima admiración —dice San Lucas— que tenía al considerar y rumiar lo que veía en el Niño y oía de Él, que estaba como mudo, hablando con solos los sentimientos, afectos y obras, reverenciando con tanto silencio, aquello que le causaba tan inefable admiración.
«El ideal de San José fue someterse a la voluntad de Dios; bendecir al que da la pobreza o la abundancia; cerrar el corazón a todo sentimiento que no emanara del cielo; mirar con indiferencia los bienes tras los cuales corre el mundo desatentado; ver la tierra, no como patria definitiva, sino como lugar de tránsito donde el hombre, soldado del deber, conquista, a costa de su sangre, inmortales destinos. Podía San José llevar corona como sus abuelos…; pero a todo prefirió la oscuridad de su hogar, sabiendo hacer lo que es más difícil y meritorio: vivir oculto e ignorado.» (Calpena).
Finalmente, fue tan acabado y perfecto San José, que más se podía llamar varón divino que hombre mortal; y a la medida de su caridad y altos merecimientos, recibió el galardón y la corona de la gloria.
Una piadosa opinión, apoyada por varios Padres de la Iglesia, sostiene que San José resucitó a la muerte de Cristo, cuando se abrieron muchos sepulcros, y que el padre adoptivo de Jesús subió luego al cielo en cuerpo y alma con el Divino Salvador.
El nombre de San José permaneció olvidado —digámoslo así— por mucho tiempo y su culto se ha extendido poco a poco en la Iglesia. A últimos del siglo XV, el Papa Sixto IV incluyó la fiesta de San José en el Breviario y en el Misal Romano, y Gregorio XV la declaró obligatoria para la Iglesia entera, con rito de doble menor, el 8 de mayo de 1621. En nuestras Españas hizo mucho para propagar la devoción a San José la gloriosa Santa Teresa de Jesús, que escribió: «No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. A otros Santos parece que les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; de este glorioso Santo tengo experiencia que socorre en todas» (Libro de la Vida, capítulo VI). Gran propulsor fue igualmente el padre Baltasar Álvarez, el cuál declaró que estando en Loreto orando a Nuestra Señora, le recomendó que fuera gran devoto del glorioso San José.
Los últimos Papas, especialmente, han contribuido en gran manera al florecimiento del culto a San José. Pío IX el 8 de diciembre de 1870 proclamó al santo Patriarca Patrono de la Iglesia universal y mandó celebrar su fiesta con rito doble de primera clase. León XIII exhorta repetidas veces al pueblo cristiano a que acuda a su poderosísima intercesión. Pío X aprueba el 18 de marzo de 1909 las letanías en honor del santo Patriarca y autoriza su rezo público. Benedicto XV, por decreto del 9 de abril de 1919, aprueba el Prefacio propio para las misas que se celebren en honor de San José. Finalmente, la costumbre de dedicar un mes del año —marzo— a honrarle, se halla, difundida hoy por toda la Cristiandad.
Su colosal figura se agranda y agiganta conforme se avanza en su estudio, y va apareciendo en todo su esplendor para consolar al triste, sanar los corazones ulcerados, alentar a los trabajadores, aliviar nuestras penas, apartar de nosotros envidias, egoísmos, rencores y venganzas, y extinguir nuestra sed de placeres.
La oración siguiente dedicada a San José demuestra la antigüedad del culto al padre adoptivo de Jesús. Encontrada en el año 50, en 1505 fue enviada por el Papa al emperador Carlos cuando estaba yendo a la batalla de Lepanto contra el Turco para que no fuera derrotado.
Oración:
¡Oh San José!, cuya protección es tan grande, tan fuerte y tan inmediata ante el trono de Dios, a ti confío todas mis intenciones y deseos.
Ayúdame, San José, con tu poderosa intercesión, a obtener todas las bendiciones espirituales por intercesión de tu Hijo adoptivo, Jesucristo Nuestro Señor, de modo que, al confiarme, aquí en la tierra, a tu poder celestial, Te tribute mi agradecimiento y homenaje.
¡Oh San José!, yo nunca me canso de contemplarte con Jesús adormecido en tus brazos. No me atrevo a acercarme cuando Él descansa junto a tu corazón. Abrázale en mi nombre, besa por mí su delicado rostro y pídele que me devuelva ese beso cuando yo exhale mi último suspiro.
¡San José, patrono de las almas que parten, ruega por mi! Amén.
R.V.