CANÓNIGO y ABAD.

APÓSTOL de DINAMARCA.

Festividad: 6 de Abril.

Nació San Guillermo en París, o quizá en San Germán, de padres nobles y virtuosos, a principios del siglo XII. Desde sus más tiernos años fue educado muy santamente por un tío suyo llamado Hugo, abad del monasterio benedictino de San Germán de los Prados. De las enseñanzas y trato de aquellos santos monjes sacó el joven Guillermo tanto fruto y provecho que muy en breve adquirió gran caudal de virtud y letras, se graduó de maestro en artes liberales y alcanzó extra­ordinaria fama de varón santo y sabio.

Pronto advirtió su piadoso tío las excelentes prendas y sobrenaturales dones de Guillermo y, habiéndole persuadido de que debía abrazar el estado eclesiástico, se ordenó de subdiácono y logró una canonjía en la colegiata de Santa Genoveva del Monte, iglesia dedicada al principio a los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y luego a Santa Genoveva, por haber sido depositada en ella el sagrado cuerpo de esta santa virgen, patrona de París.

Los clérigos de dicha colegiata habían degenerado del primitivo fervor; Guillermo los indujo a la vida más perfecta con el ejemplo constante de su modestia, mansedumbre, pureza de costumbres, amor al retiro y asiduidad al coro. Mas ellos, sumidos como estaban en la tibieza y la relajación, no quisieron aprovecharse de aquellos ejemplos de virtud; antes, viendo en la vida del Santo una continua condenación de la suya, en vez de respetarle e imitarle, le menospreciaban e injuriaban, y aun llegaron a usar de ardides y estratagemas para hacerle renunciar a su prebenda y dejar la colegiata.

Fingió uno de ellos que quería hacerse monje y fue a proponer a Guillermo que hiciese otro tanto; ambos irían al monasterio, pero una vez Gui­llermo dentro, se volvería él a Santa Genoveva. Nuestro Santo, que aspiraba a vida más perfecta, aceptó gustoso la propuesta, y así partieron ambos para una abadía cisterciense recién fundada. Estando ya en la puerta del monasterio, el compañero del Santo le instó a que entrase solo, diciéndole que él lo haría después de arreglar fuera algunos negocios.

— De ningún modo —le contestó Guillermo, que había descubierto el engaño—; yo no puedo entrar solo en el monasterio; siendo vos de más edad, os toca entrar primero; así, esperaré a que volváis y entraremos juntos.

Al fin, como el otro no quisiese entrar, díjole Guillermo:

—Pues bien; ya que no podéis quedaros hoy en el convento, volvámonos los dos a Santa Genoveva y dejemos el hacernos monjes para más adelante.

Quiso el abad de San Germán que su sobrino Guillermo fuese or­denado de diácono, pero los demás canónigos se opusieron a ello y aun llevaron el asunto al obispo de París, suplicándole que no le ordenase, porque no merecía aquella honra y dignidad.

Entretanto Hugo, tío del Santo, sabedor de las insidias de los canónigos de Santa Genoveva, envió a su sobrino al obispo de Senlís, el cual le or­denó al punto de diácono, ejecutándose la ceremonia sin que de ella tuvieran noticia los enemigos del Santo. Guillermo, por su parte, se guardó mucho de divulgarla.

Ahora bien, aquellos hombres relajados buscaban ocasión de deshacerse de tan virtuoso censor y pensaron haberla hallado. Una de las cláusulas de sus estatutos declaraba no poder desempeñar el cargo de canónigo ni pertenecer a la colegiata quien no recibía las sagradas órdenes al cabo de cierto tiempo de haber ingresado en la corporación. Había ya transcurrido para Guillermo el tiempo reglamentario y así no le quedaba más remedio que presentarse a leer el Evangelio en el rezo de Maitines cuando le llegase el turno, cosa que sólo pueden hacer los diáconos y sacerdotes y, si no lo leía, debía retirarse y dejar para siempre la colegiata. Suplicoles que le dispensasen de aquella obligación; pero ellos, seguros ya de salir con sus intentos, no sabiendo que era ya diácono, le respondieron que o se sometía al reglamento, o dejaba desde aquel día de pertenecer al cabildo.

Guillermo guardó silencio; mas llegado el momento en que le tocaba leer el Evangelio y cuando los demás canónigos daban ya por logrado el triunfo, se levantó, pasó al facistol y pidió la bendición, como se acostumbra a hacer antes de leer el sagrado texto, con las palabras Iube, Domne, benedicere.

Quedaron los enemigos del Santo tan corridos con aquel inesperado su­ceso, que ninguno de ellos acertó a rezar las palabras de la bendición y, en medio del mayor sobresalto y vergüenza huyeron de la iglesia, quedando en ella sólo Guillermo con un venerable canónigo llamado Alberico, el cual nunca tuvo parte en las perfidias de sus compañeros y lamentaba ese estado de cosas.

Al otro día los fugitivos se juntaron para deliberar sobre lo que con­venía hacer y, estando en esto, llegó Alberico y comentó el suceso de la víspera con mucho donaire y su poquito de malicia. De allí en adelante disminuyó aquel odio que tenían al Santo, el cual pudo muy en breve ordenarse de sacerdote sin dificultad.

Viniendo a vacar la parroquia de Epinay que pertenecía a la igle­sia de Santa Genoveva, los canónigos pensaron que aquella era buena ocasión para apartar honrosamente de la colegiata a Gui­llermo. Ofreciéronle la parroquia y la aceptó el Santo; pero, aunque con ello tuviera que vivir fuera de París, no dejaba de ser canónigo de Santa Genoveva, puesto que sólo un miembro de la colegiata podía ser párroco de Epinay.

Aconteció, empero, que en el año de 1147 vino a París el Papa Euge­nio III en busca de refugio cerca del Rey Luis VII el Joven, para huir de los amaldistas. Al día siguiente de su llegada fue el Papa a celebrar a la iglesia de Santa Genoveva, hallándose presente a la ceremonia el Rey Luis VII. Levantose en esto reñida contienda entre los domésticos del Papa y los criados de los canónigos, llegando éstos a insultar al soberano, que intervino en la disputa. Pronto echó de ver el Sumo Pontífice que la vida de los canónigos distaba mucho de ser ejemplar, por lo que, de acuerdo con el monarca, determinó remediar aquellos desórdenes decretando la sus­titución del cabildo por una comunidad de monjes, como así se hizo, pa­sando a residir en la colegiata los Canónigos regulares de San Agustín del monasterio de San Víctor, poco distantes de aquel lugar, los cuales llevaban vida muy santa y observante.

Mandaba el decreto del Papa que a los antiguos canónigos, mientras viviesen, se les pagasen las rentas de sus prebendas; y así, el nuevo abad de Santa Genoveva envió recado a nuestro Santo rogándole que viniese a verle para tratar de su beneficio. Pasó Guillermo a París, fuese a ver al abad y quedó tan edificado de la vida santa de aquellos religiosos que, dando de mano a su cargo, dignidad y bienes que poseía, abrazó lleno de gozo la regla de aquel santo Instituto, y muy en breve, viendo los canó­nigos su eminente piedad, admirable prudencia y discreción y otras gracias y dones de que estaba adornada su alma, le eligieron para el cargo de subprior.

Pronto aventajó Guillermo a todos sus compañeros en la observancia regular. No toleraba que se hiciese con negligencia la obra de Dios ni que por la incuria o descuido de sus súbditos faltase en el templo y en las sagradas ceremonias el debido esplendor y decoro.

Sucedió que, habiendo sido elegido prior uno de los religiosos, acudió al Rey para que confirmase la elección, faltando con ello a la regla que prohibía acudir en semejantes casos a los poderes civiles. Guillermo le echó en rostro aquella infracción y aun llegó a negarle obediencia, siendo por ello severamente castigado. Mas noticioso el Papa Alejandro III de cuanto ocurría en Santa Genoveva, aprobó el celo de Guillermo y mandó al abad que hiciese elegir canónicamente nuevo prior.

Los Canónigos regulares fueron calumniados ante el Papa y el Rey de Francia, y aun por la ciudad de París corrió la noticia de que aquellos religiosos habían abierto el relicario de Santa Genoveva y sustraído la sagrada cabeza de la Santa. Al saberlo el monarca se enojó de tal manera que juró castigar a los canónigos y echarlos inmediatamente, si se probaba ser cierto lo que se decía. En consecuencia, congregáronse con el arzobispo de Sens algunos prelados y abades de aquella provincia eclesiástica y todo el clero e innumerable muchedumbre de fieles para asistir a la apertura del relicario y a la comprobación pública de que nada faltaba de su precioso contenido.

Abriose el relicario el día 11 de enero del año de 1167 y se halló entero el cuerpo de Santa Genoveva. Al ver la cabeza de la Santa, Guillermo, que actuaba de acólito en aquella ceremonia, no pudo contener su alborozo y entonó con toda su alma el Te Deum laudamus, que prosiguió cantando la muchedumbre en medio del mayor júbilo y fervor; y, alegando el obispo de Orleans que bien podía ser aquel el cráneo de otra persona, el siervo de Dios se ofreció a entrar con la sagrada reliquia en un horno encendido si así lo disponían los prelados, siendo esa una costumbre de aquellas edades, cuando querían apelar al justo juicio del Señor.

El piadoso Rey Valdemaro I el Grande acababa de reconquistar a Dinamarca del poder de los vándalos e intentaba restablecer en su Reino la Religión Cristiana en su primitivo esplendor. Ayudábale en tan santa empresa el obispo de Roskild, llamado Absalón, prelado de eminente virtud y muy cumplidor de las obligaciones de su sagrado ministerio. Este santo obispo ardía en deseos de ver florecer en su diócesis el antiguo monasterio de Canónigos regulares de la isla de Eskil.

Para lograr su intento, determinó enviar a París al preboste de su catedral, conocido con el nombre de Sajón el Gramático, con encargo de su­plicar al abad de los Canónigos regulares de Santa Genoveva que tuviese a bien enviarle a Guillermo, cuyas prendas y virtudes conocía, por haber sido su condiscípulo en la universidad de París.

El abad vino en ello de muy buena gana y asimismo Guillermo, el cual partió para Dinamarca con tres compañeros y fue recibido por el monarca y el prelado con toda suerte de muestras de veneración y júbilo. En lle­gando fue nombrado abad de Eskil, dándose desde el primer día a la ob­servancia regular en compañía de los tres religiosos que con él habían ido.

Difícilmente —dice el biógrafo contemporáneo de Guillermo— puede uno formarse idea cabal de lo que el santo abad tuvo que sufrir en Eskil, y de los asaltos que le dio el demonio para descorazonarle ante la reforma del monasterio.

Los tres canónigos, sus compañeros, quisieron volver a todo trance a París, asustados por el rigurosísimo clima de Dinamarca, por la pobreza y miseria del monasterio, la ignorancia del idioma de aquel país y otras dificultades que no supieron vencer. Por otra parte, los religiosos del convento, acostumbrados desde hacía largos años a la inobservancia, se amo­tinaron contra el nuevo abad y echaron mano de toda suerte de astucias y artimañas para hacerle abandonar el cargo.

Tampoco el demonio dejó de emplear medio alguno para desalentar al Santo. Una noche apagó la luz del dormitorio y pegó fuego a un montoncito de paja que había en el aposento de Guillermo para que pereciese en las llamas, en las cuales hubiera muerto abrasado el santísimo varón, a no haberle socorrido el Señor milagrosamente.

Viéndose vencido por esta parte, tentó el demonio al Santo con toda clase de malos pensamientos y feas imaginaciones y, finalmente, inspiró a los monjes grandes deseos de deshacerse de su abad de cualquier modo que fuese y aun entregándole a los vándalos o asesinándole ellos mismos. A tal extremo llegó su ceguedad y el odio que tenían al Santo. Pero la humildad, paciencia, mansedumbre, sumisión a la voluntad de Dios, extraordinaria devoción, continua oración y pasmosa austeridad de aquel bien­aventurado varón, le hicieron al fin triunfar de sus enemigos y fueron grande parte para atraer a los monjes a vida observante y santa.

Fundó por aquellos tiempos un monasterio de su Orden en Ebbelholt, ciudad de Finlandia y lo llamó convento de Santo Tomás del Paráclito, y el Papa Alejandro III, por los años de 1175, confirmó esta fundación y prescribió a Guillermo y a sus monjes que guardasen de allí adelante la regla de San Agustín y los estatutos del monasterio de San Víctor de París.

Plugo al Señor hacer glorioso el nombre de su siervo, favoreciéndole con el don de milagros. Un hombre afligido de una grave enfermedad del vientre oyó en sueños una voz que le dijo: «Si quieres sanar de tu enfermedad, come de las sobras de la comida del abad Guillermo.» Creyó las palabras que acababa de oír y envió un amigo suyo al monasterio con en­cargo de traerle las migajas que se recogieron después de la comida del abad Guillermo, y en comiéndolas hallose de repente sano.

Una muchacha que habían tenido por muerta durante tres días, cobró la salud con el mismo remedio; porque, habiéndose aparecido a su madre una virgen con rostro venerable, le dijo: «Estás afligida con la enfermedad de tu hija, pero no temas; manda traer las sobras de la comida del abad Guillermo y en comiéndolas sanará.» La madre obedeció al punto; fuese ella misma al monasterio y, tomando algunos pececillos y una bebida que Guillermo había aderezado, llevolos a su hija; y en comiéndolos quedó sana y prorrumpió en alabanzas y gracias al Santo, que con su poder y santidad le había devuelto la salud perdida.

En un monasterio de Cistercienses vivía un monje enfermo del pecho desde hacía varios años. Adelantó tanto la enfermedad que perdió casi completamente la voz, por lo que quedó el monje harto triste. Como llegase a sus oídos la fama de santidad de Guillermo, fue a verle y le explicó, no sin trabajo, el motivo que allí le llevaba, que no era menos que pedirle su curación.

Guillermo trazó la señal de la cruz sobre el enfermo y le dijo: «Que el Hijo de Dios os cure, hermano», y al instante recobró la voz.

Aconteció también en una ocasión que el poder de Dios obró un milagro en la persona misma del Santo, porque cayó tan gravemente enfermo, que desesperaban ya de salvarle. Acudió fervoroso a Santa Genoveva suplicándole que le curase si tal era la voluntad de Dios; la Santa se le apareció por la noche y le dijo:

—No temas, que servimos a un buen Amo.

—¿Quién es el Amo? —preguntó el enfermo.

—Es Jesucristo, Hijo de Dios —respondió Santa Genoveva.

Al oír nombrar a Jesucristo, Guillermo siente recobrar sus fuerzas y transportado de alegría se levanta. Ve entonces que sin duda ninguna está completamente curado y de todo corazón da gracias a Dios, fuente de todo bien, que socorre a un santo por medio de otro santo.

Siete años antes de su muerte, oyó San Guillermo este aviso miste­rioso: «Te quedan siete días de vida».

El Santo abad, creyendo que su muerte estaba ya muy cercana, se preparó a ella con sumo cuidado; pero pasados los siete días, viendo que no llegaba, aguardó siete semanas, y luego siete meses, y al fin entendió que aquellos días serían años.

Preparose con nuevo fervor a la muerte, castigando su cuerpo y tratándolo con tanto rigor, que no podía en nada compararse su vida pasada, aunque muy austera, con la que llevó de allí adelante hasta su hora pos­trera. En los siete últimos años tuvo el don de lágrimas, derramándolas muy copiosas cada vez que rezaba. Celebraba misa con tal devoción, que quedaba como arrobado en éxtasis cual si viese físicamente los pasos de la sagrada Pasión y los ultrajes malos tratos de que era objeto nuestro divino Salvador.

Cada día hallaba nuevos medios de mortificar su carne, de suerte que vino a ser su cuerpo una llaga y creció con esto en todas las virtudes, mereciendo aquella corona de preciosas perlas que el Señor mostró a un amigo del Santo doce años hacía, declarándole que la tenía guardada para dársela al abad Guillermo cuando la hubiere merecido con sus virtudes y padecimientos.

Finalmente, pasados los siete años, conversaba el siervo de Dios con sus religiosos el día de Miércoles Santo y, habiéndose quejado el prior de haber pasado malísima noche, Guillermo repuso:

—Yo, en cambio, no recuerdo haber pasado otra mejor; porque he visto a Nuestro Señor Jesucristo acompañado, de otras dos personas, y he estado hablando con ellos en medio de inefable gozo.

—Padre mío —le dijo entonces el prior—, será que Nuestro Señor quiere daros a entender con esa visión que os va a llamar en breve a su reino celestial, como os lo tiene prometido.

El santo abad, suspirando amorosamente, dijo:

— ¡Hágase en mí según tu palabra!

El día de Jueves Santo dijo misa por última vez, dio la comunión a todos los monjes, lavó los pies a los pobres y, llegada la hora de comer, hízolo con la comunidad; todos vieron salir de su rostro rayos de celestiales resplandores, señal cierta de la grande gloria que en breve iba a recibir en premio de sus virtudes.

Después de comer quiso lavar los pies a los religiosos, pero no pudo hacerlo por un recio dolor de costado que le sobrevino y le duró toda la tarde y hasta la media noche siguiente.

La noche del Sábado Santo sintió el abad que arreciaban sus dolores y, presumiendo que era ya llegada la hora de dejar este mundo, llamó al religioso que le cuidada y le dijo:

—Ya sabes, hijo mío, que la fiesta de Pascua debe celebrarse muy solemnemente; anda, pues, y tráeme el hábito nuevo que guardas en tu celda.

Ese hábito era un cilicio sin estrenar que quería ponerse para morir.

Al oír que los monjes cantaban en Maitines estas palabras del segundo responso: “Habiendo llegado al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús…”, manifestó el bienaventurado Guillermo que deseaba le administrasen el sacramento de la Extremaunción y, al ver entrar en su aposento al prior y a los monjes, sólo dijo estas palabras: «¡Daos prisa, daos prisa!»

Acabada la ceremonia, mandó que le acostasen sobre un cilicio y ceniza y, estando en esa postura humilde y penitente, al amanecer del glorioso día de Pascua, dio su bendita alma al Señor. Era el día 6 de abril de los años de 1202 ó 1203; Guillermo tenía noventa y ocho años de edad y por espacio de cuarenta había desempeñado el cargo de abad.

Quiso Dios hacer glorioso el sepulcro de San Guillermo obrando en él innumerables y portentosos milagros; porque todos los enfermos que acudieron a venerar sus preciosas reliquias y pedir la curación de las dolencias que los afligían cobraron la salud; y aun los mismos animales experimen­taban la protección del Santo, y con la invocación de aquel bienaventurado siervo del Señor, calmábanse al punto las más furiosas tempestades.

Tantos prodigios y tan maravillosos, movieron al Papa Honorio III a inscribir a San Guillermo en el Catálogo de los Santos. Habiendo el mencionado Pontífice encargado al cardenal Crescenzi, legado suyo en Dinamarca por los años de 1220, que hiciese una encuesta y averiguación en los lugares donde vivió el Santo, canonizole solemnísimamente a los 21 de enero del año 1224, y los daneses le tuvieron grande amor y veneración, hasta que la Revolución protestante vino a enseñorearse de aquella nación, durante el reinado de Cristián III.

Sus sagradas reliquias se hallan en el monasterio de Ebbelholt, a donde fueron trasladadas por los años de 1238.

Oración de San Guillermo a la Santísima Virgen María:

¡Oh Madre de Dios! A Vos acudo, y os suplico que no me desechéis, ya que toda la comunión de los fieles os titula y proclama Madre de misericordia. 

De tal manera Vos sois amada de Dios, que siempre os escucha; vuestra piedad jamás ha faltado a ninguno; vuestra dulce afabilidad no ha rechazado nunca a pecador alguno por grande que fuera su crimen, si se ha encomendado a Vos. 

¿Por ventura la Iglesia en vano os llamaría su abogada y el refugio de los miserables? 

Dios no permite que mis culpas os impidan ejercer el grande oficio de piedad que se os ha confiado en calidad de abogada y mediadora de  paz, única esperanza y refugio seguro de los desdichados.

Dios no permita que su Santísima Madre, la cual dio a luz la fuente de misericordia por la salvación de todo el mundo, rechace a ninguno de los miserables que acudan a ella. 

Vuestro oficio es el de reconciliadora entre Dios y los hombres; socorredme, pues, con vuestra inagotable misericordia, que es mucho mayor que todos mis pecados.

Amén.

R.V.