«Es imprescindible que los británicos no se permitan el lujo de odiarnos a quienes estamos en África. Esto es importante. Despacio, pero con seguridad, el pueblo de Gran Bretaña comienza a despreciar y a odiar al hombre blanco de África a la vez que evalúa al hombre negro y al mestizo de un modo que no es ni real ni verdadero. En Gran Bretaña comienzan a pensar que en África el hombre blanco, y en especial el afrikáner, es una nueva especie de abyecto y depravado monstruo humano, indigno de su simpatía y su afecto».
Efectivamente, aquel fue el momento en el que se convirtió en dogma la culpa universal del hombre blanco, dogma anunciado y obedecido sobre todo por el propio hombre blanco. Pero las cosas humanas no suelen ser tan sencillas. En primer lugar, porque dicha condena implicó olvidar todo lo bueno que había dejado la época colonial. El estallido demográfico africano, por ejemplo, se debe al progreso material, la medicina y la higiene introducidas por los europeos. O la prohibición de la esclavitud y el canibalismo, universales cuando los europeos pusieron sus pies en África en el siglo XIX y todavía hoy practicados en algunas zonas recónditas por difícil que resulte de creer y aunque los periódicos no se hagan eco de ello.
En segundo, porque tras la salida de los colonizadores europeos, los países del África negra cayeron en un abismo de corrupción, despotismo y anarquía del que siguen sin salir. No se libraron del colonialismo para construir democracias, sino para implantar tiranías. Los datos que lo reflejan están al alcance de un clic de ratón, pero, por señalar una anécdota interesante, el destacado escritor de viajes Javier Reverte tomó nota en sus libros dedicados a su amado continente negro de que es opinión allí muy extendida que África es un continente fallido que nunca tendrá remedio mientras no vuelvan los blancos a gobernarla.
Por último, los blancos no son los únicos que practican el pecado de racismo. Sin movernos de Suráfrica, los indios se distinguen por despreciar a los negros tanto como ellos fueron despreciados por los blancos. Reverte fue testigo de ello (Vagabundo en África, El Sueño de África): «No creo que haya más de unas cuantas decenas de indios, entre los centenares de miles que habitan en África oriental y del sur, que no consideren a la negra como una raza inferior, amiga de la vagancia y del robo». Y cuando alguna vez se le ocurrió observar que eso también es racismo, la respuesta de su interlocutor indio fue que «eso no es racismo, es una evidencia». A lo que hay que añadir el detalle de que las opresiones, persecuciones y matanzas perpetradas por negros contra otros negros, por motivos étnicos, nacionales, religiosos o de cualquier tipo, dejan en una broma los desmanes del apartheid. Recuérdese, por ejemplo, el millón de tutsis exterminados por los hutus durante el genocidio ruandés de 1994 y los varios millones caídos en el Congo entre 1998 y 2004, inmensa matanza que pasó casi inadvertida por los medios occidentales. Y tampoco se olviden las continuas masacres de cristianos tanto en África como en Asia —sólo en Nigeria, siete mil asesinados en lo que llevamos de 2025—, de las que la prensa nunca informa y que a los gobiernos de la excristiana Europa les importan un bledo.
Pero, por lo visto, sólo los blancos pueden ser racistas. Sólo los crímenes de los blancos son condenables. Los de los demás, o se dan por inexistentes o, cuando la evidencia es tan escandalosa que no queda más remedio que admitir que existen, se justifican con mil excusas traídas por los pelos de siglos pasados. E incluso, cuando las víctimas son blancas, no dejan de provocar en muchos millones de blancos una íntima satisfacción.
Todo ello demuestra que el antirracismo es una farsa. A ninguno de ésos que presumen de humanitarios y antirracistas le interesa la eliminación de la discriminación racial venga de quien venga y la sufra quien la sufra; solamente le interesa por el beneficio político que pueda obtener de su manipulación.
Por eso la opresión, las injusticias y las matanzas que los blancos de Suráfrica y Zimbabue llevan décadas soportando no consiguen ni levantar una ceja de los profesionales del antirracismo y el humanitarismo, iglesias cristianas incluidas. Ésta es la razón por la que ha provocado tanto escándalo la decisión de Donald Trump de bloquear la ayuda suministrada a Suráfrica por atentar contra los derechos y las vidas de los ciudadanos blancos e incluso de ofrecerles asilo en los Estados Unidos.
Habrá que ver en qué queda todo ello, pero como novedad, tras setenta años de indefensión, parece interesante.