José Rizal fue un español nacido en Calambá (Filipinas) en 1861 y que acabó siendo fusilado en Manila en 1896, a la edad de 35 años. Oftalmólogo, escritor, político y masón, únicamente buscó que Filipinas se convirtiese en provincia española, dejando de ser territorio colonial. En 1896 nace Katipunan, un grupo clandestino independentista que organizó una revuelta, basando su ideario en ciertas frases sacadas de las novelas de José Rizal. Como consecuencia de ello Rizal, entre otros, fue acusado de asociación ilícita y fusilado. Así se convirtió en un personaje controvertido, considerado héroe nacional en Filipinas a pesar de que nunca buscó su independencia, y traidor en España a pesar de que nunca renunció a su patria.
Los autoproclamados seguidores de José Rizal, del grupo Katipunan, se enfrentaron a España en la revolución filipina en la que, uno de los de los oficiales españoles que combatió a los independentistas tagalos fue el joven teniente segundo D. José Millán-Astray y Terreros, de tan solo 17 años.
Esta es la razón de que, cuando Unamuno, el famoso día 12 de octubre de 1936, hizo una referencia a José Rizal en la Universidad de Salamanca, Millán-Astray, que se encontraba presente, dijo su famoso «Mueran los intelectuales traidores». Jamás hubo un «Viva la muerte». Fue Luis Gabriel Portillo, profesor de Derecho Civil de la Universidad de Salamanca y viceministro de justicia durante la república por el partido Izquierda Republicana, que permaneció al servicio de la república durante la Guerra Civil y acabó exiliado en Inglaterra, quien, a pesar de no haber estado allí, creó en 1941 el mito del enfrentamiento entre Unamuno y Millán-Astray, que nunca existió, y lo publicó en la revista inglesa «Horizon» bajo el título «Unamuno’s Last Lecture». Bastó con que Hugh Thomas tomase este artículo como fuente en sus investigaciones sobre la Guerra Civil para que la mentira se perpetuase en la memoria de muchas personas, incluidos los españoles.
Dando un salto hacia el futuro de casi un siglo, desde finales de enero de 2020 el mundo se encontraba bajo los efectos de una emergencia de salud pública internacional, que es el máximo nivel de alerta de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y que acabaría siendo declarada como pandemia universal por dicho organismo (esto sólo implica reconocer su extensión a todo el globo, no su gravedad). El doctor Tedros Adhanom Gebreyesus, director general de la OMS aclaró que «describir la situación como una pandemia no cambia la evaluación de la OMS sobre la amenaza que representa este coronavirus. No cambia lo que está haciendo la Organización Mundial de la Salud, y no cambia lo que los países deberían hacer», ya que los países deberían estar tomando medidas desde el 30 de enero, fecha en la que se había declarado la citada «emergencia de salud pública internacional».
Lo anterior llevó al gobierno español a suspender la maratón de Barcelona y un congreso evangelista, así como a asistir a la suspensión del Mobile de Barcelona por parte de la organización como consecuencia de una avalancha de bajas por parte de las empresas que iban a participar en dicha feria. A pesar de todo ello, no se cancelaron las manifestaciones feministas del 8 de marzo en diversos puntos de nuestra geografía. Está meridianamente claro que esa concentración humana favoreció una desmesurada propagación en España del Covid-19 que ha causado más de 44000 muertes, hecho reconocido por todo no-socialista de este país, incluso por Irene Montero, la compañera del vicepresidente segundo del Gobierno y ministra de igualdad, cuando pensaba que no estaba siendo grabada. Por ese motivo la manifestación feminista del 8M de este año ha sido realmente sinónimo de muerte.
Interpelado por esta materia el presidente del Gobierno el pasado día 3 contestó con un ¡Viva el 8 de marzo! lo que, tras lo expuesto, puede considerarse como sinónimo de ¡Viva la muerte!
Así pues, creo que es más justo atribuir la exclamación de ¡Viva la muerte! al político D. Pedro Sánchez Pérez-Castejón que al general D. José Millán-Astray y Terreros, que no dejó constancia de haberla pronunciado nunca.
C. R. Gómez