Hace casi un siglo que Pío Baroja escribió que la guerra que en aquel momento se estaba librando en España iba a encender «un odio escondido que no desaparecerá ni en cien años». Sabia precisión cronológica, la del guipuzcoano, porque esos cien años es precisamente el tiempo en el que llegan, pasan y abandonan este valle de lágrimas tres generaciones.

Todos sabemos en qué bando de aquella guerra estuvieron nuestros padres y abuelos. Pero ¿cuántos sabemos en qué bando de las guerras carlistas militaron nuestros bisabuelos y tatarabuelos? Muy pocos, entre otros motivos porque a nuestros padres y abuelos los hemos conocido y hemos hablado con ellos, mientras que casi nadie llega a conocer a sus bisabuelos y tatarabuelos. Por eso sus hechos nos resultan lejanos y ajenos.

Los jóvenes españoles de hoy engrosan las menguadas filas de la cuarta generación —menguadas porque tras el baby boom y los treinta gloriosos llegaron la píldora, el aborto y la dolce vita—, esa generación a la que la Guerra Civil le queda ya muy lejos. Y entre esa lejanía y la ignorancia sembrada en las aulas progresistas, aquel enfrentamiento bélico estaba dejando de tener utilidad para la política actual. Por eso la izquierda, con el inestimable precedente de Aznar en 2002, se apresuró a promulgar las leyes de memoria histórica para reavivar las brasas apagadas con el fin de extraer de ellas suculentos réditos electorales: no hay disparate, no hay desguace de la nación, no hay atentado contra el Estado de derecho, no hay desprecio a los españoles, no hay corrupción, no hay robos, no hay putiferio, no hay delitos que puedan anular el frenesí cainita de que Sánchez haya sacado a Franco del Valle de los Caídos. Por eso la fidelidad del votante socialista es religiosa y por eso nos encontramos con la aparente paradoja de que los jóvenes izquierdistas de hoy, nacidos muchos años después de la muerte de Franco, son más ardientemente antifranquistas que sus padres y abuelos. 

Esta utilización política de la historia es la que impide el debate desapasionado sobre lo sucedido en España hace ya un siglo. Si a un profesor, escritor o político se le ocurriese manifestar que una victoria de Hermenegildo sobre su padre Leovigildo quizá hubiese sido más beneficiosa para el reino visigodo, nadie se ofuscaría ni le acusaría del nefando crimen de hermenegildismo. Si explicase que Juana la Beltraneja tuvo más derecho al trono que Isabel la Católica, nadie le acusaría horrorizado de ser beltranejista. Y a nadie le lincharían por borbónico o austracista por expresar en el siglo XXI sus opiniones sobre la Guerra de Sucesión, del mismo modo que no caerían sobre su cabeza acusaciones de carlista, cristino o alfonsino a quien tratara sobre las guerras carlistas. Por el contrario, hoy sigue siendo imposible decir una sílaba sobre la Guerra Civil sin ser fulminado por franquista si esa sílaba no concuerda con el evangelio revelado por el PSOE. La lamentable consecuencia del reavivamiento del odio es que la Guerra Civil sigue sin ser mera historia; su peso político, interesadamente aumentado, es todavía demasiado grande. El millar de asesinados por ETA, sin embargo, son historia y deben ser olvidados. Y quien los recuerde a ellos y a sus consecuencias políticas actuales es un rencoroso agitador de odio.

Pero no nos apresuremos a arrojarnos en brazos de la tan arraigada tradición española del nacional-masoquismo, ya que no somos los únicos ni mucho menos. La autodenigración de nuestro ser nacional no es más que la faceta española de un fenómeno general del senil Occidente. Indudablemente somos los maestros, los pioneros, los que más experiencia tenemos en sembrar y a la vez lidiar con esas plagas que solemos llamar leyenda negra y pesimismo nacional. Pero no hay país europeo que se salve, como se ha demostrado en los últimos años con la moda woke. Tras siglos de hegemonía mundial, los países europeos-blancos-cristianos, así como sus extensiones de ultramar, se han dedicado a cultivar el remordimiento hasta extremos alucinatorios.

Ahora tenemos que pedir perdón por todo: por la esclavitud aunque los europeos-blancos-cristianos no fuesen ni sus inventores ni sus únicos cultivadores pero sí sus abolidores, por la evangelización aunque implicase la terminación de los sacrificios humanos, por la colonización aunque implicase el progreso y la prohibición del canibalismo, por haber producido la inmensa mayoría del arte, la cultura, el derecho y la ciencia, etc. Y ahora tenemos que derribar las estatuas y borrar de los libros una infinidad de figuras que construyeron la historia a golpe de genio y voluntad.

Mientras que en Estados Unidos se vitupera a los antaño adorados Washington y Jefferson, y en todos los países de Europa se escupe sobre la memoria de sus grandes hombres, en España se odia a Colón, a los Reyes Católicos, a Felipe II y a cualquier otro representante de esa leyenda negra con la que tanto disfrutan los sostenedores del pensamiento progresista. Y Franco no es más que el último eslabón de la cadena.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz