En mayo del 2018 publicamos ya en este blog un artículo que hacía referencia a la naturaleza profunda de ETA, algo que parecía no haber sido entendido por mucha, muchísima gente. Se cumplen 25 años del vil asesinato del joven concejal del Partido Popular Miguel Ángel Blanco y parece que seguimos igual.

Pero vamos primero con el cruel crimen que segó la vida del concejal. Lo explicaremos para los jóvenes que tengan la paciencia de leernos, pues los que peinamos canas conocemos de sobra la historia: ETA había secuestrado al funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara. Lo tuvieron encerrado en un zulo en una nave industrial durante 532 días, es decir, casi un año y medio. El infecto agujero en que estuvo secuestrado medía dos metros de alto, tres de largo y metro ochenta de ancho. Repetimos: año y medio, sin salir. Imaginen lo que debe de hacerle eso a una persona, el tiempo que debe arrastrar secuelas si es que alguna vez puede hacer una vida medianamente normal. La investigación policial dio como fruto encontrar a los secuestradores, si bien no sabían donde se encontraba prisionero Ortega Lara. Ninguno de ellos dijo donde estaba, lo que en la práctica suponía la condena a muerte del funcionario: hubiera muerto de sed. La Guardia Civil descubrió en la nave el mecanismo hidráulico que abría el zulo y pudo rescatar al funcionario, que pensó que iban a matarle; se encontraba en tal estado que no comprendía lo que pasaba.

Zulo en el que estuvo prisionero Ortega Lara

La respuesta de ETA a la liberación de Ortega Lara fue secuestrar a Miguel Ángel Blanco, concejal popular de Ermua (Vizcaya), unos pocos días después de la liberación del primero. Lo lógico sería pensar que ya tenían vigilados sus movimientos, sus rutinas. Los perros sarnosos de ETA dieron un ultimátum al Gobierno: o acercaban a las cárceles vascas a sus presos o asesinaban al concejal. El gobierno de Aznar no cedió y, cumplido el plazo, Miguel Ángel fue cruelmente asesinado. Recibió dos tiros en la cabeza. La ola de indignación que recorrió España fue de una magnitud gigantesca, aunque, visto lo visto 25 años después, no sirvió de nada.

Aunque ETA renunció hace ya unos años a la violencia para la consecución de sus objetivos no es menos cierto que lo hizo por una cuestión estratégica. ¿Que las sucesivas operaciones policiales habían debilitado a la banda? Cierto. ¿Que tenía menos capacidad operativa? Cierto también. ¿Que no fue esta actuación policial sino su propia voluntad la que le llevó a dejar de asesinar, mutilar, herir y hacer sufrir a tantísimas personas? Pues también es verdad. Aun así, leer los medios de comunicación estos días en que se recuerda el atroz asesinato del joven popular provoca cierta perplejidad. Muchos insisten en que ETA fue derrotada; en que se la combatió de manera integral; apelan de nuevo al espíritu de Ermua, sea lo que sea eso.

Pintada de apoyo a ETA

Parece mentira pero, visto lo visto, nos vemos obligados a repetirnos: ETA no ha sido vencida. Al contrario: es más fuerte que nunca. No ha sido vencida porque no ha sido combatida en su naturaleza profunda, que es política, porque parece que los pánfilos defensores de la Constitución y de la supuesta democracia no han entendido esto o no han sabido hacerlo, insistiendo en la cantinela de que ETA era un grupo criminal. Que sí, que lo eran, pero esta no era su naturaleza. ETA no era un club de amigos de las armas y los explosivos, ni unos psicópatas con gusto por el tiro en la nuca y la bomba lapa. ETA era —es— una organización política de carácter nacionalista y socialista. La violencia no era otra cosa que su camino para la consecución de una Euskal Herria independiente de España. Y mal no le ha ido, ¡qué va! Objetarán algunos que ni siquiera las tres provincias vascas han conseguido la secesión. Que ni siquiera Navarra ha sido anexionada. Y es verdad; pero tiempo al tiempo. ETA y el PNV han conseguido que  el discurso nacionalista sea, o cuando menos parezca, hegemónico en las Vascongadas, y se extiende como el cáncer por Navarra. En un plazo razonable de tiempo es probable que gobiernen en ese engendro que dieron en llamar Euskadi —un invento de Sabino Arana— y encima tienen cogido por los huevos a ese vendepatrias desalmado que ocupa la Moncloa. ETA ha conseguido que el odio a España y a lo español anide en el corazón de muchos vascos, es decir, que muchos españoles rechacen lo que en propiedad son, y esto lo ha hecho a la par que el PNV; y es que, en realidad, sus objetivos son los mismos [1]. ETA ha conseguido que muchos se vayan; que muchos callen; que muchos lloren; que miren hacia otro lado; que agachen la cabeza; que vivan con miedo. ETA y los miles y miles de malnacidos que les han apoyado durante tantas décadas —y aún les apoyan— representan lo peor de este país, la ruindad y la degradación moral más abyecta, el dominio de la víscera y el odio y la ausencia de razón.

Sabino Arana Goiri, el padre de la criatura

Pretender combatir este mal apelando a la Constitución resulta ridículo. ¿Quién narices puede identificarse con semejante cosa? Menos aún amarla, claro está. Tampoco puede combatirse desde el nacionalismo español. Sólo Aznar se acercó a la solución medianamente cuando ilegalizó a Herri Batasuna; la presión policial fue, además, asfixiante por momentos para ETA. La Guardia Civil y la Policía Nacional golpearon no sólo a los comandos terroristas, sino también a los chicos de la gasolina y la financiación de la banda; es lo que un guardia civil que estuvo en el ajo por entonces define como el combate integral que mencionábamos antes. Aznar hizo daño a ETA, ciertamente. Pero no rascó, no fue más allá. Haciendo bien esto que decimos, no atacó la idea, no atacó el origen y por lo tanto no fue integral. No era con ETA, en puridad, con quien había que acabar —que también—: ¡era con el nacionalismo! ¡Y aún lo es! Ni el trabajo policial, ni las leyes, ni la Constitución, ni el espíritu de Ermua, ni la democracia ni ninguna otra monserga buenista acabará con el nacionalismo. Pueden mitigarlo, nada más. Acabar con él requiere cosas ahora mismo totalmente impensables:

  1. Conocimiento y explicación al pueblo de la historia real de España y en particular de la vasca. Su vinculación con el resto de españoles, su propia españolidad, son innegables.
  2. Integridad moral de los representantes públicos.
  3. Reconocimiento del mal causado y reparación, en la medida de lo posible.
  4. Aclaración de los cerca de cuatrocientos asesinatos sin resolver.

Y podríamos seguir, pero estos puntos básicos ayudarían mucho a vencer el mal del nacionalismo. Pero claro, esto es imposible, hoy por hoy. Sería necesario, en realidad, un cambio de paradigma, un cambio en los fundamentos mismos de España, un cambio antropológico que vaya a la raíz. Sí, un cambio radical. ¿Quién va a hacer razonar a Sánchez, a Otegi, a Urkullu? ¿Quién va a hacer razonar a un chaval a quien sus padres han enseñado que los españoles son unos fascistas malvados que invadieron su tierra? ¿Quién va a hacer razonar a un cabrón capaz de pegarle un tiro en la nuca a un chaval que no conoce o dispuesto a dejar morir de sed a alguien? Sin un cambio profundo se puede conseguir, como mucho, la famosa conllevancia de Ortega y Gasset. Nada nuevo, en el fondo: un conjunto de individuos que viven cada uno a lo suyo, que se toleran —en el mejor de los casos—. Pero lo que no puede existir es verdadera comunidad si se carece de un mismo fin, de una misma ordenación [2], de un mismo fundamento, y eso se acabó cuando el progreso echó a Dios de la vida pública.

Lo Rondinaire


[1] Ya lo dijo Arzalluz, unos sacuden el árbol y otros recogen las nueces.

[2] Nos referimos a una misma ordenación en los principios fundamentales de la sociedad, no a la uniformización jacobina, no al centralismo igualitario.

Lo Rondinaire