OBISPO.

Festividad: 3 de Abril.

Era Ricardo el más joven de los tres hijos de Ricardo y Alicia de Wiche. Nació el año 1197 ó 1198 en el condado de Worcester (In­glaterra), en la pequeña ciudad de Wiche —hoy Droitwich— situada en las riberas del río Salwarp, muy próxima al bosque de Fakenham y muy célebre ya en tiempo de los romanos por sus baños salinos. En edad temprana los tres niños perdieron a sus padres y heredaron las propiedades de Burfard que pasaron, como es natural, a manos de tutores, los cuales se mostraron interesados y muy negligentes en el cum­plimiento de sus obligaciones. Entretanto, mostraba Ricardo su inclinación a la lectura al par que daba señales de gran aptitud para la gerencia de los negocios.

Cuando llegó el momento de entregar las propiedades al hijo mayor, hallábanse éstas en estado lamentable, por lo cual, no sintiéndose el jefe de familia con arrestos para remediar tamaño desorden, rogó a su hermano menor que lo tomara por su cuenta. Ricardo, que a la sazón se dedicaba a los estudios, dejó de lado los libros, puso manos a la obra y, tras una labor ímproba y constante, restableció el orden en el patrimonio familiar. El hermano mayor se lo agradeció muy de veras, le ofreció todos sus derechos familiares y aun le propuso un enlace ventajoso con una noble propietaria que hubiera asegurado su felicidad doméstica. Ricardo permaneció insensible a los encantos de la joven no menos que a los atractivos de la fortuna, y, comprado que hubo unos libros con el dinero de que disponía, se encaminó a Oxford para proseguir allí sus estudios.

Mucho tuvo que sufrir en esta ciudad universitaria, no sólo por las privaciones materiales, sino también por el trato con hombres de toda clase, a algunos de los cuales veíaseles entregados a las más violentas pasiones. Vivía en el mismo aposento que otros cuatro estudiantes que le eran simpáticos y que incluso le dieron un hábito.

En Oxford se aficionó Ricardo extraordinariamente a la Filosofía y para más perfeccionarse en ella se trasladó a París. El tenor de su vida en esta capital fue más o menos como en Oxford y, llegado el momento de graduarse, volvió a esta universidad. Poco después, le vemos en Bolonia, en la célebre escuela de Derecho civil y canónico. Uno de los profesores quedó tan prendado de sus vastos conocimientos que le ofreció la mano de su hija; pero no entraba el matrimonio en los planes de Ricardo. Regresó a Inglaterra, se estableció en Oxford, dio principio a la vida pública y poco después fue elegido canciller de la Universidad.

Extendíase su fama cada día más; la capacidad y los talentos extraordinarios que manifestaba no pasaron inadvertidos a dos persona­jes eclesiásticos de los más principales del Reino; San Edmundo, pri­mado de Inglaterra, y Roberto Grossatesta, obispo de Lincoln, que quería nombrarle canciller de su diócesis. Edmundo iba tras él, no tanto por su vasta erudición cuanto por la santidad de su vida; Grossatesta, aunque piadoso, estaba prendado sobre todo de sus cualidades intelectuales. El santo aventajó al sabio, y Ricardo fue nombrado canciller de Canterbury.

Dicho nombramiento le ponía muy de manifiesto en la vida pública de la Iglesia y de Inglaterra, que a la sazón estaban estrechamente unidas. Entablose íntima amistad entre el primado y su canciller, siendo de notar que ambos habían hecho la carrera sin dinero y sin apoyo alguno. San Edmundo tenía que habérselas con Enrique III tocante a la elec­ción de los obispos, y no omitía ocasión de consultar a Ricardo como amigo y consejero. Cuando se hubo agudizado el conflicto con el soberano hasta el punto de obligar al prelado a salir de Inglaterra, Ricardo pasó también el Canal de la Mancha, y ambos fijaron su residencia, con algunos acompañantes más, en la abadía de Pontigny de Francia. En estos días tristes, el canciller no dejó un solo momento a su arzobispo, a quien acompañó más tarde a Soissy.

San Edmundo, abrumado por las penas morales, murió el 16 de noviembre de 1240. Ricardo se quedaba solo. También él había sufrido por la justicia y por la libertad procesos e inquietudes sin cuento, pillajes y pérdida de la propia hacienda, fatigas corporales, desprecios, insultos y por fin extrañamiento de su patria. Salvo la muerte, que le respetó en el destierro, su vida en aquellos años tristes fue idéntica a la de San Edmundo.

Quedábale un consuelo, el de poder realizar un proyecto que hacía largos años meditaba: ser sacerdote. Este ideal le sostuvo en las horas angustiosas de su vida. Se encaminó, pues, al convento de los dominicos de Orleans para terminar los estudios de Teología y recibir las Órdenes Sagradas. Al igual que su maestro San Edmundo, siempre había puesto en práctica las reglas de la ascética y las penitencias corporales; mas una vez sacerdote, acrecentó de tal modo el número y rigor de sus mortificaciones que, doquiera se le veía, era objeto de admiración.

En Orleans edificó un oratorio a San Edmundo, primero de la serie que más adelante levantó en Inglaterra a su santo amigo. Esa pasión de erigir iglesias dedicadas al santo arzobispo era muy conforme con la trayectoria y el sentido que para nosotros tiene su vida. Como sacerdote apartó toda preocupación de su propia persona; su único ideal era el servicio de Dios y nadie le pareció haberlo realizado mejor que San Edmundo, el prelado a quien tan íntimamente conoció, y a quien la Iglesia elevó a los altares en 1247.

De regreso a Inglaterra, pareciole posible emplear el resto de sus días al tranquilo ejercicio de su ministerio sacerdotal y, efectivamente, regentó por espacio de varios años la parroquia de Deal y fue luego rector de Charing; pero en 1244 nuevamente era llamado a ejercer el cargo de canciller en Canterbury. A San Edmundo había sucedido el Beato Bonifacio de Saboya, prelado joven todavía pero muy apostólico y dotado de gran firmeza de carácter.

Ricardo pasó poco tiempo al servicio del arzobispo. Hombre éste de cla­rividencia sin igual, habíale juzgado digno de más elevado cargo. Habiendo quedado vacante en 1244 la sede episcopal de Chichester, los canónigos eli­gieron al archidiácono Roberto Passelewe; pero el arzobispo Bonifacio, que reivindicaba para sí y sus sufragáneos el derecho de hacer el referido nombra­miento, reunió a los obispos de su archidiócesis en sínodo que anuló la elec­ción de Passelewe y nombró en su lugar a Ricardo.

Esta elección, si bien agradó al arzobispo y a sus amigos, desagradó sobremanera al Rey Enrique, pues veía eliminado a aquel de quien tanto podía prometerse, dada la afinidad de ideas que entre ambos existía. En cambio, veía enaltecido a un adversario suyo, antiguo canciller y consejero del arzobispo Edmundo, con quien había saboreado el amargo pan del destierro.

No era Enrique III hombre que tomase a medias sus providencias cuando se trataba de hacer sentir su desagrado. Apoderose de casi todas las rentas de la sede de Chichester y se negó a devolverlas. La posición de Ricardo era poco envidiable. Encontrábase obispo electo y no podía tomar posesión de su sede, porque el soberano fingía ignorar hasta su misma existencia. Resolvió, pues, entrevistarse con el Rey y expli­carle su proceder. No duró mucho la entrevista, porque, habiendo venido Ricardo a reclamar sus derechos en interés de sus diocesanos, el Rey tenía decidido rehusarlo todo al que consideraba como a intruso. El prelado exi­gía la restitución de las rentas de su diócesis, cuando lo que el Rey pedía eran explicaciones a Ricardo acerca de su proceder pasado y excusas por las ofensas que juzgaba haber recibido.

Ricardo tuvo, pues, rotunda negativa del soberano a todas sus demandas. Segunda vez se presentó a Enrique para exponerle sus anhelos de justicia, y segunda vez le despidió el Rey sin hacerle caso. Varios meses permaneció aún Ricardo en esa difícil situación. Al fin, se decidió a presentar el caso a la Santa Sede para saber de una vez a qué carta quedarse: o era confir­mada su elección de obispo y quedaba así trazada la línea de conducta para lo porvenir, o estaría libre de retirarse de la vida pública; esta última solu­ción era la que más le agradaba. Salió para Lyon, y en 1245 presentó su solicitud a Inocencio IV, que celebraba allí un Concilio.

Conociendo la causa de aquel Concilio, puédese imaginar la acogida que haría el Papa al obispo Ricardo. El emperador de Alemania Federico II se hallaba en guerra declarada con el Papa, e Inocencio IV se proponía lanzar en aquel Concilio excomunión contra él. Apoyar a Ricardo en esta ocasión, ¿no sería tal vez enajenarse al soberano que proveía a la Iglesia romana de la mayor parte de los ingresos? Mas no podía el Papa sacrificar los derechos de un obispo por cálculos tan ruines. En lo demás, como el Rey de Ingla­terra tenía voz y voto en la elección de los obispos y en el caso presente se había obrado sin contar con él, declaró el Papa que en ello había flagrante injusticia para con Enrique. Fuera de esto, la elección de Roberto Passelewe hecha por los monjes era debida a la presión que sobre ellos ejerciera el Rey.

En tales condiciones, el Papa declaró irregulares ambas elecciones, y luego por su propia autoridad nombró a Ricardo obispo de Chichester, confirién­dole personalmente la consagración episcopal el día 12 de marzo de 1245.

Inmediatamente fue enviado Ricardo a Inglaterra por Inocencio IV, portador de los documentos por los que se anunciaba al Rey que debía dar a Ricardo posesión de la sede de Chichester y devolverle las rentas de su dió­cesis. De camino, detúvose el Santo en Pontigny para orar una vez más ante la tumba de San Edmundo y, fortalecido por el recuerdo de los sufrimientos que el desterrado había soportado, se encaminó hacia las costas de Inglaterra. Furioso el Rey de haber sido vencido por el obispo, rehusó dar su plácet a la decisión pontificia y siguió en posesión de las rentas de Chi­chester.

Ricardo se puso, pues, a la obra careciendo de casa y de dinero. Su vida era la de un recluso. Muchos le seguían con la mirada cuando tranquilo pasaba por las calles a cumplir las obligaciones de su mi­nisterio; y muchos también se daban cuenta de sus necesidades, pero no osaban ampararle por temor a las iras del Rey. Hubo con todo honrosas ex­cepciones, y es digna de mención entre todas ellas la del presbítero Simón, párroco de la aldea de Ferring, en los confines de Sussex. Pobre era, pero no puso reparo en recibir a Ricardo bajo su tutela. ¡Qué situación tan pere­grina la de un obispo que pide limosna a un modesto párroco!

Esa vida que aceptó Ricardo para permanecer fiel a su deber, era a las veces sobrado rara y peregrina en un obispo de aquel tiempo. La diócesis era extensa, y, para cumplir la visita pastoral, había de viajar el prelado con la mayor pobreza y casi solo, cruzando inmensas extensiones cortadas frecuentemente por pantanos y por erizados breñales, lo cual hacía que la vida del misionero fuera sumamente penosa.

El mayor dolor para el bondadoso prelado era ver sufrir a los suyos y no tener con qué aliviarlos. Ricardo, que vivía entre los pobres como el más pobre, no podía hacer nada para mitigar su angustia. ¡Cuántas afrentas y vejaciones hubo de soportar! Cada vez que el Rey iba a Windsor, el prelado se presentaba en palacio, pero cada vez era cortésmente despedido o bruscamente expulsado.

Este será el sitio de reproducir el relato que su confesor hace de una de esas visitas.

Cierto día que Ricardo se acercaba al real sitio, uno de los mariscales de la corte dirigiole una mirada furibunda y le dijo:

—¿Cómo os atrevéis a penetrar en este palacio, sabiendo como sabéis que el Rey está sumamente enojado contra vos?

Y, no ignorando él cuán cierto era todo ello, hallose desconcertado y, corrido y avergonzado, se alejó del palacio y fue a buscar sociedad entre su grey.

Por fin, transcurridos dos años de resistencia, el Rey se vio forzado so pena de excomunión a entregar la sede de Chichester a su legítimo obispo; pero tales disposiciones había tomado, que los administradores no remitieron un céntimo a Ricardo y, por mucho que protestara durante su episco­pado y aun en su testamento, jamás pudo conseguir nada de las rentas de esos dos años.

Apenas tomó posesión efectiva acordose que había un sepulcro amado en tierra extranjera y voló a Francia a postrarse ante el cuerpo de San Edmundo. Quería exhumar sus reliquias, y él en persona tuvo parte en la traslación. De ello hizo mención en carta dirigida al abad de Begeham, de la cual son estas líneas:

Para que estéis al corriente de la traslación y del estado del cuerpo del bienaventurado Edmundo, habéis de saber que en la fiesta de la Santísima Trinidad, esto es, el 2 de mayo de 1247, al abrir el sepulcro de nuestro santo padre Edmundo, por la noche, a presencia de varias personas, se halló el cuerpo entero y exhalando suavísimo perfume; la cabeza con sus cabellos, el rostro con sus colores naturales, el cuerpo con todos los miembros… Con nuestras propias manos palpamos su santo cuerpo; con gran esmero, sumo respeto y continuada satisfacción le hemos peinado los cabellos de la cabeza, espesos y bien conservados.

El hambre hacía estragos en Inglaterra y el pueblo reclamaba urgentemente la presencia de Ricardo, el cual, acabada la ceremonia partió de Francia sin que fuera capaz de detenerle una tempestad que en aquellos días sacudía las costas del Canal de la Mancha.

En adelante, la vida de Ricardo fue muy distinta de la que antaño llevara, sin por esto suprimir nada de su austeridad. Si presidía un ban­quete, no tocaba los manjares delicados que le ponían delante. Bajo las suntuosas vestiduras episcopales, llevaba de continuo un cilicio y unas cadenitas de hierro que laceraban sus carnes. No había menguado su amor a los pobres; al contrario: ahora que disponía de dinero lo repartía más a menudo y en mayor cantidad, de modo que los indigentes salían amplia­mente beneficiados. Durante el azote del hambre que se inició el mismo año en que Ricardo tomó posesión de su sede, destinó todos los ingresos de pala­cio al alivio de los menesterosos.

Pero con ser tanta su caridad para el remedio de las necesidades corporales, tomaba más a pecho todavía el bien espiritual de sus ovejas; el activo prelado se llegaba a caballo hasta la choza más apartada; veíasele por doquier predicando y administrando los Sacramentos, radiante de alegría al ver la amable acogida que le hacían los pescadores a lo largo de las ribe­ras del mar, de cuyas casuchas diríase que le costaba salir.

En punto a disciplina eclesiástica, era Ricardo muy exigente. AI encargarle el cuidado de la diócesis, que se hallaba en estado lamentable, su pri­mer cuidado fue juntar el Cabildo y redactar estatutos contra los abusos. Gustábale mucho el esplendor de las ceremonias y quería que los ornamen­tos y los manteles del altar estuvieran irreprochablemente limpios. El sacer­dote que no predicaba o que lo hacía sin preparación, quedaba suspenso de licencias. Él mismo, en esto, como en todo lo demás, era admirable ejemplo para su clero.

Ricardo, aunque severo y rígido en cuestiones de derecho y de justicia, mostraba siempre una afabilidad y mansedumbre inalterables.

Cierto día el conde de Arundel —incurso en excomunión— tuvo, bien a pesar suyo, que tratar un asunto con el obispo de Chichester. Contrariamente a lo que él esperaba, halló al prelado muy cortés, suspendiendo la excomunión mientras era su huésped y tratándole con toda suerte de consi­deraciones.

Las penalidades de los peregrinos en Tierra Santa conmovieron hondamente al santo prelado, que fue ardiente predicador de la Cruzada y, aunque no fueron coronados con feliz éxito sus esfuerzos, no cejó en su ardoroso celo.

En 1253, a consecuencia del fracaso de la expedición de San Luis, el obispo inició con bélico ardor la predicación de una nueva Cruzada, pudiéndose afirmar que todas las ciudades de Inglaterra oyeron su cálida palabra. Al llegar cerca de Dover, las fuerzas vinieron a faltarle y fue trasladado al hospital de Santa María donde, a pesar de su delicado estado, prometió con santa alegría asistir a la consagración de una pequeña iglesia en honor de su amigo San Edmundo. Al día siguiente cumplió con lo que él creyó ser el último acto público de su vida y, durante la ceremonia religiosa, dirigió al pueblo algunas palabras, que un historiador nos ha conservado.

— Amadísimos hermanos —les dijo—, os conjuro a que bendigáis y alabéis conmigo al Señor que nos ha otorgado la gracia de hallamos reunidos a esta dedicación en honor suyo y de nuestro padre San Edmundo. Lo que he pedido desde que tengo la dicha de poder celebrar el santo sacrificio, lo que en mis plegarias he solicitado siempre es que antes de acabar mis días pueda siquiera consagrar una basílica a San Edmundo. Así que doy al Señor las gracias más rendidas por haber colmado los deseos de mi corazón; y ahora, carísimos hermanos, habéis de saber que me consta que en breve he de abandonar el sagrario de mi cuerpo; por eso pido verme ayudado en mi tránsito al Señor con vuestras oraciones.

Y agrega su biógrafo que, dicha la misa solemne, regresó al hospital. Desde aquel instante, su debilidad se acentuó y, como se daba cuenta de su estado mejor que los que le rodeaban, rogó a sus amigos que se quedasen con él para asistirle en sus últimos momentos. Hecha confesión general de su vida, recibió los Santos Sacramentos con gran fervor y, por más que iba perdiendo las fuerzas por momentos, conservó la lucidez de sus facultades hasta su último aliento.

—Echad al suelo este cuerpo pútrido —exclamó al fin.

Y cuando lo hubieron hecho, añadió:

—Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu…

Encomendose a Nuestra Señora, Madre de gracia y de misericordia, y expiró. Era el 3 de abril de 1253.

San Ricardo fue inscrito en el número de los Santos el 22 de enero de 1262 por el papa Urbano IV, que a la sazón se hallaba en Viterbo y fijó la celebración de su fiesta en 3 de abril.

Oración:

Gracias Padre, por escucharme. 

Gracias por liberarme de las interferencias creadas por mí. 

Gracias por hacerme entender lo que valgo y lo que busco. 

Gracias por quitarme las vendas para ver lo que tú deseas para Mí. 

Gracias por aquietarme internamente y en esa quietud lograr reflexionar en plenitud y confianza. 

Gracias por el Don del Conocimiento y la Confianza. 

Gracias Dador de Vida y Sustancia Unica Vital por mi  futuro encuentro con lo anhelado. Hoy te amo y te venero, porque todo me lo das y lo acepto con amor. 

Gracias te sean dadas, Señor Jesucristo, por todos los beneficios que nos has concedido, por todos los dolores y afrentas que has llevado por nosotros. 

Oh, misericordioso Redentor, amigo y hermano, que podamos conocerte con mayor claridad, amarte más cariñosamente, y seguirte más de cerca día tras día. Amén.

R.V.