Sobre tan interesante fenómeno, paralelo a la descomposición general del cadáver insepulto de la civilización occidental, han manado ríos de tinta desde hace un par de siglos. Nada nuevo y digno de atención podremos aportar al sesudo plano de la teoría, pero nuestras limitadas capacidades sí llegan al de las anécdotas, como el famoso calcetín de Tàpies y el más famoso aún, y ya clásico, urinario del ajedrecista patafísico Marcel Duchamp, al que muchos críticos de arte consideran el artista más importante del siglo XX y al que el surrealista comunista André Breton calificó como el hombre más inteligente del siglo.

La revolución urinaria consistió, en palabras de su autor, en “elevar objetos de uso cotidiano a la dignidad de obra de arte por mera decisión del artista”. Pero en el pecado miccionador llevó su penitencia, pues un compañero de gremio, Pierre Pinoncelli, aprovechó una exposición en Nimes en 1993 para golpear el urinario con un martillo antes de utilizarlo como Dios y la razón mandan: meando. Algunos años después el mismo Pinoncelli, sedicente artista performativo e indudablemente tenaz, volvió a las andadas con el martillo. Al ser arrestado, alegó indignado que su acto había sido una obra de arte en sí misma, lo que habría agradado a Duchamp.

Pero este tipo de asuntos no son precisamente nuevos. En 1910, siete años antes del meadero de Duchamp, al escritor Roland Dorgelès, enemigo confeso del incipiente arte abstracto, se le ocurrió atar una brocha al rabo de Lolo, un simpático pollino, para ver qué podía hacer con un lienzo excitando su inspiración con zanahorias. Y todo ante notario. Presentado el cuadro, Puesta de sol en el Adriático, firmado por un inexistente Boronali (anagrama de Aliborón, nombre poético del burro desde la Edad Media) junto con un Manifiesto del Excesivismo, los críticos elaboraron sesudos artículos sobre el cuadro, su filosofía transgresora, su técnica depurada, su mensaje oculto, su genial autor, etcétera. Y cuando Dorgelès descubrió la farsa asnal dejándolos a todos con el culo al aire, todavía hubo uno que tuvo el cuajo de cuestionar la legitimidad de las risas provocadas: “Sí, rieron. Pero, ¿de qué calidad eran esas risas?”.

Vayamos a continuación con un puñado de anécdotas más cercanas en el tiempo, igualmente jugosas e ilustrativas. Aunque resulte difícil de creer, hace algunos años la televisión sirvió para algo bueno. Sucedió cuando Tele 5 envió una reportera a la feria de arte contemporáneo ARCO con la misión de colgar subrepticiamente un cuadro embadurnado a manotazos por unos niños de tres años. Los comentarios de los asistentes no tenían desperdicio. Mientras uno percibía “angustia y tristeza”, otro recalcaba sus “muchas sutilezas y corrientes”. Un tercero lo calificaba como “un cuadro complejo, con mucha meditación detrás, obra de un pintor con mucha experiencia”. También aportaron su docta opinión comentaristas más profundos, como el que percibía “desesperación por buscar un camino nuevo” y el que afirmaba que se trataba de “una obra de un hombre de cierta edad con una carga erótica y una represión muy grandes”. ¡Qué fácil es tomarle el pelo al Homo sapiens! Y cuanto más supuestamente culto, más fácil.

El mundo de la pintura y la escultura es caudaloso manantial de pedanterías y mamarrachadas. Las anécdotas museísticas darían para una nutrida enciclopedia del disparate en la que la arriba mencionada de ARCO sería tan solo una del montón. Las obras de arte tiradas a la basura por haber sido así consideradas por los encargados de la limpieza suelen amenizar los periódicos de vez en cuando. Un caso muy divertido fue el de ¿Dónde vamos a bailar esta noche?, conjunto de botellas, plásticos y otros desperdicios que las artistas de vanguardia Sara Goldschmied y Eleonora Chiari instalaron en el museo Bolzano de Milán y que la limpiadora tiró a la basura por considerarlos restos de una juerga de la noche anterior. Cuando las artistas y sus coros alzaron sus quejas escandalizadas, el conocido crítico de arte Vittorio Sgarbi aportó un poco de sensatez al defender a la honrada trabajadora con el argumento de que “si ella pensaba que era basura, eso demuestra que lo era. El arte debe ser entendido por cualquiera, incluidos los trabajadores de la limpieza. El hecho de que el museo pueda simplemente recolectar las piezas de la basura y ponerlas de nuevo juntas significa que no era arte de categoría”.

También es digna de mención la obra Comediante del italiano Maurizio Cattelan, consistente en un plátano pegado con cinta adhesiva a la pared. Un amante del arte pagó por ello 120.000 dólares, precio en el que se incluye un manual de instrucciones para instalar la cosa con el ángulo y altura adecuados: treinta y siete grados, sesenta y ocho pulgadas desde el suelo. La guinda la puso el también artista David Datuna, que, durante su exposición en la parisina Galeria Perrotin, se comió el plátano ante los boquiabiertos asistentes. Pero todo tiene una explicación mucho más profunda de lo que pudiera parecer a simple vista. Lejos de tratarse de un iconoclasta, Datuna se declaró ferviente admirador de la obra de Cattelan y definió su proceder como una “actuación artística” ya que “lo que percibimos como materialismo no es más que condicionamiento social. Cualquier interacción significativa con un objeto puede convertirse en arte. Yo soy un artista hambriento, y tengo hambre de nuevas interacciones”. La Galería Perrotin, no se sabe bien si para salir del apuro de la artística deglución o por convicción, se apresuró a ir a la frutería a comprar otro plátano y aclarar que el valor de la pieza no era el plátano en sí, sino la idea.

Ya metidos en ideas, la medalla de oro del timo la merece el también italiano –¡pobre patria de Miguel Ángel y Leonardo!– Salvatore Garau, que consiguió vender una escultura invisible, es decir, nada, por 18.000 dólares. Y el comprador de Yo soy –porque así se llama eso que no existe–, además de pagar dicha cantidad, tuvo que comprometerse a que esa estatua inexistente estuviese acomodada en un espacio suficiente: una habitación de 50 x 50 metros sin ningún mueble ni obstáculo. Según el afortunado timador, metido asimismo a físico y filósofo, el hecho de que se vendiera demuestra su calidad: “El buen resultado de la subasta atestigua un hecho irrefutable. El vacío no es más que un espacio lleno de energías, e incluso si lo vaciamos y no queda nada, según el principio de incertidumbre de Heisenberg, la nada tiene un peso”.

Parece indudable que todo esto demuestra, al menos en el mundo del arte, que eso que se sigue llamando Occidente está muerto y putrefacto. No queda camino por recorrer. Ya no se puede ir más allá salvo que empecemos a considerar una obra de arte el hecho de pegar fuego a los museos, lo que, por otra parte, ya han sugerido algunos avanzados. Bien pensado, y dependiendo de qué museos, la propuesta no parece tan descabellada, aunque nos arriesgamos a que comiencen por el Prado y el Louvre, así que mejor no dar ideas. No puede ser casualidad que sea precisamente la muerte el tema sobre el que gira la obra de no pocos de los más eminentes artistas de vanguardia. Por ejemplo, el inglés Damien Hirst ha alcanzado la fama por mostrar en sus exposiciones, junto a otras imágenes necrofílicas, cadáveres de animales conservados en formaldehído. El multimillonario Hirst, por otro lado, anunció hace un par de años que se disponía a quemar miles de sus cuadros para demostrar que el arte es una moneda. Las obras de sus compatriotas Jake y Dinos Chapman también abundan en esqueletos, despojos, moscas y gusanos, incluidos una virgen María con el niño medio deshollados y vomitando tentáculos. Otros, de cuyo nombre mejor no acordarse, utilizan cadáveres y fetos humanos disecados. Y junto a la muerte, la suciedad, como los cuadros del estadounidense Dan Colen titulados Bird shit (mierda de pájaro) porque, efectivamente, eso es, ni más ni menos, lo que representan.

Pero abandonemos el reino de la oscuridad y regresemos a ese tipo de arte menos plástico que palabrero con el que comenzábamos estos artísticos párrafos. Un ejemplo actual de ello es la exposición antológica de Giovanni Anselmo acogida durante unos meses en el museo Guggenheim de Bilbao bajo el título Giovanni Anselmo: Más allá del horizonte. El italiano, fallecido hace unos meses y cuyas obras alcanzan los cientos de miles de euros en las subastas, destacó en el pijamente revolucionario año de 1968 al presentar su obra Sin título (Estructura que come), consistente en dos bloques de granito de distinto tamaño con una lechuga en medio. Una de las mayores expertas en el arte anselmiano es la historiadora del arte y comisaria de la exposición Gloria Moure, que el año pasado declaró en una entrevista a El País que “me atemoriza que la izquierda no sea consciente de la importancia de la cultura. La extrema derecha lo tiene muy claro”. Moure explica sobre las piedras y la lechuga que “es una obra bestial porque nos dice que cuando la energía se pierde, la piedra se cae y eso es lo que nos pasa también a nosotros”. Un vídeo de promoción de la exposición nos ayudará a aclarar la cuestión:

“Las obras de Giovanni Anselmo nos hablan de las fuerzas y energías que rigen el mundo desde tiempos inmemoriales. Cuando nos acercamos a sus obras es importante tener en cuenta la siguiente cuestión, y es que Giovanni Anselmo no quería representar esas fuerzas, sino presentarlas, es decir, hacerlas evidentes, palpables. Y lo consigue en esta obra que se titula Sin título (Estructura que come). Como pueden ver, se trata de una escultura que consta de dos bloques de granito separados mediante una lechuga. El conjunto se mantiene sujeto mediante un alambre. ¿Qué pasa? Que a medida que pasa el tiempo, la lechuga se va marchitando, se va haciendo más pequeña, y el espacio entre los dos bloques de granito se va haciendo más delgado, de forma que el bloque pequeño corre el riesgo de desmoronarse por la fuerza de la gravedad. De esta forma, Giovanni Anselmo consigue de forma evidente hacer palpable esa fuerza que rige nuestra posición y la de todas las cosas en el mundo. Por eso cada dos días aproximadamente una persona del departamento de conservación se encarga de cambiar la lechuga, que se va marchitando, y reponerla por otra más fresca. Porque el objetivo no es que el conjunto se desmorone, sino precisamente mantenerlo en tensión y hacer así evidente la fuerza de la gravedad”.

Estas piedras y esta lechuga, junto a otras piezas como unos trozos de algodón empapado que, arrojados contra un cristal, en él permanecen hasta que van resbalando, encierran, según la comisaria Moure, una profunda reflexión filosófica. Porque, poniendo a Descartes del revés, Anselmo no afirma que piensa, luego existe, sino que ser, existir, implica tener una relación directa con la realidad, por lo que luego reflexiona y piensa. “Anselmo te hace pensar. En un mundo de rapidez, te para y apuntala. Es la antifrivolidad”, explica Moure a la vez que subraya la importancia del ateísmo en todo este asunto, porque aunque pueda parecer muy espiritual y místico, “él lo que creía era en el universo, y que este universo está hecho de particulares que somos todos, y sin todos nosotros no existiría el universo. Anselmo es lo tangible, él te muestra que si coges dos cables, uno positivo y otro negativo y los juntas, te fríes. Él te hacía consciente de esa realidad”.

Así que ya lo sabe, artístico lector: ya que todos vamos a acabar fritos tarde o temprano –más temprano que tarde, visto cómo se están poniendo las cosas–, y esperemos que enterrados como Dios manda y no conservados en formaldehído en posturas obscenas en un museo, aproveche esta vida que le ha sido dada tan inexplicablemente y acuda a Bilbao a contemplar las piedras y la lechuga. Y ya metido en esculturas, vaya acto seguido, ya que no le cae tan lejos, a echar un vistazo a las que hizo Gil de Siloé en la catedral de Burgos y la Cartuja de Miraflores. Porque con esa perspectiva cronológica, cuando regrese a su casa podrá arrellanarse en su sillón favorito a reflexionar sobre el destino “más allá del horizonte” de la Humanidad y del Universo.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz