Un día, de repente, se empezó a hablar de globalización. El concepto, y todas sus concomitancias, nos fue impuesto. Lo sorprendente es que todos hablaban de globalización pero apenas nadie se atrevía a definir el fenómeno. Como con todos los iconos mediáticos pronto apareció un gurú. Esta vez le tocó el turno al sociólogo Anthony Giddens, que la definió como: “la intensificación de las relaciones sociales mundiales que vinculan realidades distantes de tal manera que los acontecimientos locales están moldeados por hechos que tienen lugar a muchos kilómetros de distancia y viceversa”. Una obviedad repetida hasta la saciedad por políticos y periodistas.
Más interesantes, aunque más escasas, son las apreciaciones que nos han aportado filósofos como Armand Mattelart: “la globalización es una de esas palabras engañosas que forma parte de las nociones instrumentales que, bajo el efecto de las lógicas mercantiles y a espaldas de los ciudadanos, se han adoptado hasta el punto de hacerse indispensables para establecer la comunicación entre ciudadanos de culturas muy diferentes. Este lenguaje funcional refleja un pensamiento único y constituye un verdadero prêt à porter ideológico que disimula los desórdenes del nuevo orden mundial”. Respecto a la globalización ocurre un fenómeno sospechoso. En la medida que proliferan definiciones clonadas y estandarizadas, también han surgido definiciones críticas que adolecen de la misma homogeneización. Podríamos denominarlas “críticas controladas”, que sólo proponen “reajustes” en el proceso de globalización para garantizar ciertos beneficios sociales que un capitalismo salvaje podría poner en peligro. Este tipo de críticas se hacen en nombre del Estado de Bienestar y reivindican un papel preponderante de los Estados modernos en el proceso de la globalización.
Hacia el final feliz de la historia
Existe todo un ambiente intelectual, académico y periodístico que parece asumir el proceso de globalización como una realidad irreversible y beneficiosa para la humanidad entera. El entusiasmo que provoca la idea es proporcional a la falta de argumentos y reflexiones en torno al fenómeno. La globalización queda asumida como un final feliz de la historia bajo la égida del capitalismo y de la democracia liberal, siendo Francis Fukuyama su profeta más reciente. Leyendo El final de la historia de Fukuyama uno llega a la conclusión de que la cultura occidental apenas ha podido desembarazarse del historicismo subyacente en los discursos políticos e intelectuales de los dos últimos siglos. Las conocidas críticas de Popper al historicismo marxista, son fácilmente aplicables a la Globalización.
En La sociedad abierta y sus enemigos, Popper nos describe la tesis marxista al afirmar un proceso irreversible en la historia conducente al internacionalismo igualitario e interpretable en clave económica. Curiosamente, la globalización capitalista guarda una analogía casi perfecta con el marxismo. Los promotores de la globalización nos vuelven a prometer un paraíso en la tierra -esta vez democrático y con libre mercado- que reduce todo a la cuestión económica, sea la política sea la cultura. Tampoco deja de ser extraño que el éxito de Fukuyama coincida con la caída del mundo soviético y la urgente necesidad de reinterpretar la historia. Paul Hirst y Graham Thompson, en su obra Globalization in Question, lo resumen adecuadamente: “La globalización es un mito adecuado para un mundo sin ilusiones, pero también es un mito que nos roba la esperanza (…) dado que sostiene que la democracia social occidental y el socialismo del bloque soviético están acabados. El impacto político de la globalización no puede definirse más que como la patología de las expectativas hiperreducidas”.
Por eso, la globalización se nos antoja más como un “código simbólico” diseñado para una sociedad sin esperanza histórica, que un fenómeno definible racionalmente. Por eso, las alternativas para interpretar los procesos históricos de otro modo han sido ampliamente criticadas y desprestigiadas por la intelectualidad dominante. Una de las más odiadas es la propuesta por Samuel Huntington en su Choque de Civilizaciones. Este politólogo norteamericano intenta demostrar que la globalización no se producirá nunca, antes bien, estamos abocados a conflictos irresolubles entre civilizaciones. Los apologistas de la globalización rehuyen todo intento de explicación sociológica que ponga en duda el triunfo del proceso globalizador. Este miedo atávico a ciertas interpretaciones de la naturaleza humana nos lleva a sospechar que tras la defensa de la globalización se esconde toda una visión ideológica de lo que es el hombre. No es difícil descubrir, tras las apologías de los globalistas, la idea de un hombre bueno por naturaleza, cuyo mal sólo es fruto de estructuras culturales y de desigualdades económicas. Esta interpretación del hombre no deja de ser la propia del marxismo o, incluso, de la Ilustración. Los ilustrados, convencidos de su misión redentora de la humanidad, deseaban llevar al hombre a la modernidad, sabedores de que el mismo hombre se resistía a dar este paso. De ahí su carácter “elitista” y, en el fondo, profundamente antidemocrático. Ahora, los defensores de la globalización han sustituido las irreversibles leyes historicistas del marxismo, por una no menos irreversible “mano invisible” que rige la economía y las sociedades hacia la plenitud soñada. Paradójicamente a este proceso “inevitable”, los nuevos “ilustrados” quieren otorgarle un carácter democrático. Sin embargo, se recuerda poco que lo que se denomina globalización corresponde a un diseño e imposición de unos pocos organismo mundiales que recogen las élites económicas y sociales, léase, la OMC, el FMI, el Club de Roma o el Banco Mundial.
Para entender el proceso de lo que denominaremos globalización de la comunicación utilizaremos un modelo de comprensión de lo que, a nuestro entender, es y no es la globalización y que podríamos determinar bajo las siguientes características.
Los defensores del proceso de globalización afirman que se generará una progresión de las riqueza en las sociedades y por tanto una democratización de las mismas. Vemos así reafirmado el principio liberal según el cual la liberalización del comercio se funda en la democracia y genera democracia e igualación económica. Sin embargo, el proceso de globalización no implica necesariamente una extensión homogénea del libre mercado ni de la democracia entendida como “igualación social”. En 1995, las transacciones en los mercados de cambio internacionales llegaron a alcanzar la cifra de 1,2 billones de dólares diarios. No obstante, alrededor del 95% de esas transacciones eran de naturaleza especulativa[1]. En las sociedades donde se ha aplicado los principios del liberalismo económico, como Estados Unidos, más que un proceso de homogeneización de clases sociales, se ha intensificado el proceso de oligarquización de las clases. En 1989, un 1% de la población norteamericana controlaba un 36% de la riqueza total privada de la nación. Con los años, estas diferencias sociales han ido aumentando.
También se afirma desde el pensamiento único que la globalización implicará un enriquecimiento cultural por ampliarse las interrelaciones culturales. Sin embargo, el proceso de globalización no sólo implica una homogeneización cultural, sino una aculturización. El proceso de aculturización podría definirse como una desintegración de las categorías culturales fuertes, para reducirlas a un mínimo común determinado especialmente por la cultura norteamericana. Además, los defensores del proceso de globalización tienden a asociar su extensión con una propagación de los valores democráticos y de una “cultura universal” regida por principios comunes. Autores como Huntington advierten del resentimiento que generan ciertos valores occidentales que se han asociado a “valores válidamente universales”, en culturas no occidentales. Este “resentimiento” hacia lo occidental implica un rechazo de las propuestas valorativas de la globalización. Más aún, otros autores advierten de la tribalización de las culturas ante el proceso de globalización[2]. Una síntesis de culturas parece harto imposible. En todo caso en los países de corte occidental tendemos a observar un proceso de homogeneización por aculturización; esto es, una pérdida de características culturales idiosincráticas que dejan paso a mecanismos de identificación por un mismo consumo. En cierta medida, esta es la única “globalización cultural” que se está produciendo.
El proceso de globalización, afirman sus defensores, traerá la libertad de comercio o libre mercado, y se supone que con ella la desregulación general de la vida social. Pero la globalización, realmente, no implica una desregularización homogénea de la actividad social y económica. Parece absurdo concebir la globalización como la extensión de un “libre mercado”, cuando observamos que las regulaciones normativas que emanan de los Estados o de las superestructuras estatales como la comunidad económica europea, no paran de crecer. En el fondo, la “desregulación” del mercado, atiende sólo a una parte del sector económico, esto es, el capital multinacional. El proceso de globalización ha llevado a los Estados modernos a reservarse una función en cuanto menos extraña. Peter F. Drucker ha señalado cómo se han configurado en el siglo XX los “Estados depredadores” o “Megaestados”, esto es entidades capaces de absorber impositivamente el 50% de los ingresos de casi el cien por cien de su población activa[3]. Estos Estados, máquinas asimismo reguladoras de la vida social, han entrado en un proceso de desactivación estratégica. La globalización diseñada por el FMI y el Banco Mundial ha exigido que los Estados privaticen –esto es, entreguen al capital multinacional- sus sectores estratégicos (energía, telefonía, etc.). El proceso de privatización se extiende, también, a sectores como Correos, los sistemas de desempleo que son sustituidos por las ETTs, a las fuerzas de seguridad y, en Estados Unidos, incluso, al sistema carcelario. Poco a poco hemos visto emerger sistemas mixtos –privados y públicos- entorno a los sistemas sanitarios, o de jubilaciones. Así, vemos implantarse “Megaestados” que, sin renunciar a su sistema impositivo, apenas ofrecen servicios. Está dinámica globalizadora, sobre la que no deseamos extendernos más, determinará la evolución de los medios de comunicación.
[1] Wall Street Journal, 24 de octubre de 1995.
[2] Cfr. Ignacio Ramonet, Un mundo sin rumbo, Debate, Madrid, 2ª edic., 1997, pp. 133 y ss.
[3] Cfr. Peter F. Drucker, La sociedad poscapitalista, Apóstrofe, Barcelona, 1995.