Calabazas de Jalogüín acechan entre las coliflores.

¡El imperialismo yanqui ha llegado a la verdulería!

 

Es una constante histórica que a las potencias políticas en sus épocas de grandeza les salgan imitadores. El caso más evidente fue Roma, que exportó lengua, derecho y cultura con tanta contundencia que Occidente sigue basándose en ello dos mil años después. Posteriormente, si Italia fue modelo para toda Europa en el Renacimiento, y si España exportó su lengua, cultura y modas en el siglo XVI, Francia e Inglaterra recogerían el testigo con gran éxito en siglos posteriores. Pero lo que exporta la primera potencia de nuestros días no es precisamente lo elevado: la comida basura y la idiotez de Jalogüín. Interesante síntoma.

Todas las calabazas son idénticas, perfectas, esféricas, del mismo tamaño y color. Parecen de plástico pero son de verdad. Lo artificial es el aparatoso envoltorio negro, lleno de brujas y fantasmones, más propio de un juguete que de una hortaliza. Al fin y al cabo se supone que no es para comer, sino para jugar. Lo más divertido de estas calabazas tan monas, tan clónicas que daría grima comérselas, llegadas desde la metrópoli hasta los supermercados más alejados del imperio, es que nacieron en Los Alcázares, Murcia, Spain.

Y que nadie eche la culpa a los yanquis, quienes, por cierto, ni siquiera lo inventaron. Lo mismo sucedió con Santa Claus, tradición europea que sólo se universalizó cuando le vistieron de rojo para una campaña publicitaria de la Coca-Cola.

Si la cosa de las calabazas se ha imitado en otros países es porque les ha dado la gana. Si el vacío espiritual de Europa se llena con cualquier tontería llegada de la otra orilla del Atlántico, no es culpa de los norteamericanos. Especialmente en esta España que, como refleja un interesante mapa estadístico que circula por el ciberespacio precisamente estos días, se destaca por la baja estima que los españoles tienen por su propia patria: ocupa el último lugar a gran distancia del penúltimo. Está claro que seguimos sin desembarazarnos del fatalismo noventayochista, en buena medida debido a la incesante labor de zapa de la conciencia nacional llevada a cabo con letal eficacia por nuestra suicida izquierda.

Dos datos concretos sobre lo muy reciente y postizo de la “tradición” jalogüinesca en nuestro país: Agatha Christie publicó Hallowe’en party, una de sus últimas novelas, en 1969. La primera edición española aparecería un año más tarde en la editorial Molino. ¿Con qué título?: Las manzanas. ¿Por qué? Porque si se hubiera conservado el título inglés, a todos los españolitos les habría sonado a chino. Y, por el mismo motivo, cuando una década más tarde, en 1978, llegó a las pantallas la primera entrega de la serie de terror Halloween, la traducción española empleaba las expresiones “noche de difuntos” y “víspera de Todos los Santos”; y los niños no amenazaban con “truco o trato”, sino con “la bolsa o la vida”. O tempora, o mores.

Del mismo modo que la Semana Santa no tardará en ser confundida con las fiestas de moros y cristianos, el carnaval, la tomatina de Buñol o la defenestración de la cabra, las iglesias no tardarán en ser testigos mudos de un culto extinguido, como los templos paganos y las pirámides. Ya hoy casi sólo cumplen la función de museos para masas ajenas e irrespetuosas con el culto que allí sigue celebrándose marginalmente. Y es la propia Iglesia la que se esfuerza en vulgarizar, en profanar el carácter sacro de sus edificios, rebajando sus ceremonias en persecución de un contraproducente populismo mediante decoraciones degradantes y musiquillas tontas que a veces incluso sirven de soporte para letras disolventes. Por ejemplo, el Imagine de John Lennon durante la consagración. Debe de ser que los curas no saben inglés.

Y en cuanto a la fiesta ésta de las calabazas, no sólo ha barrido la costumbre bisecular de representar el Tenorio de Zorrilla (¿Tenorio? ¿Zorrilla? No me suenan. ¿En qué equipo juegan?), sino que incluso ha conseguido que mientras los que peinan canas van al cementerio a depositar unas flores y dedicar una oración a sus seres queridos, la juventud más preparada de la historia de España se va de fiesta disfrazada de zombi. Curiosa moda, la de los zombis, por cierto. Y la paralela de las películas apocalípticas. Tanta atracción por un fin espantoso no parece presagiar nada bueno.

Si en la tradición grecolatina los muertos representaban una presencia benefactora que, generalmente a través de los sueños, aconsejaba y acompañaba a los vivos, los románticos anglosajones consiguieron hacer de ellos unas criaturas espeluznantes; y del más allá, el reino de la oscuridad.

Hasta los niños de corta edad han aprendido que eso de la muerte del cuerpo y la inmortalidad del alma consiste en un pasatiempo dedicado a asustar, perseguir, matar y comerse a la gente. De ello se han encargado hasta los colegios de monjas, donde se anima a la chavalería a celebrar el día de Todos los Santos bailando Thriller.

Esto se cae. Y no por la economía.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz