ARCÁNGELES.

San Miguel PATRÓN de la Iglesia Católica y la Gendarmería del Vaticano, de Alemania, de los caballeros, soldados, paracaidistas, de muchos oficios, de los pobres, los moribundos y los cementerios, para pedir una buena muerte.

San Gabriel PATRÓN de las comunicaciones y los servicios de inteligencia, los mensajeros, carteros, funcionarios de correos y filatélicos, protector contra la infertilidad.

San Rafael PATRÓN de los enfermos, los farmacéuticos, los viajeros, peregrinos, inmigrantes, marinos, techadores y mineros, protector contra enfermedades de los ojos.

Festividad: 29 de Septiembre.

Elogio: Fiesta de los santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. En el día de la dedicación de la basílica bajo el título de San Miguel, en la vía Salaria, a seis millas de Roma, se celebran juntamente los tres arcángeles, de quienes la Sagrada Escritura revela misiones singulares, y que sirviendo a Dios día y noche, y contemplando su rostro, a Él glorifican sin cesar.

Indiscutiblemente, en la literatura apócrifa que tanto abundó en Palestina y en las comunidades judías de la Diáspora, antes y después de la venida de Jesucristo, el arcángel Miguel (Michael, que en hebreo significa: «¿Quién como Dios?») ocupa una buena parte. El punto de partida de esa literatura se encuentra en las Escrituras auténticas, puesto que en los capítulos diez y doce del Libro de Daniel, se habla del arcángel como «uno de los grandes príncipes de la milicia celestial, el protector especial de Israel», y se hace alusión a los tiempos en que Miguel resurgirá «como el gran príncipe que se levantará por los hijos de tu pueblo» (Daniel 12,1). En el Libro de Henoc, que se considera como el más importante de los apócrifos del Antiguo Testamento, se menciona a Miguel reptidas veces como «el gran capitán» o el «primer capitán» que «se establecerá entre la mejor parte de la humanidad», es decir entre la raza elegida, heredera de la promesa. Es misericordioso y habrá de explicar el misterio que rodea al temido juicio del Todopoderoso. Se dice que el propio Miguel condujo a Henoc ante la divina presencia, pero también se le asocia con los otros arcángeles, Gabriel, Rafael y Fanuel, en la expulsión de las potestades del mal de la tierra para arrojarlas en un abismo de fuego. El aspecto misericordioso del jefe de los arcángeles se pone particularmente de manifiesto en el «Testamento de los Doce Patriarcas» y en la Ascensión de Isaías (de hacia el año 90 de nuestra era). En este último libro leemos que «el gran ángel Miguel intercede siempre por la raza humana», y en el mismo libro se le presenta como el que lleva los registros de los hechos de todos los hombres, en los libros del cielo.

Ya en la época del Nuevo Testamento, precisamente en el Apocalipsis (12,7-9), se dice que «se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus Ángeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus Ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus Ángeles fueron arrojados con él.». Pero resulta todavía más significativo, en la estrecha vinculación de un culto a san Miguel y las tradiciones judías, la mención de su nombre en la Epístola de San Judas (vers. 9): «En cambio el arcángel Miguel, cuando altercaba con el diablo disputándose el cuerpo de Moisés, no se atrevió a pronunciar contra él juicio injurioso, sino que dijo: ‘Que te castigue el Señor’». No se sabe si esta frase es una cita directa del escrito apócrifo conocido como «La Asunción de Moisés», porque ya no poseemos el texto de la última parte de esa obra, pero Orígenes afirma expresamente que se trata de una cita y menciona el libro de donde fue tomada. La historia cuenta que Moisés murió y, entonces, «Samael» (es decir Satanás) reclamó el cuerpo para sí, en base a que Moisés era un asesino, puesto que quitó la vida a innumerables egipcios. Esta blasfemia provocó la cólera de Miguel quien, sin embargo, se contuvo y sólo dijo a Satanás: «Dios te rechaza a ti, difamador (diabole)». Parece ser que La Asunción de Moisés daba preeminencia a la parte desempeñada por Miguel en el entierro de Moisés, y se sabe que algunos de los Padres que participaron en el Concilio de Nicea, en el año 325, se refirieron a este libro. Es posible que su origen sea anterior a la venida de Cristo.

En la obra «El Pastor de Hermas», que data de la primera parte del siglo II de nuestra era, nos encontramos con una ilustración referente a la veneración que tenían por san Miguel los que sin duda eran cristianos. En la octava «similitud» se puede ver la alegoría de las ramas cortadas del gran sauce para ser plantadas junto al agua; algunas de las ramas brotan y florecen vigorosamente, mientras que otras se marchitan y se secan. Un ángel de majestuoso aspecto distribuye los premios cuando se presentan a su examen aquellas ramas y emite su juicio. En la leyenda que figura al pie de la ilustración, se explica que aquél «es el glorioso arcángel Miguel; que tiene autoridad sobre las gentes y las gobierna; porque es él quien le ofreció la Ley, la plantó en el corazón de los creyentes, y en consecuencia, él vigila y administra a aquellos a quienes dio la Ley para saber si cumplen con ella». El Pastor de Hermas fue tratado por algunos de los primeros Padres, como si el libro formase parte del canon de las escrituras, pero al parecer nunca llegó a tener tanta difusión como el extravagante escrito apócrifo de origen «El Testamento de Abraham», el cual no debe ser de origen judío. En todo este relato el arcangel Miguel es el personaje principal. Desempeña la difícil tarea de convencer a Abraham para aceptar con resignación la necesidad de morir. Al lector se le presenta Miguel como el capitán mayor de las legiones Dios, organizador todas las relaciones divinas con la tierra, el que intercede ante Dios con tanto poder que, a su palabra, pueden llegar a ser rescatadas las almas incluso en el infierno. Tenemos, por ejemplo, pasajes como éste:

«Y Abraham dijo al gran capitán (Miguel) : ‘Yo te lo suplico, oh arcángel, atiende mis ruegos y apelemos al Señor para suscitar Su piedad y que otorgue Su misericordia a las almas de los pecadores, a quienes yo antaño, en mi cólera, maldije y destruí, a quienes se tragó la tierra, a quienes despedazaron las fieras, a quienes consumió el fuego al conjuro de mi palabra. Ahora sé que he pecado ante el Señor nuestro Dios. Vamos entonces, Miguel, gran capitán de las altas legiones, vamos a llamar a Dios con lágrimas en los ojos para que se digne perdonar mis pecados’. El gran capitán le escuchó, e hicieron una apelación a Dios y, después de haberle llamado durante largo tiempo, bajó del cielo una voz que decía: ‘¡Abraham, Abraham! Yo he escuchado tu voz y tu plegaria y yo te perdono tu pecado. Aquellos a quienes tú piensas que he destruido, los he llamado para devolverles a la vida, por obra de mi excelsa bondad, puesto que, durante algún tiempo y después de mi juicio, les pagué con la misma moneda, y aquellos a quienes destruyo cuando viven sobre la tierra, no los rescato en la muerte’.»

Ya sea que este escrito apócrifo y otros similares se funden o no en tradiciones judías, es indudable que fueron leídos por los primeros cristianos. Por otra parte, a ninguno de esos escritos se le puede acusar de formular, de cualquier manera, ataques contra la fe cristiana. Los elementos fantásticos predominantes que se introducen sin ningún disimulo en casi toda la literatura hagiográfica de los primeros siglos, deben haber embotado el sentido crítico en la gran mayoría de los lectores, por muy pronunciada que haya sido su inclinación piadosa. A estos elementos fantásticos se puede atribuir el hecho de que los escritos apócrifos circularan tan extensamente y de que se encuentren vestigios de ellos, incluso en una epístola canónica como la de San Judas y en varias otras de los antiguos Padres griegos. La misma liturgia se ha visto afectada, aunque casi imperceptiblemente, por Ios apócrifos. Como ejemplo clarísimo, podemos citar las palabras clásicas del ofertorio de la misa de difuntos [el artículo se refiere a la oración en el rito anterior, a la que se lae han quitado los elementos mitológicos en el rito actual, pero aun puede leerse esta misma oración en los innumerables «requiem» musicales]:

«Señor Jesucristo, rey de la gloria, libra a las almas de todos los fieles difuntos de las penas del infierno y de las profundidades del abismo; líbralos de las fauces del león para que no caigan en el infierno ni en la profunda oscuridad, y que sea en cambio Miguel, el abanderado, quien los conduzca a la santa luz que Tú prometiste a Abraham y a su descendencia. Te ofrecemos a Tí, Señor, sacrificios y plegarias; recíbelos, propicio, en favor de esas almas a las que conmemoramos hoy. Otórgales, Señor, que pasen de la muerte a la vida que, desde antes, Tú prometiste a Abraham y a su descendencia.»

En este ofertorio hay muchas reminiscencias de la literatura apócrifa a la que nos hemos referido. Tiene mucho significado la asociación de san Miguel con Abraham para todo aquel que conozca, aunque sea superficialmente, el Testamento de Abraham. Estaría fuera de lugar entrar aquí en detalles, pero basta señalar que, debido a la preeminencia que se dio a San Miguel, se desarrollaron otros aspectos de su culto.

La fiesta a que nos referimos hoy, se ha celebrado con gran solemnidad a fines de septiembre, desde el siglo sexto por lo menos. La festividad celebra la dedicación de una basílica en honor de San Miguel, a unos diez kilómetros al norte de Roma, sobre la Vía Salaria. En el Oriente, donde antaño se tenía al arcángel como protector de los enfermos (actualmente se le considera capitán de las legiones celestiales y patrón de los soldados), la veneración a san Miguel es todavía más antigua. Una fuente de aguas curativas situada en Khairotopa y otra en Colossae, llevan el nombre del arcángel. Sozomeno nos dice que Constantino el Grande edificó una iglesia dedicada a él, llamada Michaelion, en Sosthenion, cerca de Constantinopla, y afirma que en aquel santuario se produjeron muchas curaciones milagrosas. En la ciudad de Constantinopla propiamente dicha, había numerosas iglesias con el nombre de San Miguel, incluso una muy famosa, en el sector de los Baños de Arcadio, cuya dedicación, un 8 de noviembre, instituyó la fiesta del arcángel para los bizantinos.

En su forma actual, aunque originalmente se refería sólo a san Miguel, por la dedicación del templo romano mencionado, la fiesta sintetiza en un mismo día a los tres arcángeles que conocemos por nombre y que se mencionan en sendos relatos bíblicos: Miguel, Gabriel y Rafael. La tradición se ha desarrollado mucho menos sobre el segundo, y escasísimamente sobre el tercero. San Gabriel se celebraba, hasta la última reforma litúrgica, el 24 de marzo, un día antes de la Anunciación, por su natural conexión con este misterio. Sin embargo, no es la única función bíblica de este arcángel:

Según Daniel (9, 21), fue Gabriel (hebreo, «fortaleza de Dios») el que anunció al profeta el tiempo de la venida del Mesías; posiblemente por esta asociación con el tiempo de la venida mesiánica, en Lucas fue él de nuevo quien se apareció a Zacarías «de pie, a la derecha del altar del incienso» (Lc 1,10 cfr. v. 19), para darle a conocer el futuro nacimiento del Precursor; y finalmente el arcángel, como embajador de Dios, fue enviado a María, en Nazaret (Lucas I, 26) para proclamar el misterio de la Encarnación. Hay abundante evidencia arqueológica de que el culto de san Gabriel no es, en ningún sentido, una innovación. Una antigua capilla, muy cercana a la Vía Apia, rescatada del olvido por Armellini, conserva los restos de un fresco en el que la importancia dada a la figura del arcángel, y su nombre escrito debajo, induce fuertemente a creer que fue honrado en algún tiempo en esa capilla como patrón principal. Hay también muchas representaciones de Gabriel en el primitivo arte cristiano, tanto de Oriente como de Occidente, que no dejan duda de que su relación con el sublime misterio de la Encarnación fue conmemorado por los fieles en épocas muy anteriores a la renovación de su culto, en el siglo XIII. Este mensajero del cielo fue solemnemente proclamado por SS Pablo VI como patrono de las comunicaciones.

En cuanto a san Rafael, su presencia en la Biblia y en la tradición devocional es mucho menos destacada: En el Libro de Tobías se cuenta que Dios envió a san Rafael a ayudar al anciano Tobías, quien estaba ciego y se hallaba en una gran aflicción, y a Sara, la hija de Raquel, cuyos siete maridos habían muerto en la noche del día de las bodas. Cuando Tobías el joven fue a Media a cobrar un dinero que se debía a su padre, San Rafael, tomó la forma humana y el nombre de Azarías, le acompañó en el viaje, le ayudó en sus dificultades y le explicó cómo podía casarse con Sara sin peligro alguno. El propio Tobías, cuando aun no sabe la verdadera identidad de quien lo acompañó en su viaje, dice: «Me ha guiado incólume, ha cuidado de mi mujer, me ha traído el dinero y te ha curado a ti. ¿Qué salario voy a darle?» (To 12,3). Estas curaciones y el nombre de Rafael, que significa «Dios ha obrado la salud», han movido a ciertos comentaristas a identificarle con el ángel que movía el agua en la piscina milagrosa de la que habla San Juan (5,1-4). En el Libro de Tobías (12, 12.15), el propio arcángel se describe como «uno de los siete que están en la presencia del Señor» y cuenta que había ofrecido continuamente a Dios las oraciones del joven Tobías.

Aparte de la veneración por San Miguel, el reconocimiento litúrgico más antiguo de los otros arcángeles se encuentra en la primitiva forma griega de la Letanía de los Santos. Edmundo Bishop, en su Liturgia Historica, pp. 142-151, expresa su opinión de que esas menciones se remontan a la época del Papa Sergio (687-701). En ellas se invoca sucesivamente a san Miguel, san Gabriel y san Rafael.

Oración a San Miguel Arcángel:

San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla. Sé nuestro amparo contra las perversidad y asechanzas del demonio. Reprímale Dios, pedimos suplicantes, y tu príncipe de la milicia celestial arroja al infierno con el divino poder a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén.

R.V.