Baste encender la televisión y ver un noticiario para darse cuenta que la palabra “expertos” inunda el discurso informativo. No hay telediario en el que no aparezca un laboratorio, hospital o despacho donde algún científico es entrevistado con motivo de alguna noticia. Parece que la “construcción” del telediario, y de las noticias en general, exige un respaldo simbólico de “objetividad”. Así, la “ciencia”, o mejor dicho el icono de lo científico, se presta constantemente a ejercer ese papel.

Es de sobra conocido el efecto placebo de una bata blanca. No es de extrañar, por ende, que se busque el mismo efecto desde los medios de comunicación. Las noticias “científicas”, muchas veces asociadas a las sanitarias, permiten generar y mantener esperanza “objetiva” sobre la posible solución de muchos de los posibles males que pueden alterar nuestra existencia. Este discurso no deja de ser una evidente legitimación del Estado de Bienestar, pero también demuestra la inagotable capacidad de asentimiento colectivo frente aquello que nos es presentado como científico. El aspecto mítico de “lo científico” es más que palpable en nuestro mundo mediático. Lo irónico de la cuestión reside en que el aspecto mítico de la ciencia consiste en aportar su aureola de “objetividad, rigor y veracidad”. Cada “experto”, cada científico, cada bata blanca, otorga a la noticia una “consistencia” simbólica que permite eliminar grados de incertidumbre vital. Por eso, antropólogos como Malinowsky vieron en la magia el precedente de la ciencia, y cuya función esencial era eliminar la preocupación ante lo desconocido o incontrolable. Hoy, en lo que podríamos denominar una “ciencia mediática o mediatizada”, pervive esa función mágica.

Por contra, los sociólogos de la Ciencia se empeñan en demostrar que el “paradigma científico” ha cambiado. Que la vieja ciencia del método y de la búsqueda de la verdad ya ha pasado a la historia. Murió con el industrialismo. En una sociedad postindustrial, arguyen, se impondrán valores posmaterialistas: el subjetivismo ha de dominar al objetivismo, la flexibilidad conceptual a la rigidez; la concepción de la sociedad como sistema abierto e indefinible debe sustituir la idea de la sociedad como un sistema cerrado, o como una estructura inteligible. Por eso, para muchos de los teorizadores e historiadores de la ciencia, la teoría del caos -la afirmación del desorden- dominará sobre la vieja aspiración de una ciencia de principios y leyes que pudiera conocer la realidad objetiva. ¿Qué quedará, por tanto, de lo que conocimos como ciencia? Quizá, con el tiempo, sólo permanezca una extraña función ideológica o, si se nos permite, mitológica. De momento, en las sociedades posmodernas podemos detectar un “imaginario científico” que se ha ido constituyendo gracias a los medios de comunicación. Sorprende encontrar millones de personas que imaginan como verdadero e indiscutible aquello que simplemente es parte de un proceso de “educación de masas” y que apenas tiene fundamento científico o siquiera racional. Pero la ciencia es humana y no ha podido escaparse de los fraudes y las manipulaciones.

Javier Barraycoa