El sentido del sinsentido
Los manuales de arte han buscado una definición formal para intentar conceptualizar esta informal tendencia artística. Así, la performance puede ser definida académicamente como «una tendencia que abarca las autorrepresentaciones y el arte corporal». También ha sido denominada Body-Art (Arte corporal, donde el cuerpo se transforma en obra de arte), Action-Art (arte de acción, donde la acción se tranforma en arte) o Arte No-objetual (arte sin obras u objetos de arte). El denominador común es que no hay más obra de arte que las acciones del artista con su cuerpo.
Pero las definiciones académicas se tornan insuficientes al no desenmascarar lo más esencial de la performance. En boca de algún performancer, se trata, en realidad, de «manifestar que en un mundo estructurado y artificialmente protegido, surge la desmesura, en la que se revela todo el placer, todo el dolor y todo el conocimiento». Con otras palabras, se quiere instrumentalizar el arte para, a través de la provocación, «desanestesiar una sociedad somnolienta». Bajo esta premisa, no es de extrañar que Jodorowsky -performancer mexicano- se hiciera famoso tocando un piano para después destrozarlo a hachazos. El camino elegido para provocar al público no sabemos si es el más apropiado pero al menos es efectivo. La mayoría de veces, el espectador que asiste a este tipo de representaciones, si no está predispuesto de antemano, acaba enojado. Así sucedió cuando Firmin Gémier se dirigió al repetable en el Théâtre de l´Oeuvre de París y, como única actuación, vestido con una cabeza de caballo de cartón, escupió al público la palabra «Merdre». La original erre añadida, no logró la reflexión del respetable, sino que provocó una bronca formidable.
La trasgresión o, mejor dicho, la ostentación del poder del artista perpetrando ataques a tabúes sociales frente a normas establecidas, parece configurar la esencia de la performance. Una anécdota nos ilustra perfectamente el conflicto que nos proponen los performancers. Como peculiar forma de arte, Tomislav Gotovac se paseaba desnudo por el Zagreb de la posguerra. Al ser detenido y juzgado declaró: “Soy artista, y mi oficio consiste en desnudarme, y en caminar”. A lo que el juez contestó: “Claro, y mi oficio consiste en meterlo en la cárcel”.
Sólo es perceptible el sentido de esta asombrosa manifestación artística si entendemos lo que tradicionalmente se consideró arte. El arte, en Occidente, fue entendido durante siglos como aquella proyección del artesano o artista capaz de representar con materiales efímeros lo más sublime y eterno, de forma bella y para generar una extática contemplación. Ahora, entrando en el siglo XXI, la performance se nos presenta como el contratipo o la aniquilación del arte. Por un lado, ya no se busca la perpetuación de la obra: la performance es una acción que se agota en sí misma y se extingue al terminar la escenificación. Nunca podrá repetirse exactamente igual, nunca será la misma obra. Por ende, es imposible la contemplación, porque el público está condenado a una percepción esencialmente efímera. Además, la performance fulmina la distinción entre obra de arte y artista. Deja de existir la obra pues se funde con el artista. Éste, transgrediendo el más elemental principio metafísico, se transforma en causa y efecto a la vez. Por último, en las performances ya no se busca la consecución de lo bello y su connatural contemplación. La fealdad, lo mórbido y muchas veces lo cruel, tienen como última intención generar la intranquilidad de espíritu, agitación y provocación. Y es que la performance parece encajar en un mundo que, como señala Glucksmann, parece abocado al nihilismo.