ARZOBISPO.
DOCTOR de la IGLESIA.
Festividad: 4 de Abril.
El insigne doctor San Isidoro fue natural de Cartagena, donde su padre, el duque Severiano, ejerció el cargo de gobernador. Tuvo por hermanos a San Leandro, arzobispo de Sevilla y gran amigo de San Gregorio Papa; a San Fulgencio, obispo de Écija, y por hermana a Santa Florentina, monja. Todos ellos fueron santos y, como tales, celebrados en la Santa Iglesia. Algunos dicen que también fue su hermana Teodosia o Teodora, mujer del Rey Leovigildo, y madre del glorioso príncipe de las Españas y mártir, San Hermenegildo, y del Rey Recaredo, su hermano, por cuya industria y celo los godos herejes arrianos de las Españas se convirtieron a la Fe católica en el tercer Concilio toledano. Pero la gloria de unos y otros, con ser tan grande, palidece y queda como eclipsada por los vivos resplandores de la opinión de sabiduría y santidad de Isidoro, último vástago de la noble familia andaluza. «Insigne en santidad y doctrina —dice el Martirologio Romano—, ilustró a las Españas con su celo en favor de la Fe católica y su observancia de las disciplinas eclesiásticas».
El nombre de Isidoro se pronuncia con igual respeto por amigos y adversarios, y en todas las historias de nuestra genial literatura.
Nació San Isidoro por los años del 570. Siendo niño y estando aún en la cuna, vio su hermana Florentina que un enjambre de abejas andaba alrededor de su boca y subía al cielo; lo cual se escribe también de San Ambrosio y de Santo Domingo, y se tomó como pronóstico de la sabiduría y elocuencia grandes que habría de tener.
Pasada la primera edad, le pusieron sus padres al estudio, siendo su maestro su mismo hermano San Leandro que era ya obispo de Sevilla, en cuya sede le había de suceder algunos años después. San Leandro quería entrañablemente a su hermanito, pero anteponía los cuidados del alma a los del cuerpo y, si era menester, le castigaba, enseñándole a vencer la pereza.
Mas, aunque el niño trabajaba con buena voluntad y cuidado, hallaba gran dificultad en aprender las letras. Desconfiando de su aprovechamiento, determinó dejar el estudio y no pasar adelante en cosa que le costaba tanto trabajo y de la cual sacaba tan poco fruto. Estando en este pensamiento, se fue cierto día a pasear por el campo en vez de acudir a la lección, y anduvo vagando hasta que, rendido de sed y de cansancio, se le ocurrió sentarse junto a un pozo. A poco de estar allí sentado, echó de ver que en el brocal, que era de piedra dura, había canales, surcos y hoyos que con el uso y el tiempo habían hecho las sogas y las lluvias, y dijo entre sí: «Pueden las sogas y las gotas de agua cavar la dura piedra y hacer estas señales con la constancia del tiempo, y ¿no podrán la costumbre y el continuo estudio ablandar mi cerebro e imprimir en mi alma la ciencia y doctrina?»
Con esto volvió a su estudio, diose muy de veras a toda ciencia y fue en ellas tan consumado, que no hubo en su tiempo quien le igualase en ningún género de letras divinas y humanas, ni en las lenguas latina, griega y hebrea que sabía perfectamente, como se ve en los muchos y excelentes libros que escribió de varias y raras materias, con las cuales ilustró a la Iglesia y mostró la excelencia de su ingenio y sabiduría, y cuyo catálogo escribieron sus discípulos San Ildefonso y San Braulio, arzobispos respectivamente de Toledo y Zaragoza.
El Rey Leovigildo había martirizado a su hijo San Hermenegildo, y desterró a San Leandro y a San Fulgencio. Afligiose sobremanera Isidoro con esto; pero no desmayó su ánimo, antes bien, quiso proseguir la lucha emprendida por sus dos hermanos contra los herejes, a los cuales se opuso con gran valor. Disputó con ellos con tanto celo, elocuencia y doctrina que, no pudiendo resistirle ni responder a sus argumentos, trataron de matarle, teniendo por afrenta el verse vencidos de un mozo de tan pocos años, como entonces era Isidoro; y pusiéranlo por obra si Dios se lo hubiera consentido; pero le destinaba a mayores cosas.
Entretanto llegole al Rey Leovigildo la hora de la muerte, y como si en aquel supremo trance quisiera arrepentirse de sus horrendos delitos y aplacar por algún medio la justa ira y venganza del Señor, hizo volver del destierro a San Leandro, le llamó junto a sí, y le encargó de la crianza y tutela del joven príncipe Recaredo.
Gran contento y alegría experimentó Isidoro con la vuelta del destierro de su hermano mayor, por lo mucho que le estimaba y por las vivas ansias que tenía de pelear junto a él en defensa de nuestra Fe y sacrosanta Religión. San Leandro tuvo noticia del grave peligro en que estaba Isidoro de perder la vida en manos de los arrianos, le reprimió para que no disputase más con ellos y determinó encerrarle en un monasterio para librarle del peligro; lo cual hizo, teniéndole recluso hasta que él murió; y para que Isidoro se aprovechase de aquel retiro y se preparase en él debidamente a la vida eclesiástica, puso a su disposición los más sabios maestros que a la sazón florecían en las Españas.
Tuvo en ello San Leandro inspiración del Señor, que quería traer a su siervo Isidoro a extraordinaria santidad de vida por la práctica rigurosa y constante de las virtudes monásticas en aquellos años que vivió en el convento, cuyo recuerdo quedó grabado en su mente y corazón, como se echa de ver en sus escritos del monaquismo, y más todavía en la sapientísima regla de veinticuatro capítulos que escribió para los monjes españoles. Aunque se refiera poca cosa de la vida que llevó Isidoro mientras fue monje, no cabe duda que se ejercitaría en todas las virtudes que deben resplandecer en un ministro del Señor, y se capacitaría para la carga del episcopado. Por lo cual no es de maravillar que, al morir San Leandro, le sucediese Isidoro en la sede de Sevilla; porque, aunque estuviese escondido en el claustro, no había persona que se olvidase del joven clérigo que años antes había defendido la verdadera Fe con tanto denuedo y elocuencia.
Habiendo muerto San Leandro y vacando la Iglesia de Sevilla, el Rey Recaredo, que deseaba proveerla de un singular y católico doctor, nombró a Isidoro por arzobispo y sucesor de su hermano en aquella Silla, con grandísima satisfacción y contento de la ciudad de Sevilla y de todo el Reino de Toledo, por la grande opinión que tenían de su santidad y doctrina. Todos se congratulaban de su exaltación, menos él, que lloraba y se tenía por indigno de aquella distinción, suplicando al Rey que eligiese a otro que fuese digno de ella; pero, viendo que no le valían sus ruegos, bajó la cabeza y rindiose a la voluntad del Señor.
Pronto resplandecieron sus virtudes y el mundo quedó alumbrado con el brillo de su ciencia. Eran admirables su humildad, caridad, benignidad, afabilidad, modestia, paciencia y mansedumbre.
Lo que más afligía su corazón de padre y pastor eran los abusos y desórdenes del clero, y el olvido de las leyes eclesiásticas. Con el fin de reglamentar la vida de los clérigos y las relaciones de los sacerdotes con los obispos, juntó un concilio en Sevilla en el año 619 y otro en Toledo en el 633, restableciendo con ello en las iglesias españolas los estatutos apostólicos, los decretos de los Padres y las principales instituciones de la santa romana Iglesia.
Era piadosísimo con los pobres, apacible con los ricos, fuerte con los poderosos, devotísimo en la iglesia, vigilante en la reforma de las costumbres, constante en la disciplina eclesiástica, suavísimo para todos; y para sí, riguroso y severo.
Mas porque entendió que la traza y fundamento de todo lo bueno que se quiere edificar en la nación es la instrucción de la juventud y la crianza de los hijos en virtud y letras cuando están blandos y admiten fácilmente cualquier impresión, edificó algunos colegios en que se instruyesen los mozos, no solamente de su arzobispado, sino también otros de todas las Españas que a ellos quisiesen acudir, como hacían muchos. El santo prelado les daba preceptos, ordenaba lo que habían de aprender, y les enseñaba las cosas más altas, como maestro superintendente de todos, siempre en aras de su celo y caridad.
Eran esas escuelas verdaderas universidades de las que salieron varones, insignes, eminentes en sabiduría y santidad, como San Ildefonso y San Braulio; en ellas se enseñaba Latín, Griego y Hebreo, Historia y Geografía, Astronomía y Matemáticas, y además Sagrada Escritura, Derecho, Filosofía y Teología. Para los estudiantes que a ellas acudían, escribió el ilustre San Isidoro multitud de tratados cuya extensión y profunda doctrina pasman a los mayores ingenios, porque abrazan todos los conocimientos humanos de aquella época, desde la más sublime Teología hasta la Agricultura y Economía rural. La principal de sus obras, o sea los veinte libros de los Orígenes o Etimologías, es una verdadera Enciclopedia o Diccionario universal que descubre el raro y agudo ingenio de su autor, como también su extraordinaria erudición y asombroso trabajo de investigación.
A juicio del santo Doctor, la verdadera ciencia debe tener por fundamento el profundo conocimiento de la divina Revelación, porque estaba convencido de que los males de la sociedad, las discordias civiles y las discusiones entre clérigos, tienen por causa primera y principal la ignorancia de la Sagrada Escritura; y así, para fomentar su estudio, revisó la Vulgata y escribió sapientísimos comentarios desentrañando su sentido espiritual; sus obras exegéticas constituyen un admirable tratado de Sagradas Letras.
Presidió el IV Concilio toledano y el II hispalense, en los cuales fue de gran peso su parecer para esclarecer los dogmas de nuestra Santa Fe y deshacer los errores contrarios y para la reforma de la vida y costumbres de los fieles. En el Concilio hispalense convenció a un obispo sirio, llamado Gregorio, infectado de la herejía de los acéfalos, teniendo con él pública disputa en la catedral de Sevilla en presencia de la muchedumbre que llenaba el templo. Cinco horas duró la disputa y al cabo Gregorio reconoció sus errores y los confesó, y se redujo a la Fe católica por la doctrina y prudencia de San Isidoro, del cual dicen algunos que fue luego a Roma, llamado por San Gregorio Papa, que en Constantinopla había tenido muy estrecha amistad con San Leandro, su hermano, y le había dedicado el maravilloso libro de los Morales que escribió sobre Job. Isidoro fue recibido con grande contento y alegría de toda la corte y ciudad.
Fue devotísimo de la Santa Sede apostólica romana, reconociéndola por madre y maestra de todas las Iglesias y por puerto seguro de la Fe católica, a la cual se deben acoger los fieles en todas las borrascas y tempestades; y así en una carta que escribió a Eugenio, Arzobispo de Toledo, que le había preguntado si todos los Apóstoles habían recibido de Cristo igual potestad, le responde estas palabras: «En lo que preguntáis de la igualdad de los Apóstoles, Pedro es superior a todos, el cual mereció oír del Señor: Tú serás llamado Cefas; tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y no de otro sino del mismo Hijo de Dios y de la Virgen recibió el primero la honra del pontificado en la Iglesia de Cristo, y después de la resurrección del Hijo de Dios, mereció oír: Apacienta mis corderos, entendiendo por corderos a los prelados de las Iglesias. Y aunque la dignidad de esta potestad se extiende a todos los Obispos católicos, con privilegio y gracia singular es propia del Pontífice romano, como cabeza de toda la Iglesia y más excelente que sus miembros, la cual durará siempre, y así, el que no le obedece con reverencia y vive apartado de su jefe, queda sin espíritu y vigor como hombre sin cabeza».
Compuso y reformó el oficio eclesiástico de la Misa y de las otras Horas para que en todas las España se rezase de la misma manera, e hizo misal y breviario que por su nombre se llamó de San Isidoro y después, toledano, porque fue aprobado en un concilio de Toledo. También se llamó mozárabe, por haber usado de él los cristianos que vivían entre los moros, y por esto los llamaban mozárabes, o mixti arabes, porque estaban mezclados entre los árabes y moros. Hoy día hay dos parroquias en la ciudad de Toledo que en algunos días del año usan de este oficio de San Isidoro, y en la santa iglesia Catedral de esta ciudad existe la capilla de los mozárabes, con ocho capellanes, fundada por don Francisco Jiménez de Cisneros, arzobispo y cardenal de Toledo.
También en Salamanca subsiste todavía una fundación algo posterior a Cisneros, hecha por el doctor Rodrigo Arias Maldonado, llamado el doctor de Talavera, por la que se celebra misa según el rito mozárabe seis días al año.
A pesar de los grandes trabajos que tenía siempre entre manos, visitaba con mucha frecuencia todos los pueblos de su diócesis y, no contento con eso, recorría también todas las provincias del Reino, llevado del encendido amor que tenía a las almas, y predicaba por doquier la salvadora doctrina evangélica. Se apenaba su alma por la ceguera y el empedernido corazón de los judíos, que por entonces eran muchos e influyentes en España. A su hermana Santa Florentina dedicó Isidoro un excelente tratado contra los errores de los judíos, y al Rey Sisenando le instó a que intentase trazas y estudiase medios para traerlos a la verdad. El Señor premió su celo con algunas conversiones.
Su influencia cerca de los reyes visigodos fue considerable. Ninguna cosa importante emprendían los príncipes sin haber antes pedido el parecer del insigne prelado, el cual prestó en toda ocasión al poder civil ayuda leal y desinteresada. Fue el primero que firmó el decreto por el cual se trasladaba la silla metropolitana de Cartagena a Toledo, la nueva capital visigoda. En los concilios, solía solicitar el concurso del soberano para la ejecución de los decretos episcopales, y él a su vez se anticipaba a los deseos del príncipe otorgándole privilegios en asuntos eclesiásticos.
A instancias del Rey Sisenando, dio forma a la constitución política de España en el IV Concilio toledano, inaugurando, o por lo menos consolidando, el régimen de estrecha unión de los poderes civil y religioso, y asentando en la legislación del Reino los más provechosos principios del Derecho canónico. Mas aquel régimen no podría durar si los príncipes traspasaban las obligaciones de su cargo. Por eso, el oráculo de las Iglesias de las Españas, San Isidoro, les recuerda con energía esas obligaciones en sus escritos y discursos.
Poco tiempo antes de su muerte presidió un Concilio. Habiendo votado los obispos cuanto Isidoro había propuesto para el buen gobierno de las Iglesias, levantose ante la ilustre asamblea, avisándoles y profetizándoles que si se apartaban de la ley santa del Señor y de la doctrina evangélica que habían recibido, caería España de la cumbre de aquella felicidad en que estaba en un abismo de gravísimas calamidades y miserias, y se vería afligida de hambre, peste y espada; pero que si después reconociesen y llorasen sus pecados e hiciesen penitencia de ellos, Dios los levantaría a mayor estado y felicidad, y los haría más gloriosos que a otras muchas naciones; lo cual vemos cumplido en la destrucción de las Españas por los moros que la dominaron por espacio de ocho siglos; mas después de haberlos vencido y echado de su Reino, el Señor las llenó de gloria en los reinados de los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II, que por la extensión de sus Estados podía decir «que en ellos no se ponía nunca el sol».
San Isidoro gobernó santamente su Iglesia por espacio de treinta y seis años. Entendiendo que se acercaba el tiempo en que Dios le quería llevar para sí, se dio con más fervor a la oración y obras de misericordia y penitencia, para mejor disponerse a la muerte. Al cabo, habiendo hecho llamar a dos obispos amigos suyos, Eparcio y Juan, se hizo llevar a la iglesia de San Vicente y, habiendo tomado asiento en el presbiterio en un lugar desde donde podía dar la postrera bendición a su amado pueblo, despojose él mismo de sus vestidos y, cubiertas sus carnes de cilicios y ceniza, hizo al Señor esta oración:
—Señor Dios, que conoces el corazón de los hombres; Tú, que perdonaste al publicano todos sus pecados cuando humildemente se daba golpes de pecho allá lejos del altar, al que no se creía digno de acercarse; Tú, que devolviste la vida a Lázaro cuatro días después de su muerte: oye ahora mi confesión y aparta tus ojos de los innumerables pecados que cometí contra tu soberana Majestad. Acuérdate, Señor, que para mí, pecador, y no para los justos, pusiste en tu Iglesia el saludable baño del sacramento de la Penitencia.
Pidió luego la absolución y después con gran humildad, devoción y reverencia recibió de mano de los obispos el cuerpo y sangre del Señor, postrado en el suelo, y pidió perdón a todos los presentes y ausentes, por si a alguno hubiese ofendido, y encomendó a todos el amor fraternal y la caridad.
Finalmente, habiendo mandado llamar a todos sus sacerdotes, les perdonó las deudas, dio a los necesitados todo lo que tenía y así, pobre de espíritu y rico en Cristo, puesto sobre ceniza delante del altar mayor, bendijo al pueblo y dio su bendita alma al Señor y Criador a los 4 de abril del año del Señor del 636, el primero del reinado de Chintila.
Su cuerpo fue sepultado en Sevilla y, habiéndose apoderado los moros de aquella ciudad, Fernando I, Rey de Castilla y León, con grandes y ruegos dádivas alcanzó de Benabeto, Rey moro de Sevilla, que le diese el cuerpo de San Isidoro, y lo llevó a León y le colocó en el suntuoso templo de su nombre, que para este efecto había edificado, donde al presente está en un arca de oro con la decencia y reverencia que conviene.
Obró Dios muchos milagros por mediación de San Isidoro tanto en vida como en muerte, siendo dos de ellos la resurrección de una mujer asfixiada por la muchedumbre y la curación de un ciego con sólo tocar el guante del Santo; y en las guerras que los cristianos hicieron contra los moros, invocando su favor fueron socorridos y ayudados. Todas las Españas han recibido notables beneficios de su santidad, doctrina y particular patrocinio.
Vivió San Isidoro entre las dos edades Antigua y Media, y así nos ha transmitido las enseñanzas de los insignes doctores que le precedieron; muchos le consideran el último Padre de la Iglesia latina.
El VIII Concilio toledano le llamó «Doctor excelentísimo, gloria y prez de la Iglesia y el más ilustre varón de los postreros siglos»; el Papa León IV nombraba a San Isidoro en parangón con San Jerónimo y San Agustín. La santidad de Inocencio XIII le proclamó Doctor de la Iglesia universal a los 25 de abril del año 1722.
Oración:
Jesucristo sólo evocando tu gran Misericordia puedo entender que me llames a ser sal que dé sabor a la vida de las personas de mi entorno, y ser luz que les alumbre en el camino de la salvación, que eres Tú.
San Isidoro, con tu ayuda generosa podré cumplir la misión de transmitir y contagiar la Fe, como tú hiciste, con el ejemplo y la palabra, en vivo y por internet.
San Isidoro, que cada día pierdan poder aquellos que usan de este medio para hacer el mal, y crezcamos los que nos servimos de internet para la formación humana y cristiana, en la que tú eres Doctor, que este medio nos ofrece en abundancia.
Por Jesucristo Nuestro Señor. Amen.