Soldado, Fraile y Fundador de la Orden Hospitalaria.

Patrón de los hospitales, enfermeros, enfermos, bomberos, alcohólicos y libreros.

Festividad: 8 de Marzo.

 

El visitante que recorre un asilo de niños pobres e incurables como el de San Rafael de Madrid o el de la Malvarrosa de Valencia, diri­gidos por los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, pre­sencia un sorprendente espectáculo. Aparece ante sus ojos lo que pudiéramos llamar «el patio de los milagros». Parvulicos estropeados, pequeñines ciegos que juegan a San Miguel y el diablo, montados en sus compañeros; pobres cuerpos dislocados y lacerados que no pueden moverse sin ayuda ajena del lecho donde sus dolencias los tienen clavados; he ahí lo que de momento le sorprende y oprime el corazón. Y, sin embargo, por encima de esa precoz miseria, flota un soplo de alegría. La veréis en esos juegos para los que no son obstáculo ni la ceguera ni la parálisis. Adviértese limpieza en la persona y en los vestidos de esos pequeñuelos; los vendajes que llevan, declaran el esmero con que se los cuida y renueva; resplandece por doquier la mayor pulcritud. ¿Cuál es la causa de ese milagro? ¿Qué providencia meticulosa ha derramado su calor benéfico en ese refugio del sufrimiento inocente? Esa es obra de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios y de su popularísimo fundador, cuya vida vamos a bosquejar.

Nació Juan el 8 de marzo de 1495 en Montemayor, pequeña ciudad de la diócesis de Évora, en Portugal. Eran sus padres de condición humilde, pero de todos estimados. Tendría ocho años cuando oyó el relato que cierto viajero hacía de las maravillas de Madrid. Entusias­maron al muchacho las palabras del viajero y, sin decir nada a sus padres, partió en compañía del desconocido en dirección a la capital del reino.

Cuantas pesquisas se hicieron para averiguar el paradero del precoz aventurero resultaron inútiles. Su desgraciada madre murió de pena a los veinte días y su padre buscó lenitivo a tan hondo pesar en un convento de religiosos franciscanos, donde terminó sus días en olor de santidad.

Abandonado el pobre Juan por su compañero en las cercanías de Oropesa, tuvo la suerte de ser recogido por un labrador rico, que le confió la guarda del rebaño. Cumplió tan bien éste y otros cuidados que le encomendó su amo, que mereció su confianza y cariño; le nombró mayoral y le ofre­ció la mano de su hija, pero Juan, creyéndose indigno de tal felicidad por la falta cometida abandonando a sus padres, se separó de aquel su segundo padre. Tenía a la sazón veintidós años.

Alistóse entonces en los ejércitos de Carlos V, en la compañía enviada por el conde de Oropesa para combatir contra los franceses en Fuenterrabía; más tarde fue también a luchar contra los turcos en Hungría (1522).

Conservóse bueno durante algún tiempo, a pesar de los malos ejemplos e incitaciones de sus camaradas; pero el respeto humano y el haber descuidado sus prácticas piadosas, debilitaron su voluntad y sucumbió a las tentaciones.

Un accidente le abrió los ojos. Cierto día que iba a forrajear, cayó del caballo y quedó gravemente herido con gran peligro de ser hecho prisio­nero. El peligro despertó su fe, se acordó de la Virgen y acudió a ella con confianza y humildad. La Virgen atendió su plegaria y le asistió visible­mente. «Juan —le dijo—, ya no rezas el rosario, por eso te ha venido esta desgracia.»

A los pocos días se vio en otro peligro mayor, porque Dios le quería sembrar de espinas y abrojos los caminos anchos del mundo, para que siguiese la senda estrecha de la perfección a que le llamaba. La buena opinión que se tenía de su fidelidad le ocasionó su riesgo, porque movido por ella un capitán, le encargó que guardase una presa que había quitado al enemigo. Robáronsela al Santo otros soldados, y el capitán, enojado contra él, sospechando engaño, mandó que le ahorcaran de un árbol, sin valerle su misma inocencia ni los ruegos e intercesiones de sus compañeros. Acudió Juan a su antiguo asilo, la Reina del cielo, la cual le sacó de aquel riesgo, porque al llevarle al suplicio, un caballero que acaso errando el camino pasó por aquel campo, viendo que querían ajusticiar al soldado y enten­diendo la causa, suplicó al capitán que le perdonase la muerte, y él se la conmutó en destierro del campo, no sin particular providencia de Dios, que de este modo le quiso sacar del peligroso estado de la milicia. Tomó Juan el camino de Castilla para volver a Oropesa, de donde había salido, y, llegado a un lugar donde había una cruz, se hincó de rodillas delante de ella y se puso a orar, dando gracias a Dios por los beneficios recibidos, pidiendo perdón de los pecados pasados, y proponiendo la enmienda en lo porvenir.

Como le faltasen las fuerzas —por llevar dos días sin probar bocado—, cayó desmayado en tierra, mas al volver del desmayo vio cerca de sí tres panes y un vaso de vino, y, no presumiendo que podría ser cosa sobrenatural, ni sabiendo quién lo había puesto allí, atemorizado con el peligro pasado, no se atrevió a tocarlo hasta que, levantando las manos y los ojos al cielo, y empezando a decir el Padrenuestro, al llegar a aquellas palabras: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy», oyó una voz que le dijo: «Come y bebe, que para ti se ha traído este pan y vino.» Confortado con el pan y vino, prosiguió su ruta y llegó a Oropesa, donde, llegado a la casa de sus amos, volvió a tomar el oficio de pastor que había dejado por el de soldado.

Viniéronle grandes deseos de volver a su patria, y regresó a Portugal para obtener perdón de sus padres, antes de emprender la vida de penitencia a que se había resuelto. Sólo un tío suyo muy viejo le reconoció después de tantos años de ausencia, y por él supo el falle­cimiento de sus progenitores.

Lleno de angustia y ansiando llorar sus extravíos, volvió de nuevo a España y pasó a Andalucía, donde, tras corta estancia en un hospital, otra vez se dedicó al pastoreo. Corría entonces el año 1535 y contaba Juan, por lo tanto, cuarenta años de edad.

El apartamiento y el silencio de los campos son propicios para que Dios hable al corazón. Mientras las mansas ovejas pacían, repasaba el pastor su azarosa vida; angustiaba su corazón el recuerdo del abandono de su casa, y el haber causado la muerte de su madre, de aquella madre que tanto hizo para preservar su alma del pecado; llenaba su pecho de congoja la memoria de tantos extravíos y sus ojos se convertían en fuentes de lágri­mas. De esas consideraciones nació el deseo ardiente de desagraviar a la Justicia Divina y creyó que el mejor modo de lograrlo era dedicarse por completo al servicio de los desgraciados. Para poner en práctica su resolu­ción, encaminóse al África con la intención de servir a los esclavos cris­tianos y aun libertarlos si le fuera posible.

Alentábale también la esperanza del martirio. Pero en Gibraltar se halló con la familia de un gentilhombre portugués que, despojado de sus bienes por el rey don Juan III de Portugal, se encaminaba a Ceuta. Com­padecido de su estado, ofrecióse a servirle gratuitamente, vendió lo poco que tenía para socorrerlo y se hizo peón de albañil para remediar su pro­pia indigencia.

El gozo que experimentó en el ejercicio de la caridad fue tan grande que, renunciando a la esperanza del martirio y aconsejado por su confesor, se reintegró nuevamente a España para ser, ya en ella, definitivamente un pobre al servicio de otros pobres.

Cuéntase que durante la travesía se levantó violentísima tempestad y, creyéndose Juan que era él la causa de aquella tormenta, díjolo a los marineros y les mandó que le arrojasen por la borda. Dieron fe los sencillos marineros a aquellas manifestaciones de Juan y ya se disponían a ejecutar su deseo, cuando éste pidió unos momentos para rezar. Hincóse de rodi­llas y al instante se apaciguó el mar y pudieron terminar la travesía con la mayor bonanza.

En Gibraltar se hizo buhonero con intención de practicar noblemente la caridad con la venta de objetos piadosos a módico precio y dando a los pobres las ganancias. De allí pasó a Granada, donde puso una pequeña libre­ría con la intención ya dicha. Eso ocurría en 1538.

El gran apóstol de Andalucía, el Beato Juan de Ávila, predicaba en aquella ciudad y Juan asistía a sus sermones. Hizo un día el panegírico de San Sebastián. Las saetas que, como se entendía en el emocionante relato del predicador, laceraron las carnes del santo mártir, hirieron más profundamente aún el corazón de Juan, y le conmovieron de tal modo que pro­rrumpió en sollozos estruendosos, y, confesando públicamente sus pecados, se golpeaba el pecho y se revolcaba en el suelo gritando: «¡Misericordia! ¡Misericordia!». Y exclamando así salió del templo y corrió por las calles de Granada seguido por los chiquillos y por el populacho, que decía: «¡Al loco! ¡Al loco!».

Suelen tener los santos sorprendentes originalidades. No extrañemos, pues, ese dolor tumultuoso de Juan. El recuerdo de sus pasadas culpas, puesto muy al vivo, sin duda, por el relato del martirio del santo cuyo panegírico oía, fue causa de aquella explosión de dolor y de aquel como punto de desespero. Compadecidas de su estado, algunas buenas personas pensaron que val­dría más llevarle al manicomio y, viendo Juan en ello un medio de hacer penitencia, siguió haciendo el loco. El trato que se daba entonces a aquellos desgraciados no era sobradamente caritativo; era más bien cruelmente bár­baro. El antiguo soldado convertido recibía diariamente una tanda de azo­tes hasta derramar sangre. Ser despreciado y sufrir era todo su deseo, pero su confesor juzgó que sobrepasaba los límites de una justa discreción y le mandó cesar. Obediente a sus prudentes consejos cesó de hacer el loco, dejando atónitos a sus guardianes por tan súbita curación.

Ya en libertad sólo pensó Juan en los medios de realizar el designio que se había formado de aliviar a los pobres. Púsose bajo la protección de la Santísima Virgen e hizo con tal motivo la peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en Extremadura.

De regreso a Granada, se dedicó a vender leña, y repartía entre los pobres la ganancia que sacaba. Alquiló después una casita para los pobres enfermos, proveyó a todas sus necesidades, y los cuidó con tal celo y abnegación que era la admiración de toda la ciudad. Esa fue la primera semilla de la futura Orden de la Caridad, cuyo fundamento fue la pobreza y que es, en nuestros días, el sostén de la misma al cabo de casi cinco centurias de existencia. Era el 1540.

Juan se pasaba los días junto a los enfermos. Por la noche recorría las calles en busca de aquellos desgraciados y los llevaba a cuestas a su hospital improvisado. Tenía además que pedir limosna y comprar lo necesario para el alivio de sus protegidos. ¡Cuántas veces le vieron los granadinos atravesar sus calles con un atado de ropas viejas al hombro, o con una cesta al brazo llena del pan que las gentes caritativas le daban para sus pobres!

El amor que les profesaba le hacía ingenioso. Un día se puso a gritar con todas sus fuerzas en medio de la plaza pública: «¡Haceos bien, hermanos, por amor de Dios; haceos bien a vosotros mismos!» Todos le enten­dieron y llovieron limosnas en abundancia.

El obispo de Túy, que era Presidente de la Audiencia de Granada, le apreciaba extraordinariamente. Un día le dijo: «Te llamarás en adelante Juan de Dios», y así fue. Quiso también que llevase un hábito religioso, aunque Juan no había tenido idea de fundar una Orden religiosa. La que lleva su nombre no se constituyó hasta después de su muerte.

Cierto día, sin saber cómo, se produjo un violento incendio en el hospital. Desafiando las llamas avivadas por el viento, Juan salvó uno tras otro a todos sus enfermos, transportándolos a lugar seguro. No satisfecho con ello quiso salvar también muebles y camas arrojándolos por las ventanas, pero de improviso un torbellino de llamas le rodea y nadie cree haya salvación para él. Todos le tienen por perdido y la triste nueva corre de boca en boca cuando, por un prodigio de la Providencia, se le ve salir sano y salvo de entre las llamas, sin más que sacar chamuscadas las cejas, como testimonio del milagro que en su favor ha obrado el Señor. Como si las llamas que le rodeaban nada pudiesen con el fuego ardentísimo del amor de Dios y del prójimo que en su pecho ardía. En el decreto de su canoni­zación hizo constar la Iglesia tan sorprendente milagro.

Era demasiado activa la caridad de Juan para contentarse con el cuidado de los enfermos recogidos. Socorría también a los obreros parados, a los estudiantes sin recursos, y aun a los monasterios necesitados; pero siem­pre con el secreto designio de llegar a las almas a través de los cuerpos.

Tal es, en efecto, la ley fundamental que preside su obra. Las pobres gentes extraviadas eran objeto de cuidados especiales y muchísimas llegó a sacar del atolladero. Un día, una de esas desgraciadas mujeres le injurió al pasar llamándole santurrón, hipócrita y otras lindezas por el estilo. Juan le dio dinero y le dijo: «Toma, vete a gritar en la plaza pública todas esas injurias que me has dicho aquí». Tan feliz se sentía este hombre generoso que, superior a todos los oprobios como el Apóstol, gozaba al ser despreciado por Jesucristo. Bien llevaba el nombre de Juan de Dios, que el obis­po de Túy le había dado.

 A esa inalterable paciencia unía el mayor desinterés. Citaremos un caso. En cierta ocasión halló al marqués de Tarifa, don Enrique, jugando con otros señores, y entre todos le dieron de limosna hasta veinticinco ducados. Por la tarde de aquel día se disfrazó el marqués y, fingiendo ser un gentil­ hombre desgraciado, acudió a Juan diciéndole; «Padre mío, vea mi triste situación; me ha abandonado la fortuna y de gran señor he quedado reducido a la triste situación de mendigo. Tenga la caridad de socorrerme». «No desconfíe de Aquel que a nadie abandona —respondió Juan—; aquí tiene lo que acaban de darme», y le entregó los veinticinco ducados. Muy edificado de aquel acto de generosidad, refirió el marqués a sus amigos lo ocurrido, devolvió después la limosna al hombre de Dios y en adelante le socorrió en todas sus necesidades.

Puede presumirse que el Señor no le escatimó pruebas ni tentacio­nes. Para animarle y confortarle apareciósele Jesucristo en varias ocasiones.

Mientras se hallaba un día rezando ante el crucifijo, presentósele el Señor en compañía de su Santísima Madre. Tenía la Virgen una corona de espinas en la mano y, acercándosele, se la puso con cariño en la cabeza, diciéndole al mismo tiempo: «Juan, por las espinas y los sufrimientos has de me­recer la corona que mi hijo te prepara en el cielo.» Los dolores que entonces sintió fueron acerbísimos, pero abrasado en amor contestó: «Madre mía; vuestras espinas son mis rosas, y esos sufrimientos mi paraíso.»

En otra ocasión halló a un enfermo casi moribundo. Cargóselo a cuestas, lo llevó al hospital, lo acostó y le lavó los pies. Al ir a besárselos vio con sorpresa que estaban taladrados como los de Jesucristo, y, levantando los ojos hacia el enfermo, reconoció en él a Nuestro Señor que, complaciente, le miraba. Al cruzarse sus miradas con las de Juan, le dijo Jesús: «Juan, todo lo que haces a los pobres a Mí me lo haces. Sus llagas son mis llagas, y a Mí me lavas los pies cuando a ellos se los lavas.»

Trece años de continuado y abnegado servicio a los pobres, con un régi­men de vida agotador, con poca o mala alimentación de cebollas cocidas, con ayunos continuos y prolongadas vigilias, acabaron por rendir a aquel valiente atleta de la caridad.

Acudió a visitarle la piadosa y compasiva dama doña Ana Osorio y conoció al instante que estaba próximo a su fin. Hallábase el moribundo en lamentabilísimo estado. Acostado sin desnudarse los hábitos, en una estrecha celda, cubierto sólo con una capa vieja y teniendo por almohada la cesta en que recogía las limosnas, y que había puesto en vez de la piedra que siempre había tenido. La caritativa señora hízole llevar a su casa para poder cuidarle. El moribundo pidió le leyesen la pasión de Nuestro Señor Jesucristo escrita por San Juan. Cuando terminaron la lectura, suplicó acudiese uno de sus colaboradores llamado Antonio Martín, para recomendarle todos sus protegidos, es decir, los enfermos, los pobres, las viudas y los huérfanos, y, satisfecho ese impulso de caridad, pidió que le dejasen solo. Entonces se levantó, se puso el hábito religioso y postrándose de rodillas estuvo largo rato en oración. Acudieron a él al oírle exclamar: “Jesús, Jesús, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y de tal forma, con el crucifijo en las manos expiró. Era el 8 de marzo de 1550. Sus funerales, según testimo­nio de un escritor contemporáneo, fueron un verdadero triunfo.

Beatificóle Urbano VIII en 1630, y le canonizó Alejandro VIII el 16 de octubre de 1670, pero la bula de su canonización fue promulgada por Inocencio XII el 15 de julio del siguiente año 1671. Clemente XI fijó su fiesta el 4 de mayo de 1714 con rito de semidoble. Inocencio XIII elevó dicha fiesta a rito de doble el 24 de abril de 1722. Fue declarado patrono univer­sal de los enfermos, hospitales y enfermeros por León XIII el 15 de mayo de 1886, y el mismo sumo pontífice mandó incluir su nombre en las letanías de los agonizantes.

Sin duda ninguna vio San Juan de Dios con luz profética los aumen­tos de su Orden, que han sido maravillosos y propios de la mano del Señor, que ha echado su bendición a la obra de su siervo. También parece que previó el santo pontífice Pío V con luz soberana los frutos que había de dar esta religión plantada en el paraíso de la Iglesia como árbol de vida y de salud, cuando teniendo noticia de su Instituto dijo: «Bendito sea Dios que vemos en nuestros tiempos una religión tan necesaria en la Iglesia, y que tanto provecho ha de hacer en ella». Confirmóla por bula despachada el primero de enero de 1572, dándole la regla de San Agus­tín y concediéndole muchos privilegios que han aprobado y confirmado des­pués otros Sumos Pontífices.

Tiene esta Orden gran número de casas en muchas naciones y en todas partes se curan innumerables enfermos de diversas enfermedades, con increí­ble solicitud de los hijos de San Juan de Dios; por lo cual les espera gran premio y particular honra el día del Juicio, cuando Cristo dé el galardón a sus escogidos, porque si ha de decir a los buenos: «Venid, benditos de mi Padre, a poseer el Reino, que os tengo preparado porque tuve hambre… tuve sed… estuve enfermo…». ¿A quién toca más esta bendición y esta honra, que a los que, por instituto y profesión, no sólo visitan a los enfermos, sino que los tienen en su casa para curarlos, servirlos y regalarlos con mayor amor que si fueran padres de cada uno, y con mayor solicitud que si fueran sus siervos, porque lo son de Cristo, a quien sirven en los pobres?

Si el que diere un vaso de agua por amor de Dios obtendrá recompensa, ¡qué cantidad de méritos adquirirán los que consagran su vida entera a la práctica de todas las obras de misericordia, y qué consuelo han de sentir los que con sus limosnas cooperan a esa obra divina tantas veces ensalzada en las páginas del Evangelio!

 

Oración:

¡Glorioso San Juan de Dios, caritativo protector de los enfermos y desvalidos! Mientras vivisteis en la tierra no hubo quien se apartase de vos desconsolado: el pobre halló amparo y refugio; los afligidos consuelo y alegría; confianza los desesperados y alivio en sus penas y dolores todos los enfermos. Si tan copiosos fueron los frutos de vuestra caridad estando aun en el mundo, ¿qué no podremos esperar de vos ahora que vivís íntimamente unido a Dios en el Cielo? Animados con ese pensamiento, esperamos nos alcancéis del Señor la gracia de la curación si es para mayor gloria de Dios y bien de nuestras almas. Amén.

 

R.V.

R.V.