Mártires.
Festividad: 29 de Marzo.
El año décimo octavo del reinado de Sapor, Rey de Persia (310-380), estalló en aquel país la persecución contra los adoradores del verdadero Dios. El Rey ordenó a los magos, que son los sabios o jueces de Persia, que derribasen los templos de Cristo e incendiasen los monasterios de su reino. Los cristianos se vieron forzados a sacrificar a los dioses de los persas, y los que se resistían eran martirizados con atroces tormentos. Por aquel tiempo vivían en una aldea, llamada Jasa, dos hermanos, Jonás y Baraquicio, temerosos del Señor y observantes de sus preceptos.
Cuando oyeron hablar de la persecución de Sapor, los dos hermanos dejaron su casa y se fueron al lugar donde los magos atormentaban a los cristianos con mayor rigor. En el pueblo encontraron a nueve presos, detenidos y maltratados por haber desobedecido los mandatos de Sapor. Jonás y Baraquicio, los animaban con santo ardimiento.
—Hermanos —les decían—, no temamos cosa alguna, resistamos unidos, en nombre del Crucificado, para ganar la batalla y alcanzar la corona eterna, de la manera que nuestros padres y hermanos la alcanzaron con el martirio.
Afianzados con estas palabras, los cristianos prosiguieron en su inquebrantable propósito y se consolaban y esforzaban mutuamente para padecer con paciencia cualquier tormento. Algún tiempo después, el 27 de marzo del año 326, es decir, dos días antes que los dos hermanos, conquistaron la palma del martirio en medio de los más espantosos tormentos estos atletas de Cristo cuyos nombres son: Zanitas, Lázaro, Marotas, Nersetes, Elías, Mares, Abibó, Sembectes y Sabas.
Los ministros que acababan de dar muerte a los nueve mártires citados, acusaron a Jonás y a Baraquicio de no obedecer las órdenes reales y de rehusar la adoración al sol, al fuego y al agua. No hizo falta más para que se les mandara detener y encarcelar.
—Os conjuramos, por nuestro Rey Sapor —les dijeron—, que confeséis la verdad sobre cuanto os vamos a interrogar. ¿Estáis dispuestos a cumplir la voluntad del gran Rey y a adorar al sol, al fuego y al agua?
—Os hablaremos sinceramente —replicaron los dos confesores de Cristo—; pero escuchadnos como conviene a príncipes y a jueces del Rey Sapor. Os ha elegido, en efecto, y ha dejado a vuestro criterio nuestra suerte para que administréis justicia con equidad y probidad. Debéis, ilustres jueces, temer antes al que os ha dado la inteligencia y la sabiduría que a un rey de la tierra; a este Dios, Señor del cielo, de la tierra y de los espíritus es a quien debéis reconocer. Él es asimismo el que da variedad y sucesión a las estaciones y gobierna todas las cosas. Él os ha dado prudencia para juzgar a vuestros semejantes por la carne. Pues bien, os conjuramos nos digáis con sinceridad de qué Dios debemos renegar, ¿del Dios celestial o del Dios terrenal? ¿Del que es eterno o del que es perecedero? Nosotros creemos y confiamos en un Dios que ha creado el cielo y la tierna, pero jamás creeremos en un hombre mortal que vive poco tiempo, que muere y es sepultado como nosotros.
Tales palabras indignaron sobremanera a los jueces, los cuales, llevados de un impío furor, hicieron azotar a los dos hermanos con varas de granado duras y espinosas. Mas antes determinaron que los dos hermanos fuesen separados e interrogados aparte, para quitarles valor y constancia. Una vez separados, llamaron primero a Jonás.
—Escoge —le dijo el juez encolerizado— lo que quieras que hagamos contigo: de ti depende la elección. Adora a los dioses y ofrece sacrificios al sol, al fuego y al agua; cumple lo que Sapor, rey de reyes, ha ordenado y serás puesto en libertad y colmado de honores; de lo contrario, padecerás suplicios y tormentos cruelísimos. No nos juzgues, con todo, enemigos tuyos, pues no te haremos ningún mal a menos que tú mismo te opongas a tu libertad.
—No necesito semejante libertad —repuso el caballero de Cristo—, arrebátame si quieres la vida presente, que tan veloz pasa; pero ten entendido que jamás renegaré de mi Señor Jesucristo que vive por los siglos de los siglos. Él ha prometido premiar a cada uno según sus obras y negará delante de su Padre a los que le hayan negado delante de los hombres: haced, pues, de mí lo que queráis; no creáis que yo abandonaré la causa de mi Dios.
A tan animosa respuesta opusieron los jueces la tortura. Atáronle conforme a la ley persa, que es metiendo un palo por entre las piernas y las manos atadas; y, estando arqueado de modo que no se podía mover, lo azotaron e hirieron con varas espinosas hasta dejar sus costillas al descubierto. El valeroso mártir, mientras tanto, alababa a Dios exclamando:
—Gloria a Ti, Dios de nuestros padres, que nos has retirado de este mundo depravado y te has dignado atraernos a tu amor y santa Fe. Dadnos, Señor, paciencia para que alcancemos lo que tu siervo el santo Rey David pedía cuando, alumbrado por el Espíritu Santo, decía: «Una sola merced pido al Señor y es, que viva y more todos los días en sus santos palacios: Esto es lo que espero alcanzar cada día de Ti, oh Dios mío, por el martirio».
Y, dirigiéndose a los magos, les decía:
—Yo me aparto de vuestro rey pecador y de todos sus amigos y servidores, sean los que fueren, porque son todos satélites de Satanás. No tengo que ver con el sol, ni la luna, ni las estrellas, ni el fuego, ni el agua que decís son dioses. Sólo creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, Trinidad verdadera, que conserva todo el Universo e hizo esos dioses que pretendéis hacerme adorar.
Enojáronse muchos los jueces al oír tales palabras y ordenaron que le atasen los pies con una cadena, le arrastrasen fuera de la ciudad y le dejasen toda la noche, que era frigidísima, sobre la nieve y el hielo.
Los jueces, mientras Jonás iba al suplicio y después de un breve descanso, hicieron comparecer ante sí a Baraquicio y le dijeron:
—Y tú, ¿a qué te decides? ¿Sacrificarás al sol, al fuego y al agua y adorarás a estos dioses como lo ha hecho al fin tu hermano Jonás, mudando de parecer, o bien quieres exponer tu cuerpo a los más atroces suplicios?
Baraquicio, con enérgica entereza y santo orgullo respondió en los términos que textualmente copiamos de su hagiógrafo:
—Lo que mi hermano ha adorado adoraré yo también; en cuanto a lo que de él me referís, es pura invención vuestra, pues la Verdad divina no ha permitido que renegase de su fe. ¿Quién hubiese podido, en efecto, cegar de tal manera su espíritu que le indujese a abandonar a Aquel de quien ha recibido el ser, para tributar sus homenajes a elementos criados para el uso y utilidad de los hombres? Si tales cosas debiesen ser adoradas, no se servirían los hombres de ellas, sino que ellas se servirían de los hombres. ¡Qué deshonra, en efecto, para el fuego, si nosotros nos sirviésemos de él para usos bajos y viles! Pues bien, en todo tiempo, no sólo los ricos y los hombres virtuosos lo utilizan, sino los pobres y aun los criminales; y puesto que el fuego ha sido constituido nuestro servidor por Dios, es una iniquidad querer forzarnos a adorar lo que el Supremo Hacedor ha puesto para servicio de los hombres, y al mismo tiempo renegar de este Dios creador del cielo, de la tierra, del mar y de todo cuanto encierran.
»Es mucho más justo que los reyes y los príncipes, los magnates y todo lo que respira celebre su gloria y le adore. Él es el autor de las cosas más sublimes y más santas, cuyos secretos designios nadie puede escudriñar, cuyo poder y gloria son inaccesibles, y de cuyo auxilio necesitan todos los hijo de los hombres. Él, que alimenta a todos los seres vivientes, no tiene necesidad de nada ni de nadie. Él rige todas las cosas. En cambio desea que le reconozcamos por dueño y Señor nuestro y que no nos dejemos engañar por las falacias y errores de los hombres.
»Él mismo nos lo ordena: No os fabricaréis ídolos, ni adoraréis las obras de vuestras manos, ni ninguna cosa creada; pues —dice el Señor— yo solo soy vuestro Dios, yo existo desde el principio y no tengo fin; no hay otro Dios fuera de mí, no cederé mi gloria a otro, ni mi poderío a obras esculpidas, ni mi gloria a los ídolos: yo puedo arrebatar la vida lo mismo que la doy y nadie puede librarse de mis manos.»
La cólera de los jueces comenzaba a trocarse en admiración ante la constancia de los confesores de la Fe y, temiendo, sobre todo, que sus palabras y ejemplos atrajesen a la religión cristiana a muchos paganos, resolvieron proseguir el interrogatorio durante la noche siguiente y, al efecto, levantaron la sesión. Venida la noche, se reunieron secretamente y mandaron comparecer a Baraquicio, a quien la sabiduría divina inspiró las respuestas. Vencidos y cansados los jueces, mandáronle poner debajo de los sobacos; dos bolas de hierro candentes y, mientras sufría el tormento, le dijeron:
—Si dejas caer al suelo una de esas bolas, entenderemos con ello que
has renegado de tu Dios.
— Ministros de Satanás —les replicó Baraquicio—, príncipes impíos y malvados, por la salud de mi Dios y la muerte de Satanás, vuestro padre, os declaro que no temo a vuestro Rey y que no dejaré caer ninguna de estas bolas, sino que continuaré con ellas por el nombre de Cristo. Es más: si disponéis de tormentos mayores, preparadlos y traedlos; os lo ruego por el nombre del Dios vivo. ¿Quién va a la guerra y entra batalla, que no esté presto y deseoso de la muerte para alcanzar una gran gloria y premio y merecer de su Rey una muestra de distinción?
Ebrios de cólera, los magistrados al oír estas palabras mandaron que le echasen plomo derretido en la garganta, ojos y oídos, y después le enviaron a la cárcel con orden de que le colgasen de un pie. El heroico mártir mostró hasta el fin la misma entereza de ánimo.
Al día siguiente compareció Jonás por tercera vez ante los jueces.
—¿Cómo estás? ¿Qué tal has pasado la noche con la helada?
—Creedme, ¡oh jueces! —replicó Jonás—, mi Dios, en quien descansa mi alma, no me ha concedido desde que estoy en este mundo noche tan tranquila y sosegada, pues he sido consolado y cobijado por el árbol de la Cruz en que fue clavado mi Señor Jesucristo.
—Sea de ello lo que fuere, tu hermano Baraquicio ha negado a tu Dios, y tú, ¿persistes obstinadamente en tu demencia? —repusieron los inicuos jueces.
—Lo que sé es que mi hermano ha negado al demonio y a todos sus secuaces y que se ha adherido más estrechamente a Cristo —respondió Jonás.
—¿No te convendría más renunciar a tu Dios antes que perder la vida?
—¡Oh ciegos e insensatos! ¡Y os tenéis por prudentes! Examinad, os ruego, la verdad según vuestra prudencia. Ningún hombre que tiene trigo deja de echarlo en tierra a su debido tiempo, a pesar de las lluvias, de las nieves, del rayo y demás inclemencias del tiempo, porque tiene esperanzas de que, allá en el verano —favoreciéndole el Señor—, de la poca semilla que sembró llenará la era de trigo. Y, si dejando el trigo en el granero no sembrase, no se le podría después llenar el granero. Así ocurre con los hombres. Si alguno en este mundo perdiere la vida por el Nombre de Cristo Nuestro Señor, en el mundo venidero, cuando este mismo Jesús venga para resucitar a los hijos de los hombres que creen en Él y cumplen su voluntad, le resucitará y hermoseará con eterno esplendor; y por el contrario, los que no guardan sus mandamientos serán arrojados a una hoguera que jamás se extinguirá…
Admirados los jueces de la sabiduría del animoso confesor, guardaron silencio durante largo rato. Después le dijeron con tono suave y persuasivo:
—Mira por tu bien, Jonás, no te dejes seducir por los libros de esos cristianos. ¡Cuántos incautos han sido engañados ya!
—¡Que me place! —replicó el santo mártir—; hay libros que engañan: tales son los libros de los filósofos griegos; ¿hay algo más engañador también que la vida del mundo? Pero el que bebe en el cáliz de amargura de Cristo jamás es engañado. Cuando un hombre rico invita a los amigos a su mesa, éstos dejan sus moradas y acuden presurosos al llamamiento, pues saben que van a encontrar la alegría; después, cuando han bebido vino bueno, se alegran y siguen apurando más copas y, cuando se hallan embriagados, no pueden volver a sus casas y es necesario que sus familiares vengan por ellos y los lleven… Así ocurre con los discípulos de Cristo, cuando son intimados por los príncipes a ir a la cárcel, no ignoran que van al combate y a la tortura. Empero, cuando han llegado y han bebido y apagado su sed hasta la embriaguez a puro de tormentos por amor a Cristo, no se acuerdan más ni de sus hogares, ni de sus hijos, ni les importa un ardite su reputación; el oro, la plata, y cualquier otro bien terreno, nada son ante sus ojos; desprecian a los príncipes y a los reyes enemigos de Dios, y ya no fijan su atención más que en el único Rey, Jesucristo, cuyo Reino no tendrá fin.
Cuando el Santo hubo terminado de hablar, dispusiéronse los jueces a vengar su osadía y locuacidad y, al efecto, mandaron cortarle los dedos de las manos y de los pies. Después, con inaudita barbarie, los tiraban a los cuatro vientos o se los arrojaban al rostro, diciéndole con ironía cruel:
—Conforme a lo que tú dices, hemos sembrado los dedos de tus pies y de tus manos; espera, pues, y, cuando llegue el tiempo de la recolección, podrás cosechar dedos en abundancia.
—No necesito multitud de manos y dedos —respondió Jonás—; Dios, que me ha creado, devolverá el día de la resurrección la integridad a mi cuerpo glorioso.
A estas palabras, los jueces, más y más enfurecidos, mandaron derretir pez en una gran caldera. Entretanto, Jonás fue metido en un saco con la cabeza afuera y de ella arrancaron el cuero cabelludo. Al terminar tan horrorosa faena le cortaron la lengua. Cuando la pez estuvo derretida sumergieron al santo mártir en la caldera; pero Dios le protegió milagrosamente; pues, a medida que le introducían, la pez líquida se apartaba y se salía de la caldera, de modo que el glorioso mártir quedó libre y sin lesión.
Jueces y verdugos, al ver un portento tan inesperado, no volvían en sí de su asombro, pero temían mucho la ira del Rey y amaban en demasía al mundo para convertirse. A tanto llegó su perversión y refinada crueldad que hicieron traer una prensa de madera, colocaron a Jonás bajo el tornillo y, haciéndola girar con fuerza, trituraron todos los miembros del valeroso guerrero de Cristo, que entregó plácidamente su bendita alma al Señor. Su sagrado cuerpo, destrozado y palpitante aún, fue descuartizado y arrojado a un lago profundo.
Tras combates tan rudos, el bienaventurado Jonás alcanzó por fin la gloriosa palma del martirio y la felicidad de los cielos.
Los jueces ordenaron entonces que compareciese ante ellos su hermano Baraquicio y le hablaron simulando gran ternura y sentido afecto:
—Compadécete de tu cuerpo, Baraquicio, y no te expongas sin razón a perderte.
—No soy yo quien me he formado —respondió el siervo de Dios— y no pretendo perderme. El Señor, que me ha dado la vida, me resucitará con su poder y me librará de vuestras manos y de las de vuestro inicuo Rey, el cual no conoce a Dios, su Creador, sino que defiende y sigue el partido del demonio y se esmera en cumplir su voluntad.
Dos de aquellos principales magos se levantaron al oír estas palabras y le dijeron airados:
—Estamos injuriando al Rey de reyes, a Sapor, por aguantar a este hombre. En su obstinación terca a nadie teme.
Volviéronse después hacia Baraquicio, ordenaron que le arrojasen en un zarzal espinoso y preparasen cañas puntiagudas y se las fuesen hundiendo en las carnes a fuerza de golpes. Finalmente, para aumentar más los dolores de este suplicio, ordenaron que le arrancasen uno a uno los pedazos de caña, desgarrando sus delicadas carnes. Todo lo padeció con gran constancia el esforzado Baraquicio, que finalmente —al igual que su hermano— fue colocado bajo la prensa que trituró su cuerpo. Cuando lo retiraron, como respirase aún, vertieron pez derretida por su boca y garganta. En este último suplicio, el alma del héroe cristiano fue a unirse al ejército glorioso de los mártires.
Un amigo suyo, llamado Abdisotas, hombre de gran piedad, enterado de que Jonás y Baraquicio habían derramado su sangre por Jesucristo, pasando a mejor vida, se encaminó al lugar donde sus cuerpos habían sido arrojados y consiguió que los guardianes se los dejasen, mediante la entrega de quinientos mil daríos —moneda persa— y tres vestidos de seda. Y no tan sólo rescató los cuerpos de los santos Jonás y Baraquicio, sino también los de los nueve cristianos martirizados dos días antes. Los guardianes, por temor a las represalias del Rey y para evitar que su venta fuese descubierta a las autoridades, obligaron a Abdisotas bajo juramento a guardar el mayor secreto.
La historia de estos mártires nos ha sido transmitida, casi en los mismos términos que la acabamos de relatar, por Isaías, hijo de Adán, caballero de la corte del Rey Sapor. «Como mero espectador —dice— he asistido a los diversos interrogatorios y numerosos suplicios de los gloriosos mártires, y me he limitado a narrar escrupulosamente loque he presenciado y oído desde el principio hasta el fin».
Oración:
Oh; Santos Jonás y Baraquicio, vosotros hijos del Dios de la vida, que os negasteis a renunciar al amor de Cristo Jesús; y que, padeciendo insufribles torturas, marchasteis, de coraje y valor luminosos al cadalso revestidos, por la fe vuestra. De gloria llenos estáis ahora, porque ni el molino de madera, ni la pez ardiente, acabó vuestra fe y en verdad, gozáis hoy el justo premio con que os coronó vuestras sienes, Aquél que todo lo ve y juzga: ¡coronas de luz refulgente! que brillan hoy por los siglos de los siglos, en en el amplio y eterno habitáculo del cielo de todos los santos. Amen.