El camino hacia la universalización del sufragio en todo el mundo civilizado fue lento pero constante. Aunque tardaron en eliminarse las restricciones por renta y formación, las transformaciones sociales acabaron haciendo cada vez más difícil oponerse a él. Y, por supuesto, la absurda exclusión de las mujeres también fue barrida por la historia. Pero para ello hubo que esperar a las últimas décadas del siglo XIX y, en la mayoría de los casos, a las primeras del XX.

En su obra más importante, Sátira contra los malos escritores de este siglo (1741), el jurista y poeta dieciochesco José Gerardo Hervás, que camufló sus cáusticos versos bajo el seudónimo de Jorge Pitillas, apuntó un problema aún irresuelto:

He de seguir la senda de los raros;
que mendigar sufragios de la plebe
acarrea perjuicios harto caros.

Su eminente coetáneo Benito Jerónimo Feijoo había sentenciado algunos años antes que «siempre alcanzará más un discreto solo que una gran turba de necios».

Un siglo más tarde en Gran Bretaña, primera potencia mundial de la época y modelo de democracia, los liberales fueron los promotores de la instauración de un sufragio universal contemplado con desagrado por los conservadores. Pero aquellos no tardarían mucho en preguntarse si habían tomado la decisión correcta. Porque una cosa era que debido a los progresos de la educación hubiera disminuido notablemente el porcentaje de analfabetos y otra muy distinta que hubiera aumentado el porcentaje de los capaces de reflexionar antes de emitir su voto. Las cabezas pensantes del liberalismo británico comenzaron a lamentar que la mayoría de los nuevos votantes estuviesen más interesados en apostar en las carreras que en participar en la toma de decisiones políticas. Por otro lado, dichas personas se mostraban más inclinadas a emocionarse que a pensar, sus opiniones no pasaban de mero reflejo de lo sembrado por la prensa sectaria y se guiaban menos por la razón que por los instintos gregarios. Pero ya no había vuelta atrás. Además, los argumentos, en principio tan sensatos, sobre la desigualdad de los hombres y la necesidad de una mínima formación se deshacen como azucarillos ante la constatación de que muchas personas formadas, aparte de poder ser unos delincuentes y unos canallas, no están vacunadas contra las opiniones disparatadas, mientras que otras en principio menos cultivadas suelen ser modelos de rectitud y buen sentido.

Sobre tan interesante asunto no se ha dejado de discutir desde entonces, si bien es cierto que cada día con la voz más baja puesto que, tras la consagración del sufragio universal, su cuestionamiento se convirtió en herejía. Pero hasta los malvados que siguen mirándolo con recelo estarían dispuestos a aceptarlo si al menos fuese verdad. Pero el problema es que no lo es.

España es un ejemplo difícilmente superable. Si el principio de «un hombre, un voto» fuese verdad y no hubiese sido aniquilado por el sistema electoral, los separatistas no habrían disfrutado durante medio siglo de una representación injusta y, por consiguiente, de una influencia desmesurada en el proceso de destrucción de la nación. Y otros partidos de implantación nacional pero de menor concentración por circunscripción habrían obtenido una representación mucho mayor que la de los separatistas, con lo que se habrían evitado los gravísimos problamas con los que hoy se encuentra España y que no hace falta explicar.

Pues bien, en Francia se ha vuelto a perpetrar la antidemocrática vulneración del sacrosanto principio. Porque la vencedora por goleada de las últimas elecciones, tanto en la primera como en la segunda vuelta, ha sido esa vilipendiada «extrema derecha» que ha obtenido tres millones de votos más que cualquiera de sus oponentes. En concreto, con algo más de diez millones de votos ha conseguido 143 escaños, mientras que el Nuevo Frente Popular, esa alianza de comunistas e islamistas que la derecha liberal ha estado encantada de apoyar, ha conseguido 179 escaños con algo menos de siete millones. La democracia convertida en un juego de trileros.

Porque cuando a los dueños del sistema teóricamente fundamentado en el principio «un hombre, un voto» no les gusta lo que vota el pueblo soberano, se encargan de burlar dicho principio para evitar que el pueblo soberano sea efectivamente soberano.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz