Por el Prof. Javier Barraycoa

 

La espectacularización de la información

Para analizar el sentido de la espectacularización de la información tenemos dos referentes interesantes. Por un lado la obra de Guy Debord, La sociedad del espectáculo, y por otro Divertirse hasta morir de Neil Postman. Guy Debord nos anuncia un futuro que se viene haciendo real desde el mayo del 68 en el que, contra todo pronóstico, y a pesar de las profecías de ciertos intelectuales, el capitalismo triunfa sobre el socialismo. Este éxito de la cultura capitalista se debe a la capacidad de configurar un universo simbólico cerrado en sí mismo. En la triunfante cultura de consumo, el hombre no puede percibir el sentido histórico, social y trascendente de su destino vital. El sentido del tiempo vital como un proyecto compartido en una comunidad histórica, es sustituido por un tiempo personal e individualizado. La aspiraciones de plenitud existencial quedan reducidas a una existencia culminada en la búsqueda afanosa de tiempos de ocio, traducidos en formas de consumo. El hombre no se sacrifica para un futuro, que ya ni siquiera es capaz de contemplar, sino que vive abocado al presente. Este vivir ensimismado en el ahora, es posible en la medida que la representación simbólica de nuestra existencia se asemeja a un círculo en el que el trabajo es para el ocio y éste, irremisiblemente, nos lanza de nuevo al trabajo. El hombre actual ya no vive una historia, sino una obsesiva aspiración a culminar su tedioso trabajo en fines de semana o vacaciones.

Neil Postman completa este análisis al describir la absoluta primacía del divertimento como fin existencial en la cultura contemporánea. El hombre de hoy sólo concibe su plenitud vital en la medida que pueda lograr gratificaciones en forma de divertimento y espectáculo. Ello determina la acuciante tendencia a evadirse de todo planteamiento trágico o trascendente de la existencia. Curiosamente, el que manifiesta un cierto tono en ambos sentidos es acusado lapidariamente de “pesimista”. La espectacularización tiene, por tanto, una inseparable dimensión humorística, que es interpretada por Gilles Lipovetsky: “si cada cultura desarrolla de manera preponderante un esquema cómico, únicamente la sociedad posmoderna puede ser llamada humorística, pues sólo ella se ha instituido globalmente bajo la égida de un proceso que tiende a disolver la oposición, hasta entonces estricta, de lo serio y lo no serio”. Por eso, también los telediarios -y la información en general- deben desdramatizarse. Generar sistemáticamente entretenimiento informativo provoca un abandono del mundo “serio” y es un reflejo de la muerte de las ideologías. Pero, como afirma Postman: “el entretenimiento es la supraideología de todo el discurso sobre la televisión”.

La ideología dominante es la que impone la desubstancialización de la vida. La intelectualidad, en general, y los medios de comunicación, en particular, han contribuido a su implantación. Nuevamente, Furio Colombo nos ofrece el panorama al que estamos abocados: “Se ha hecho difícil hasta para los grandes periódicos americanos –e impensable para las televisiones- aventurarse en el territorio de las noticias religiosas, de las disputas en torno a los valores morales y a los estilos de vida, o sobre cuestiones como los embarazos no deseados, el aborto, la eutanasia, la ingeniería genética, la donación de órganos, la oración en las escuelas”. De ahí que, en muchos países, los espacios dedicados a los debates serios quedan relegados a las cadenas minoritarias. En cierta medida, este fenómeno queda simbolizado en la famosa fusión mediática de los años 80. El prestigioso grupo de información seria Time, quedó absorbido por la Warner Comunications, consagrada a los productos de entretenimiento. La nueva Time-Warner sería la bandera de la “información entretenida”.

Las consecuencias de estas dinámicas se dejan sentir en el nuevo ciudadano democrático. Mercedes Odina, en su obra Factor fama, describe este tipo de hombre que se hecho común: “En la actualidad vivir sin ideales y sin ningún tipo de objetivo trascendente no sólo resulta posible, sino que se ha convertido en una actitud recomendable y mayoritaria. Finalmente se ha conseguido llegar al cómodo estatuto de la indiferencia por el camino de la saturación mediática. El hombre indiferente no aspira a nada, no tiene certezas absolutas y nada le sorprende, modifica sus opiniones a tenor del vertiginoso compás de los media, emite juicios exentos de obligaciones y entrega sus opiniones a los encuestadores. La ciudadanía moderna ya ha conseguido dejar atrás sensaciones tan perturbadoras como la angustia y la búsqueda de un sentido … Ahora contra la ansiedad la gente toma pastillas. No hay visión utópica ni trágica, sino simple apatía ante una existencia desligada de cualquier gran compromiso; pues ya sólo despiertan interés las soluciones fáciles y a corto plazo”. Lejos queda aquel ciudadano soñado por los Ilustrados. Sólo cabe preguntarse si, con este tipo de hombre, es posible la vida democrática.

Javier Barraycoa