El reciclaje se ha convertido en el negocio del siglo, o al menos, en un negocio inevitable y creciente debido a dos razones. Por un lado, en el origen de todos los procesos de fabricación o producción de bienes materiales hay una fiebre consumista, una publicidad desaforada y un dispendio gigantesco en envases. Y por otro lado, al final de la cadena, se pierden unas cantidades ingentes de energía en concienciar, separar y transportar la basura en lugar de invertir todo ese esfuerzo en el tratamiento de los vertederos.
Suena muy bonito eso de la aldea global, el libre comercio y la disponibilidad barata de tonterías exóticas, lo que no se suele considerar mucho es que la basura también se ha globalizado. Por cada contenedor de productos transoceánicos que viene para acá quemando gasóleo hay otro de material reciclable que no está muy claro dónde terminará almacenándose. La psicología refranera lo explica con claridad, tanto para las personas como para las ciudades: ojos que no ven, corazón que no siente. En cuanto perdemos de vista la bolsa de la basura deja de ser nuestro problema. En este momento lo fácil es pagar por exportar la hez propia a cualquier vecino pobre. Pero si cada ayuntamiento, o cada barrio, tuviera que gestionar su propio vertedero ¿no se las ingeniarían para reducirlo? La solución para los vertederos tiene que estar ahí, en el ingenio y la ingeniería. Estoy convencido de que si toda la energía y recursos que se dedican a concienciar, separar, poner contenedores de colorines y transportar de aquí para allá todas las basuras se concentraran en una verdadera ingeniería para el reciclado de vertederos, saldría a cuenta. Seguro. Claro que para que todo esto se enderece tendría que importarnos el futuro de nuestros hijos. Y si no hay hijos…