Viuda, Monja y Fundadora de las Oblatas de Santa María.

Festividad: 9 de Marzo.

 

Cándida virgen, esposa abnegada, amabilísima hermana, madre tierna a durísimas pruebas sometida, Santa Francisca Romana llevó vida santa en todos esos estados y llegó a ser la fundadora de una familia religiosa que perdura desde hace siglos, aunque sus miembros no se hallen ligados por los votos de religión.

Ejerció su apostolado entre las mujeres del gran mundo y ofreció asilo a las patricias de Roma que no sabían dónde defender su virtud en el turbulento siglo XV. Toda su vida y toda su actividad se desenvolvieron en la Ciudad Eterna; es «Romana» por excelencia y lleva bien su nombre.

Francisca nació en Roma en 1384, en el pontificado de Urbano VI. Su padre, de familia patricia, se llamaba Pablo Bussi, y su madre, Jacobita Rofredeschi. Bautizáronla luego de nacida en la iglesia de Santa Inés de la plaza Navona.

Desde su más tierna infancia notáronse en ella indicios de su futura santidad. Había aprendido en los brazos de su madre el Oficio Parvo de la Santísima Virgen y desde entonces lo rezó cada día.

Mansa y humilde de carácter, Francisca no manifestaba gusto ninguno por las novedades y curiosidades del mundo; todas sus preferencias iban hacia la soledad y expiaba las menores faltas con severas penitencias. Frecuentaba la iglesia de los benedictinos Olivetanos en el Foro, donde vivía el Padre Antonello, su director espiritual, que lo había sido de su madre. Doce años había cumplido, cuando se postró ante el altar de la Virgen Santísima, y ofreció su castidad a Jesús, con el corazón henchido de amor.

Una infancia como la suya, pasada en el mayor recogimiento, en la unión con Dios, y en la práctica de la mortificación cristiana, era la mejor disposición para consagrarse a Dios y entregarse a los divinos desposorios con Jesucristo. Con el consentimiento de su confesor manifestó a sus padres los anhelos de su corazón. Pero el señor Bussi de­claró que no la dejaría jamás entrar en un monasterio y le notificó que ya le tenía elegido esposo. Lágrimas y súplicas fueron inútiles. Francisca tuvo que someterse e hizo de su aceptación un acto de virtud. Lorenzo Ponziani, joven virtuoso y de noble familia, debía hallar en ella una esposa modelo.

Dejó Francisca la casa paterna situada en el centro de Roma, para seguir a su marido al Transtévere, donde los Ponziani tenían su palacio. La Providencia le deparó una dulcísima alegría. Bajo el mismo techo, halló Francisca en la persona de su cuñada Vannozza, la más cariñosa de las hermanas, la más abnegada de las amigas y la más discreta de las confidentes. Su intimidad debía durar más de treinta años.

Poco tiempo después de su matrimonio, Francisca enfermó. Ya llevaba un año entero clavada en el lecho del dolor sin que su paciencia se hubiese desmentido un solo instante, cuando una noche se llenó su cuarto de extraordinario resplandor y se le apareció un joven de incomparable belleza. «Soy Alejo —le dijo—, y Dios me envía a ti, fiel sierva de Jesucristo, para devolverte la salud.» Extendió sobre la cama de la enferma una túnica de tisú de oro y desapareció. Al instante Francisca se levantó curada, corrió a la habitación de su cuñada Vannozza, la despertó sobresaltada y le contó el milagro: «Démonos prisa —añadió— y vayamos a dar gracias al Santo», y ambas se encaminaron a la iglesia de San Alejo, donde dieron rienda suelta a la gratitud de sus almas.

Desde aquel momento llevó Francisca una vida más santa todavía, y Vannozza llegó a ser la compañera de todas sus obras de piedad y misericordia. Las dos jóvenes se construyeron un retiro en el fondo del jardín. Allí pasaban todos los momentos de libertad que les dejaban los deberes de su estado. Hallándose un día en la ermita a solas con Dios, terminados los primeros puntos de la oración, recreábase con piadosos coloquios. Van­nozza dijo a Francisca: «Si Dios nos concediese la gracia de ser un día ermitañas, ¿cómo nos las compondríamos, hermana mía? ¿Dónde halla­ríamos con qué alimentamos?» Francisca respondió: «Cuando estemos en el desierto, iremos en busca de frutas y raíces, y Dios hará que hallemos las que hayamos menester para nuestro sustento.» Apenas acababa de pro­nunciar Francisca estas palabras, de un árbol cercano cayeron al suelo dos hermosas manzanas, sin ser el tiempo de ellas, puesto que se hallaban en abril. Así les daba a entender el Señor cuán agradable le era su piedad y que nunca abandona a los que le sirven con amor y confianza. Pero no las llamaba Dios a la vida eremítica.

En 1401 murió su suegra Cecilia, y Francisca, no obstante su extrema juventud, se tuvo que encargar del cuidado de la casa. Ocupábase de los sirvientes, y exhortábalos a vivir en el temor de Dios; sus palabras producían en aquellas almas frutos de vida eterna.

Quitaba a su marido todos los malos libros y se los quemaba; más de una vez oyeron los criados el ruido que en tales ocasiones hacían los demonios, irritados.

Vannozza cayó enferma y Francisca la cuidó con toda la ternura que unía a aquellas dos almas ligadas por el más puro amor de Dios. Manifestó Vannozza el deseo de comer cierto pescado y Francisca estaba desconsolada por no poder complacerla. De repente cayó a sus pies aquel pescado tan deseado y, cuando Vannozza comió de él, quedó curada.

Los criados de Francisca tenían orden de no despedir jamás a ningún pobre sin socorrerlo, pero un año en que la escasez era extrema, temiendo Lorenzo que la caridad de su mujer acabase por reducirlo a él mismo a la mendicidad, le quitó las llaves del granero, retiró lo necesario para el sustento de la familia y vendió lo restante. Algunos días después, halló en el mismo granero cuarenta medidas de trigo candeal. Iluminado por tal prodigio, dejó desde entonces a su mujer completa libertad de distribuir limosnas con largueza. En otra ocasión volvió a hallar completamente lleno un tonel de vino añejo que había vaciado para aliviar a los enfermos.

Francisca tuvo dos hijos: Juan Bautista, que nació en 1400, y Evangelista, en 1403, y una hija, Inés, que nació en 1408. Juan Bautista se casó y transmitió a su posteridad el honor y la bendición de una santa. Evan­gelista vivió como un ángel. No pensaba más que en el cielo y no hablaba más que de Dios. Sus deseos no tardaron en verse cumplidos, porque murió de la peste en 1411, a la edad de 9 años.

A la fe que nuestra Santa cumplió perfectamente la primera obligación de toda madre cristiana: cuidar ella misma de sus hijos. Si todas las madres la imitasen no tendríamos que deplorar tantos males en la sociedad actual, ebria de materialismo y de placeres. ¡Feliz la mujer que, como Francisca, tiene fijo el pensamiento en Dios, en su alma y en su hogar!

Además del ángel de la guarda que todos tenemos y a quien Dios ha confiado el cuidado de guiarnos, había dado a Francisca un ángel encargado de reprenderla. Era ese ángel muy severo, y a la menor falta, la pe­gaba, aun delante de otros, El ángel permanecía invisible, pero todos los presentes oían los cachetes.

Iba a cumplir Inés cinco años. Una noche, mientras dormía profundamente, su madre vio aparecer una paloma que llevaba en el pico una vela encendida; acercóla a cada uno de los sentidos de la niña como para darle la Extremaunción y la palomita desapareció. A la noche siguiente iluminó el cuarto una luz resplandeciente y el tierno Evangelista se apareció a su madre. Junto a él se hallaba un joven más resplandeciente aún. La dichosa madre, no pudiendo contenerse, quiso estrechar a su hijo contra su corazón, pero era impalpable y tuvo que contentarse con verle y oír su voz. «Nuestra única ocupación —le dijo el niño— es contemplar el abismo infinito de la bondad de Dios, alabarle y bendecirle. No podemos tener dolor alguno y gozamos de paz y dicha eternas. Éste —añadió mostrando al joven que le acompañaba— es un arcángel. Os lo envía Dios para que sea vuestro consuelo durante el resto de vuestra peregrinación en la tierra. Mi hermana Inés morirá pronto, pero consolaos, porque vendrá a juntarse conmigo en la gloria.»

Inés murió, en efecto, poco después. Desde entonces, su santa madre gozó constantemente de la presencia del arcángel. Le rodeaba una luz celestial tan intensa y resplandeciente, que las pupilas de Francisca apenas podían soportarla.

Lorenzo Ponziani, testigo constante de las virtudes de su esposa, y de las gracias extraordinarias con que el cielo la favorecía, quiso que esta mujer privilegiada perteneciese sólo a Dios. La consideró en adelante como su hermana y le suplicó solamente que no le abandonara y continuase gobernando la casa. Francisca, muy feliz en apartarse enteramente del mundo, se despojó de sus ricos vestidos, los vendió y empleó el dinero en socorrer a los indigentes. Después se hizo ropa de tela tan ordi­naria, que sus criadas se hubieran avergonzado de llevarla; pero, si las valiosas piedras no adornaban su traje, como el de las damas romanas, las inapreciables joyas de sus virtudes despedían vivos destellos de her­mosa luz. Edificaba con ellas, y varias señoras y jóvenes de la nobleza ita­liana siguieron su laudable ejemplo, labrando así la felicidad de sus familias.

Para más humillarse, iba todas las mañanas a las viñas que tenía en las afueras de la ciudad, recogía un haz de sarmientos y, poniéndoselo en la cabeza, lo llevaba a alguno de los muchos pobres que socorría en Roma.

Un año azotó el hambre horriblemente: Francisca, en compañía de Vannozza, fue de puerta en puerta pidiendo limosna para los pobres. Recibíanlas de ordinario harto mal; llenábanlas, a veces, de injurias y aun llegaron a maltratarlas de hecho; pero ellas se consideraban dichosas en sufrir por Jesucristo.

Dirigíase un día el clero de Roma a la basílica de San Pablo, y seguían los fieles formando numerosos grupos. Vio Francisca a la puerta de la Iglesia y sentados en un madero, una larga fila de pobres que pedían limosna. Púsose entre ellos y tendió la mano, implorando como ellos; sintióse llena de gozo al pensar que habría ciertamente entre los asistentes muchas per­sonas principales de Roma ante las cuales así hollaba el respeto humano.

A tantas humillaciones unía Francisca numerosas mortificaciones. No bebía vino y hacía una sola comida al día. Nunca comía carne, ni huevos, ni pescado, ni lácteos. Llevaba un cilicio sobre su carne. Ceñía su cuerpo con un aro de hierro que le causaba sangrientas heridas. Tenía unas disci­plinas armadas de puntas y se servía de ellas sin miramiento ni contemplación.

La pasión de Nuestro Señor era el objeto constante de sus meditaciones y causa de su inconsolable dolor. Lloraba sus faltas y las de los pecadores con toda la amargura de su alma, y Dios, por una gracia singularísima, de tal modo le hizo sentir los sufrimientos de la cruz, que experimentó con fre­cuencia violentísimos dolores en su mismo cuerpo. Hasta llegó a formarse sobre su corazón una llaga milagrosa de la que fluía abundante agua.

Empleó treinta años de su vida en servir a los pobres: iba casi todos los días a visitarlos en los hospitales, curaba sus llagas, lavaba y remendaba sus ropas y ayudó con dinero a un sacerdote para que pudiera asistir a los moribundos.

Por entonces, la miseria, el hambre, la peste, consecuencias de la guerra civil, desolaban a Roma. Lorenzo Ponziani, oficial de las tropas pontificias, tuvo en dos ocasiones parte activa en la defensa de Roma contra las tropas del Rey de Nápoles. En 1408, quedó gravemente herido; en 1413, tuvo que huir al destierro. En ambas circunstancias vio su casa saqueada, confisca­dos sus bienes, maltratados sus criados, y su hijo, el tierno Juan Bautista, tomado en rehenes. Francisca aceptó esas dolorosas pruebas con paciencia y resignación heroicas, muy segura de que la Madona de Ara Coeli protegería a sus seres queridos. Poco después tuvo el grandísimo dolor de perder a su querida Vannozza y al Padre Antonello, su director espiritual.

Francisca arreglaba las disensiones, combatía la vanidad de las mujeres, predicaba el amor a Dios y a los pobres, y con sus palabras persuasivas, convertía increíble número de almas. Con el deseo de aumentar este bien y ganar más almas para Dios, propuso a unas amigas suyas formar una cofradía. «Creo —les dijo— que haríamos una obra muy agradable a Dios, si nos consagrásemos todas a su Madre Santísima, fun­dando una cofradía en honor suyo.»

Esta cofradía dio su fruto, y, sin que Francisca se lo hubiese propuesto, fue el origen de la Congregación de Oblatas, llamadas así porque hacen obla­ción u ofrenda de sí mismas a Dios. Tomaron el título de Santa María la Nueva, de la iglesia elegida como centro de su devoción.

Al principio sólo fue una asociación de mujeres piadosas dedicadas al culto de la Santísima Virgen y al trabajo de la propia perfección. Pero más tarde dio Dios a su fiel sierva luces para el establecimiento de una Congregación que siguiera la regla de San Benito.

La víspera de Navidad de 1433, el Niño Jesús descendió a los brazos de su fiel sierva y la acarició tiernamente. Vino luego San Pedro, acompañado de San Pablo y San Benito, y le dio avisos y consejos muy por menudo para la fundación de su Congregación religiosa.

Así, sobrenaturalmente instruida y guiada, Francisca, a pesar de todos los obstáculos suscitados por el demonio, estableció en 1434 la Congregación de las Oblatas, que se instaló en el monasterio de la Torre de los Es­pejos, del que les viene su nombre, y puso al frente de ella una superiora digna de tal empresa.

En 1436 Francisca quedó viuda; tenía entonces cincuenta y dos años. El 21 de marzo, fiesta de San Benito, salió de su casa, se fue al monaste­rio y, presentándose con los pies descalzos ante sus hijas, se prosternó con los brazos en cruz y dijo con voz entrecortada por los sollozos: «Os suplico, hermanas mías, y os conjuro que me recibáis como pecadora miserable, que después de haber dado al mundo los más bellos años de su vida, viene a ofrecer a Dios las pobres sobras.»

Las Oblatas, llenas de alegría, abrieron a su Madre el monasterio, y la superiora quiso al instante abdicar su autoridad para someterse a la de la fundadora. Pero ésta había ido sólo para obedecer y no quiso condescender a los deseos de sus hijas; quedó, pues, el gobierno en manos de la primera superiora.

La pobreza era extremada, porque Francisca había dejado toda su fortuna a su hijo Juan Bautista. Llegó un día en que la hermana encargada del refectorio no halló pan más que para tres, y se sentaban quince a la mesa. Quiso la fundadora ir a mendigar a la ciudad, pero le negó el per­miso la superiora. Obediente Francisca, se dirigió al refectorio y dividió el pan en quince pedazos. Plugo a Dios renovar el milagro de la multiplica­ción de los panes, porque en el monasterio de las Oblatas como en el mi­lagro del Evangelio, todas tomaron el sustento necesario y recogieron de sobras lo bastante para comer al día siguiente. ¡Cuánto consigue la verda­dera Fe! Por eso decía el divino Maestro a sus discípulos: Si tuviereis fe tan grande como un granito de mostaza, diréis a ese moral: Arráncate de raíz y trasplántate en el mar, y os obedecerá (Lucas XVII, 6).

Por obediencia a su confesor aceptó Francisca el cargo de superiora y Dios bendijo su sacrificio, porque le dio por compañero otro ángel del coro de las Potestades, cuya gloria era mucho más esplendorosa aun que la del arcángel. Era también mucho mayor su poder contra los demonios, y con sola su mirada los ahuyentaba. Revelaba a Francisca lo presente y lo fu­turo, de modo que la dirección de esta santa mujer era verdaderamente luminosa y segura, y el celo de las almas que la devoraba no reconocía límites.

Fue cierto día con sus hijas a unos viñedos para recoger sarmientos secos. Pidióle una de ellas autorización para ir a beber a una fuente cercana.

—Tenga un poco de paciencia, hija mía — le dijo Francisca.

Otra de las monjas, llamada Perna, vio a la Madre ponerse de rodillas y le oyó decir: «Señor Jesús, vuestras siervas no tienen qué comer ni qué beber; tened la bondad de socorrerlas.»

—Mejor haría —pensó Perna— en hacernos volver al monasterio.

Conoció Francisca el pensamiento de Perna y le dijo:

—Levanta los ojos, hija de poca fe.

Obedeció Perna y vio unos hermosísimos racimos maduros que colgaban de la parra. Con ellos se refrigeraron todas las religiosas y aumentaron la confianza en Dios y la veneración a su santa Madre. Este prodigio ocurrió en el mes de enero.

El demonio, que no descansa un momento para tentar a las almas, valiéndose de mil artimañas para que caigan en los terribles lazos, cuan­do tropieza con una virtud inflexible, la combate por todos lados, ansiando la victoria, como el general que acomete a un fuerte invencible, más encarnizado lucha por vencerle y reducirle. Inmenso daño le hacía Francisca, la cual, con sus virtudes, le quitaba a todas horas codiciadas presas, y las conquistaba para Dios. Por eso, mientras la santa fundadora descubría a sus Hermanas las tentaciones más secretas y les daba los medios más eficaces para combatir al espíritu del mal, ella misma era víctima de las más terribles asechanzas del maligno, que se ensañaba en su persona con los más crueles tratos, haciéndola verdaderamente digna de compa­sión. Se le aparecía en figuras horrorosas, la maltrataba arrojándola contra el suelo y golpeábala hasta el extremo de derramar sangre.

Hallándose un día de rodillas al pie del lecho de una religiosa enferma, cogióla el demonio con furia y, produciendo gran estrépito, la arrojó al suelo y la arrastró violentamente hasta la puerta. Levantóse Francisca sosegada, púsose en oración y luego dijo a la enferma, muda de asombro:

—No es nada, hermana mía, quédese tranquila y rece con fervor, porque el diablo no puede hacer más que lo que Dios le permita.

Una noche, cuando estaba en oración, la tomó el diablo por los cabellos, la llevó a la terraza y la dejó colgada encima de la vía pública. Encomen­dóse Francisca a la bondad de Dios y vióse luego sana y salva en su celda.

En otra ocasión en que había encendido una vela bendita, se la tomó Satanás, la tiró al suelo con rabia y escupió encima. Preguntóle la sierva de Dios por qué profanaba así una cosa santa:

—Porque las bendiciones de la Iglesia me desagradan soberanamente —replicó el diablo.

Durante un éxtasis fue conducida por el arcángel San Rafael ante una puerta en cuyo dintel se veían escritas una palabras que decían: «Este es el infierno, donde no hay descanso, ni consuelo, ni esperanza.» Y vio los tormentos espantosos de los condenados. Pasó luego al limbo y después al cielo, en donde los ángeles y los santos la invitaron a compartir sus alegrías y bienandanzas.

Llegó para Francisca la hora de aprovechar aquella invitación a la eter­na felicidad, pues el 9 de marzo de 1440 su alma bienaventurada dejó este valle de miserias para volar al cielo. Su cuerpo descansa en la iglesia de Santa María la Nueva, que también lleva el nombre de Santa Francisca Romana. La canonizó el papa Paulo V el 29 de mayo de 1608. Inocencio X elevó su fiesta al rito de doble.

 

Oración:

Santa Francisca Romana, ayúdanos a ver la diferencia entre lo que queremos hacer y lo que Dios quiere que hagamos. Ayúdanos a discernir lo que proviene de nuestra voluntad y lo que proviene del deseo de Dios. Amén.

 

R.V.

R.V.