La avalancha de aberraciones es tan avasalladora que ya ni les damos importancia cuando llega alguna nueva. Pero gota a gota se ha llenado este océano de mierda en el que nos ha tocado ahogarnos a nosotros y a las generaciones que nos siguen.

La penúltima ha sido la de un colegio público de Cantabria en el que, en noviembre, se organizaron actividades para celebrar el rimbombante Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Una de ellas consistía en que los niños cantaran una versión feminista de esa canción infantil que dice «Cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos detrás de la escoba». La nueva letra, debida a la cantante que se hace llamar La Mare, cambiaba un poco las palabras con el propósito, según se informó, de «corregir el relato machista y deconstruir esos recuerdos populares para darles un tono antipatriarcal». Así dice la letra modificada: «Cinco deditos tiene la Lola pa darse gusto cuando está sola». Parece ser que la protesta de algunos padres consiguió que tan divertido espectáculo se cancelara.

En su desquiciada cruzada sexólatra no dejan fleco suelto, como lo demuestra el hecho de que son capaces de extender la denuncia a la heteropatriarcalidad hasta el mundo animal, sobre todo cuando hay dinerito a la vista. Por ejemplo, acaba de saltar a la prensa que una marca alemana de ropa, que responde al poético nombre de Rainbow Wool, ha lanzado una colección de prendas elaboradas con lana procedente de ovejas gays. Su proveedor, según se cuenta, es un avispado pastor que dice tener un rebaño íntegramente homosexual.

Ovejas aparte, eso que suele denominarse ideología de género es el asalto a la última frontera de la dignidad del ser humano: su propia naturaleza. Tanto en España como en el resto de este Occidente terminal, los obsesos que han construido culturalmente la sociedad al menos desde hace medio siglo han conseguido sacar el sexo de las alcobas y situarlo en el centro del debate político. Y de ello no se libran ni quienes, por su edad, viven ajenos a las cuestiones sexuales. Algo muy oscuro anida en el fondo de este afán por corromper a los niños atacando, sin defensa posible, su naturaleza psíquica y física.

Una de las facetas más trágicas de este ataque a la naturaleza humana es la alegre promoción de la transexualidad infantil, que tantos problemas mentales y físicos está provocando en muchos niños desorientados que acaban arrepintiéndose cuando ya no hay vuelta atrás. Sobrecoge el manto de silencio que gobiernos y medios obedientes extienden sobre los sufrimientos espantosos y las no menos espantosas cifras de suicidios que provoca esta locura, promovida, además, mediante talleres de travestismo infantil y otras iniciativas chulísimas, que diría nuestra inalcanzable ministra. Por ejemplo, el organizado hace algunos meses por el Ayuntamiento de Tarrasa consistente en que niños de seis a doce años se inventaran nombres y se vistieran de anormales para «construir otra versión de sí mismos». El asunto consiste en convertirse en Drag Kids para imaginarse un cuerpo diferente del que impone la sociedad. De este modo los organizadores pretenden introducir ya desde esas edades «la flexibilidad del género desde la plasticidad y el travestismo».

Pero la verdad es que todo esto palidece ante el aspecto más grave del odio a la infancia que está asolando Occidente, víctima voluntaria de esta plaga mientras el resto del mundo sigue reproduciéndose sin complejos. Porque los occidentales, con europeos y norteamericanos al frente, hace ya muchos años que decidieron no tener hijos para hacer hueco a perros y gatos, que dan menos trabajo y no gastan pañales.

Y como la modernidad ha proclamado que tener pocos hijos o ninguno es prueba de civilización, el nivel de excelencia civilizatoria se alcanza con el aborto, esa conquista de las mujeres para liberarse de la carga de transmitir la vida. Permítanme, malvados lectores, el detalle de recordar que tan espléndida conquista empezó a introducirse con la excusa minoritaria de los riesgos para la salud y las violaciones para no tardar en mostrar su verdadero rostro, el de inmejorable método anticonceptivo. Y ya que acabamos de hablar de perros, permítanme el segundo detalle de señalar que la píldora del día después, ese preaborto camuflado, nació como instrumento para evitar que las yeguas y perras con pedigrí quedaran preñadas incontroladamente por cualquier espontáneo de baja estofa. Y tras las cuadrúpedas, no tardó en aplicarse a las mujeres.

Pero no en todas partes sucede lo mismo, porque mientras que los sofisticados europeos consideran que tener hijos es una vulgaridad, los atrasados africanos y asiáticos lo ven como una bendición y una alegría. Y piensan, con criterio difícilmente discutible, que lo que sucede en la Europa excristiana es obra de Satanás.

En Europa ya no hay niños europeos. Vayamos cerrándolo todo, porque esto se acabó. ¡Alá es grande!

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz