La repentina e inesperada irrupción del ciberespacio en los últimos años noventa cambió el mundo para siempre, hasta el punto de que hoy nos cuesta imaginar la vida sin internet. ¿Recuerda usted, cibernáutico lector, su incomprensión cuando alguien le habló por primera vez de ella? 

Se trató de una revolución de la magnitud de la desintegración del átomo, la invención de la bombilla o la del motor de explosión. No todos sus efectos han sido positivos, lo que no hará falta explicar. Pero uno de ellos ha sido, sin duda, la desaparición del monopolio informativo del que hasta hace poco gozaron la prensa, la radio y la televisión. Cada día más, sobre todo debido a las nuevas generaciones, aquellos tres medios tradicionales encogen su alcance e influencia y dejan paso a las llamadas redes sociales. Éstas, por el anonimato, adolecen de continuas manipulaciones, pero al menos aportan una multiplicidad y una libertad de informaciones que ha conseguido asustar a unos gobernantes acostumbrados a modelar a placer la opinión de las masas.

El hartazgo de millones de europeos debido a las consecuencias de la inmigración descontrolada ha disparado las alarmas de quienes quieren que el rebaño democrático siga transitando las sendas trazadas por sus pastores. Para conseguirlo, los que mandan no disimulan sus intenciones de intensificar la censura en redes sociales. A los anales pasó el cerrojazo al todavía presidente Trump durante las agitadas jornadas capitolinas de enero de 2021, cerrojazo decidido por los omnipotentes propietarios de las redes sociales que tienen conectados a miles de millones de personas de todo el mundo para bien y para mal. Y ahora se van conociendo los planes de varios estados miembros de la UE, entre ellos España, de implantar lo que, según parece, se denomina Chat Control. La excusa bondadosa e inatacable es la lucha contra la pederastia, pero su propio nombre evidencia que su objetivo, aunque camuflado de momento, es controlar las opiniones para impedir que circulen las que no les gusten a los que mandan. Quienes duden de que se trata de un primer paso hacia la vigilancia permanente de la disidencia política, recuerden las primeras cámaras que hace ya algunas décadas comenzaron a instalarse en las calles. La excusa bondadosa e inatacable de entonces fue la lucha contra las infracciones de tráfico y la delincuencia, pero su resultado final ha sido la vigilancia continua de todos los ciudadanos.

Las protestas antiinmigratorias no dejan de crecer por toda Europa al mismo ritmo con el que crecen la delincuencia y los choques violentos. Pero de todas esas protestas suelen enterarse solamente los cercanos a ellas ya que los medios de comunicación ocultan unos hechos sobre los que se les ha ordenado guardar silencio. Un ejemplo reciente ha sido la manifestación celebrada en Manchester exigiendo un concepto que hasta hace poco nos era desconocido pero al que habrá que ir acostumbrándose: remigración. Porque la denuncia de la inmigración ilegal no basta, como lo demuestra la enorme cantidad de disturbios y de todo tipo de problemas provocados por inmigrantes legales, por ciudadanos europeos de orígenes afroasiáticos e incluso por europeítos endófobos. En ese terreno se va a jugar el futuro de Europa.

También de Inglaterra ha salido un interesante vídeo que circula estos días por las redes. Su protagonista es una mujer de mediana edad que, enarbolando la Union Jack, se opone con elegante gallardía a una turba de vociferantes antifascistas, enmascarados, como de costumbre.

–¿Por qué considera necesario estar aquí con esa bandera? –le pregunta un periodista.

–Mis hijos. Mis nietos.

–¿Tiene usted miedo de su futuro?

–Sí.

No hay nada más que decir. La penúltima trinchera podría haber sido la de la dignidad, pero de esa anticuada señora los europeos se olvidaron hace mucho. Ahora ya sólo nos queda la última: la de la supervivencia.

Quien pueda comprender, comprenderá. A quien no pueda, ningún argumento le servirá.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz