Parte 1 La Cristiandad. Una visión sociológica (1)
Parte 2 – El alma de la Cristiandad (2)
Parte 3 – El orden social y político (3)
Parte 4 – Verdad y Belleza
De lectura obligatoria es la obra de Erwin Panofsky, Arquitectura gótica y pensamiento escolástico, en la que establece que la filosofía escolástica y la construcción de las catedrales aparecen al mismo tiempo, por formar parte de un mismo espíritu de los tiempos. La conclusión no deja de ser asombrosa: la técnica gótica de construcción de catedrales sigue la lógica de la reflexión de las grandes summas teológicas. Hasta tal punto nacen juntas, que también su decadencia se produce al mismo tiempo: “Cincuenta o sesenta años después de la muerte de San Luis (1270), o, si se prefiere, después de la de San Buenaventura o Santo Tomás (1274), se inicia lo que los historiadores de la filosofía denominan la fase final de la escolástica clásica y lo que los historiadores llaman la fase final de la edad clásica del gótico”1]. Para el autor, la relación entre el gótico y la escolástica no es un mero paralelismo, sino que establece entre ellas una relación de causa y efecto[2].
Incluso, este movimiento intelectual y artístico, acompaña el fenómeno que ya hemos descrito de traspaso del centro vital de la sociedad que residía en castillos y abadías, para adentrarse en las ciudades. Una demostración de ello será la coincidencia de la penetración del gótico en las ciudades con la aparición de la Universidad en ciudades como París. Si bien los benedictinos fueron pariendo el gótico, las órdenes mendicantes fundadas en el siglo XIII, franciscanos y dominicos, serán las encargadas de difundir la escolástica por toda la Cristiandad. El mismo parecer de Panofsky lo expresa Huizinga, al afirmar que: “El hombre medieval piensa dentro de la vida diaria en las mismas formas que dentro de su teología. La base es en una y otra esfera el idealismo arquitectónico que la Escolástica llama realismo: la necesidad de aislar cada conocimiento y de prestarle como entidad especial una forma propia, de conectarle con otros en asociaciones jerárquicas y de levantar con éstas templos y catedrales, como un niño que juega al arquitecto con pequeñas piezas de madera”[3].
Frente a la vasta mentira sobre el oscurantismo intelectual de la Edad Media, podemos hacer un sucinto recorrido sobre la educación medieval. En primer lugar, no hay que desdeñar la tradición oral como fuente del conocimiento que, como en tantas otras culturas, estaba presente en el Medioevo[4]. Pero el primer peldaño formal de la enseñanza medieval residió en las llamadas escuelas parroquiales. Al igual que muchas parroquias, su mantenimiento dependía de nobles o potentados que las sufragaban. O bien había algún tipo de instalación colindante a la parroquia o la enseñanza se impartía en la misma iglesia. El maestro solía ser un seglar, al que se le pagaba normalmente en especies. El eje de esta “primera enseñanza” era la doctrina cristiana, el aprendizaje de los primeros pasos en la lectura y la escritura y “fichar”, o sea contar fichas o los rudimentos de las matemáticas. También, señala el Padre Sáenz, se enseñaban: “ciertas nociones de gramática, y a veces algunos rudimentos de latín para poder entender mejor la liturgia. Como los libros eran prácticamente inencontrables, se los suplía con carteles murales, hechos con pieles de vaca o de oveja, sobre los cuales se escribía lo que se quería enseñar, por ejemplo, los números, las letras, los catálogos de las virtudes y de los vicios”[5].
ESCUELA CATEDRALÍCEA
Un segundo grado más elevado, al que evidentemente no podía llegar todo el mundo, era, por una parte, las escuelas monásticas y, por otra, las escuelas catedralicias y capitulares. Ello equivaldría a algo parecido a nuestras escuelas secundarias. No pensemos en que las restricciones para entrar en estas escuelas implicaban una marginalización de buena parte de la sociedad. Como ya hemos visto, los gremios, que ocupaban un amplio espectro de la vida social, también tenían como función enseñar a sus aprendices. De hecho, frente al pensamiento clásico que menospreciaba los oficios y los denominaba Artes vulgares, la Edad media fueron valoradas por filósofos y tratadistas que reivindican su utilidad en la sociedad, llamándolas Artes Mechanicae[6]. En las escuelas monásticas y catedralicias, bajo la autoridad eclesiástica, podían estudiar los hijos de familias pudientes las Artes liberales[7], pero también existían plazas para los hijos de familias pobres que demostraban buenas cualidades para el saber[8].
El último escalafón del saber se adquiriría en la Universidad, que es una creación exclusiva de la Cristiandad. Materialmente es la continuación de las escuelas episcopales, que pasan a depender del Papa. Pero espiritualmente estas instituciones son la consecución lógica del espíritu de universalidad que reinaba en la Cristiandad y del que carecían otras civilizaciones[9]. Los profesores eran eclesiásticos y estarían dignamente representadas las órdenes de los franciscanos y dominicos. Tampoco podemos olvidar que el espíritu de asociación gremial promovió el sentido corporativo de la Universidad. En París los profesores y alumnos se fueron agrupando en el barrio latino, llamado así pues el latín era la lengua dominante. Igual que los gremios reunían a personas de un mismo oficio, profesores y alumnos acabaron uniéndose en una corporación. Así: “El gremio de profesores y estudiantes se llamó Universidad”[10].
El puente de unión entre los artesanos, las universidades y catedrales -como máximos exponentes del arte y la belleza- se puede abordar de varias formas. Panofsky, por ejemplo, destaca la interacción entre los constructores de catedrales y las universidades y escuelas catedralicias. El sentido de especialización no era tan acuciante como para que los maestros constructores no se acercaran a teólogos y liturgistas, o bien asistieran emocionados a las disputationes de quodlibet[11]. Será esta animosidad por resolver dificultades, la que embriagará el alma de los maestros constructores que incesantemente buscarán respuestas y soluciones para resolver las complejidades de su obra. Pero también hay que tener en cuenta que las propias universidades dignificaban y asentaban profesiones artesanales: “Emerge así todo un conjunto de oficios urbanos: el librero-editor que […] producía libros manuscritos en masa con la ayuda de escribas asalariados, […] el prestamista de libros, el encuadernador y el ilustrador, el pintor, el escultor, el joyero y, como último oficio urbano […] el arquitecto”[12].
Así, “el artesano era un artista, no sólo mientras confeccionaba su obra sino en todo momento”[13]. Era parte de un cosmos social[14] -una Iglesia militante- que se vivía en la Tierra y aspiraba a la plenitud en la Iglesia triunfante. Y las catedrales se configuraron como la representación de esas dos realidades intermediadas por el juicio universal, que será el tema central de todos sus pórticos. Una analogía de esta universalidad la encontramos en la Divina comedia, de la cual dice Daniel-Rops: “Era preciso que a las summas teológicas, a las summas filosóficas que había realizado la Edad Media ya aquellas otras summas plásticas que son las catedrales se añadiese una summa poética, para que la figura se completase; y aquel hombre [Dante] la construyó”[15]. La catedral era la materialización de cómo todos los esfuerzos del hombre se dirigían a un bien sobrenatural y de cómo las artes se ponían al servicio de la verdad y la belleza. La catedral aunó las artes, al igual que aunaba a los pueblos que se dinamizaron a través de las peregrinaciones que crearon una Europa sin fronteras.
La catedral era el centro de la vida sacramental que, desde el bautismo hasta el viático, acompañaban toda la vida terrenal. En ella, en torno al Misterio de los misterios, la Santa Misa, se encontraban todas las artes ordenadas: riquísimo mobiliario litúrgico, cortinas de lienzos con los colores litúrgicos que poco a poco dejaría paso a tapices, luego a la pintura y a increíbles retablos que permitieron el desarrollo de la escultura y la pintura. Los impresionantes atriles de los coros y sus asientos, la magnífica caligrafía y artesanado de los libros litúrgicos, competían con el arte de los orfebres al servicio de cálices y otros ornamentos, o con los artesanos de los vitrales o los esmaltistas. Primero el canto gregoriano y luego el polifónico, expresaron la armonía que se podía contemplar en las arquivoltas de piedra o en la elevación de la hostia consagrada que unía el cielo y la tierra. De los grandes tiempos litúrgicos se recuperó un arte prácticamente desaparecido que era el teatro, para representar los “tiempos fuertes” en las catedrales. Puede decirse que: “Todas las artes que se cobijaban en la catedral tomaban parte conjunta en la realidad mistérica de sus celebraciones, y es en su transcurso cuando mostraban especialmente la vitalidad que las animaba. La catedral sacaba a flor de piel la plenitud de sus virtualidades en ocasión de las grandes fiestas, en el esplendor de la sagrada liturgia, por ejemplo, el día de la Vigilia Pascual, o cuando se llevaba a cabo la consagración del rey”[16].
Hoy estamos acostumbrados a visitar catedrales desposeídas de su policromía interna y externa. En realidad, en sus orígenes, las catedrales eran polícromas. La luz que entraba por los vitrales iluminaba y daba vida a pinturas, esculturas y bajorrelieves. Igualmente, catedrales como Notre-Dame tenía coloreadas las esculturas del exterior sobresaliendo sobre un fondo dorado. Jugar con la luz y los colores, no era solamente un ingenio artesanal, sino que correspondía a una visión teológica. Por desgracia, como señala Umberto Eco: “Todavía hoy son muchas las personas que, víctimas de la imagen convencional de las `edades oscuras´, se imaginan a la Edad Media como una época `oscura´ incluso desde el punto de vista del color […] Lo que llama la atención en las miniaturas medievales es que, habiendo sido realizadas tal vez en ambientes oscuros apenas iluminados por una única ventana, están llenas de luz, incluso de una luminosidad especial”[17].
Las catedrales fueron una eclosión de luz, que pretendían reflejar el esplendor de la creación y de Dios, de las criaturas y de su salvación. San Buenaventura escribe: “Cuán gran resplandor se producirá cuando la luz del sol eterno ilumine las almas glorificadas […] Una alegría extraordinaria no puede ser ocultada, surgen la alegría y el júbilo y los cánticos de cuantos verán el reino de los cielos”[18]. Las primicias de todo esto se podían experimentar entrando en una catedral. Este pensamiento de San Buenaventura corresponde a los que se ha llamado una metafísica o teología de la luz, desarrollada en la escolástica medieval. Que se resumiría en aquel comentario que realiza el Aquinate sobre un pensamiento de Dionisio: “lo bello está constituido por el esplendor y por las debidas proporciones: en efecto, [Dionisio] afirma que Dios es bello `como causa del esplendor y de la armonía de todas las cosas´”[19]. Por eso en la Cristiandad, respecto a la Modernidad, se cumple aquella profecía de Isaías: “¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!”[20].
Javier Barraycoa
NOTAS:
[1] Erwin Panofsky, Arquitectura gótica y pensamiento escolástico, Las ediciones de la Piqueta, Madrid, 1986, p. 24.
[2] Ibid. p. 31.
[3] Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, Revista de Occidente, Madrid, 1967, p. 356.
[4] “Pues si en nuestros días la pedagogía y la cultura descansan sobre datos que son sobre todo visuales, adquiridos por la lectura y la escritura, en cambio en la Edad Media, en la que el libro era raro y costoso, el oído desempeñaba un papel mucho mayor”, Daniel-Rops, Op. cit., p. 376.
[5] Alfredo Sáenz, Op. cit. p. 39.
[6] “Tal y como lleva a cabo Hugo de San Víctor, Llull se posiciona diametralmente opuesto al pensamiento clásico y alaba la utilidad de las artes manuales. Sentencia con severidad que no hay ningún oficio que no sea bueno, advirtiendo a los padres que, por el bien de sus hijos y se su propia supervivencia, se aseguren de que aprendan un trabajo del que puedan vivir”, Josué Villa, La cultura de los menestrales: tratados didácticos medievales dedicados a la dignificación de los oficios mecánicos” en Mirabilia 21 (2015/2), p. 426.
[7] Las artes liberales se denominaron así, porque el espíritu no se ve tan atado a la naturaleza como en los oficios o artes mecánicas, y puede sentirse más libre de su sujeción. Las artes liberales se dividían en siete disciplinas: el trivium: Gramática, Dialéctica y Retórica; y el quadrivium: Aritmética, Geometría, Astronomía y Música.
[8] “Por eso tenemos tantos ejemplos de grandes personajes, bien formados, que provenían de familias de humilde condición: Sigerio, que seria primer ministro en Francia, era hijo de siervos; S. Pedro Damián, en su infancia había cuidado cerdos; Gregorio VII, el gran Papa de la Edad Media, era hijo de un oscuro cuidador de cabras”, Alfredo Sáenz, Op. cit., p. 40.
[9] Al respecto es determinante la consideración de Max Weber en su introducción a la Ética protestante y el espíritu del capitalismo: “Únicamente en Occidente existe “ciencia” en esa etapa de su desarrollo que hoy se acepta como `válida´. También en otros lugares — sobre todo en la India, China, Babilonia, Egipto — ha existido el conocimiento empírico, la reflexión sobre los problemas del mundo y de la vida, el conocimiento y la observación con sublimaciones extraordinarias, la sabiduría existencial filosófica y hasta teológica (aunque la creación de una teología sistemática haya sido obra del cristianismo, bajo el influjo del espíritu helénico; – en el Islam y en alguna que otra secta india sólo se hallan atisbos.) Pero a la astronomía babilónica, al igual que a todas las demás, le faltó el fundamento matemático que recién los helenos supieron darle; algo que, precisamente, hace tanto más sorprendente el desarrollo de la astrología babilónica. A la geometría india le faltó la “demostración” racional, otra herencia del espíritu helénico que también fue el primer creador de la mecánica y de la física. Las ciencias naturales de la India carecieron de la experimentación racional y del laboratorio moderno. Basada en antecedentes de la antigüedad, la ciencia natural es un producto del Renacimiento. Por esta razón, la medicina (tan evolucionada en la India, en las cuestiones empírico- técnicas), no contó con ninguna base biológica ni bioquímica en particular. No hay área civilizada fuera de Occidente que haya tenido una química racional. La altamente desarrollada historiografía china careció del pragma tucididiano. Maquiavelo tuvo precursores en la India. Sin embargo, a todas las teorías asiáticas del Estado les falta tanto una sistematización similar a la aristotélica como hasta los conceptos racionales en absoluto. Para una ciencia jurídica racional faltan en otras partes tanto los esquemas como las formas de pensamiento estrictamente jurídicos del Derecho Romano y del Derecho Occidental que se formó a partir de él, y esto a pesar de todos los indicios que pueden encontrarse en la India (Escuela de Mimamsa), a pesar de todas las amplias codificaciones y de todos los códigos jurídicos, ya sean indios o de otros lados. Más allá de ello, una construcción como la del Derecho Canónico es algo que se conoce sólo en Occidente”.
[10] Alfredo Sáenz, Op. Cit., p. 40.
[11] Por Pascua y Navidad, los maestros universitarios realizaban torneos verbales en las que se debatían sobre los temas más candentes del momento en cuestiones de filosofía y teología. Era todo un espectáculo que movilizaba a las ciudades donde había universidades.
[12] Erwin Panofsky, Op. Cit., pp. 33 y s.
[13] Alfredo Sáenz, Op. cit. p. 107.
[14] Sigue afirmando el Padre Sáenz: “El orden medieval era, pues, arquitectónico, una gran catedral. Cada cual sabía que allí donde Dios le había colocado en la tierra, tenía una tarea definida que cumplir, con vistas a un fin perfectamente claro, en la certeza de estar colaborando en una obra que lo superaba.”
[15] Daniel-Rops, Op. cit., p. 743.
[16] Alfredo Sáenz, Op. cit., p. 139.
[17] Umberto Eco, Historia de la belleza, Random Hause Mondadori, Barcelona, 2010, pp. 99 y s.
[18] San Buenaventura, Sermones VI.
[19] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-II, 145, 2.
[20] Isaías, 5, 20.