Ahora que por razón de la guerra en Ucrania se habla de la guerra de propagandas de uno y otro bando, recordemos que el liberalismo ha sido la propaganda de guerra más eficaz de la historia: la propaganda secular encargada de enfermar a las naciones cristianas.
Lastimoso porvenir, el de la ruptura de los vínculos tradicionales más hondos entre los pueblos, en favor de la mercancía pregonada por Occidente: la soberanía nacional. Factor no lo suficientemente atildado en el estudio de la contienda entre Rusia y Ucrania. La soberanía nacional, que paradójicamente es de progenie individualista, ha resultado ser el precepto que trocea arbitrariamente la historia de las naciones junto a sus lazos más íntimos, incluso los religiosos. Por punto general, tal concepción se figura elemento disruptivo para la armonía de los países, al obstar el ensimismamiento nacional a las estribaciones históricas y espirituales que hacen causa común. Tal es así que antes de la guerra, la quebrada ya había alcanzado a las iglesias ortodoxas de Rusia y Ucrania.
Para nuestra tragedia, el nacionalismo y el liberalismo no han sido antagónicos, como nos cuentan las mentes maniqueas, sino que han copulado en el personalismo que hace de la nación una prima donna de espíritu divisorio. Eslabón peligroso donde los hubiere. El personalismo (que solo es la individuación informe y personalizada del liberalismo) se trasladó a la política dando como resultado el enaltecimiento de la nación prima donna sobre la tradición, la religión y el destino final del hombre.
Antiguamente la única supremacía era la que debía de ser: la de Dios y su Iglesia. Las demás autoridades tenían autonomía, pero de ningún modo independencia. Con la llegada de la propaganda secular, el orden acabó invertido en favor de la soberanía nacional. Inoculado ese veneno, la peor guerra solo puede ser la fraternal, una vez antepuestas las razones soberanas a la causa común.
La invocación de la soberanía nacional (cuando soberano solo es Dios) supone la transmigración de la emancipación del individuo a las naciones, la distorsión egotista del patriotismo, y de resultas, una sublimación identitaria devoradora de la solidaridad universal: en definitiva, la preparación para la guerra de unos contra otros.
La encíclica Fratelli tutti contiene una crítica muy esclarecedora al individualismo, también al que ataña a las naciones. Ambos se gestan, como dice el Papa, en “la libertad humana que pretende construirlo todo desde cero”. El Papa alerta en la encíclica de que para fomentar la fraternidad no se pueden ignorar ni la historia ni los vínculos que alberga la riqueza espiritual y social transmitida a largo del tiempo de generación en generación, en clara alusión a la tradición. En Fratelli tutti, Francisco rescata un argumento capital de una homilía del cardenal Raúl Silva Henríquez (1907-1999), según el cual los pueblos que desmantelan la tradición y la mandan al basurero de la historia ya sea por violencia, moda o negligencia, pierden toda “fisonomía espiritual y consistencia moral”, principales sostenes de la patria.
El Papa remata en la encíclica que la guerra se cimenta sobre las ruinas de la fraternidad entre los pueblos. Mirando a la guerra entre Rusia y Ucrania no parece faltarle razón. Primero se rompe gradualmente la hermandad y más tarde, llegado el conflicto de intereses, solo queda la frater bellum, la guerra entre hermanos.
En Europa, la ruina la ha causado la traslación del individualismo al plano de la hegemonía y destino de los pueblos. Lo llaman soberanías nacionales. La libertad cero (o libertad desde cero), que con tanta preocupación señala el Papa, espolea a las naciones a la soberanía intramuros por delante de toda verdad anterior. Al final, el daño moral que ha hecho el soberanismo liberal, ariete de la propaganda secular, se extiende también a los problemas entre naciones, que ponen al hombre y al Estado por encima de Dios y el patriotismo universal. Linea de pensamiento que se ha demostrado incapaz de discernir sobre la guerra entre dos países que lindan uno con otro, con una tradición común que es lo que hace que Moscú sea parte de Kiev y Kiev lo sea de Moscú, sencillamente porque el corazón de la patria trasciende y desborda territorios y ciudadanías.
Negada la soberanía de Dios y la Tradición, la libertad cero es la encargada de articular a conveniencia de sus dignatarios la relaciones políticas entre pueblos semejantes o disímiles; haciéndolos comunes o enemigos, al albur del contubernio internacional. Allá que van los ufanos corifeos de Occidente a tocar la sonata de la soberanía nacional, sin echar de ver que los conflictos contemporáneos residen sobre todo en las extravagancias ideológicas que propenden hacia amores políticos desordenados.
La falsa mansedumbre del mundo libre, que solo enerva la belicosidad de los pueblos, no esperaba el trágico desenlace entre Rusia y Ucrania. Una vez más, la noción liberal del hombre y de la sociedad se ha visto sobrepasada por los acontecimientos. Por todo ello, llegó la hora de quemar el manual de las soberanías nacionales, limpiarse el polvo de las beaterías democráticas y recordar que no hay mayor antídoto contra la guerra que la hermandad que, Dios mediante, hace de la frater bellum un fratelli tutti.
Eduardo Gómez
Publicado en Religión en Libertad – 17/03/2022