El Estado es la forma política propia de la Modernidad. Se trata de un ente artificial que vendría supuestamente a superar la arbitrariedad y el despotismo característicos de las formas personales de gobierno. El Estado se constituye como una instancia neutra, objetiva y racional, frente a las querellas legitimistas de las formas políticas anteriores. El Estado centraliza toda la autoridad social, con el fin de garantizar la igualdad de todos los que habitan una demarcación territorial, asumiendo una función meramente negativa y jurídica, a saber, garantizar la salvaguarda y coordinación externa de la libertad plena e irrestricta de cada individuo. El Estado configura, en este sentido, un orden territorial cerrado, una instancia inapelable e inmanente que concreta su poder e imprime un determinado matiz a su actuación, como ya hemos visto, en función de la opinión popular recogida individual y aritméticamente a través del sufragio universal. Este poder eminentísimo actúa a través de un ente instrumental, la Administración, que implica una organización dirigida a la optimización de los recursos personales, materiales y financieros disponibles en orden a la planificación y posterior implementación de las políticas públicas de ingeniería social. Esta organización recibe tradicionalmente la denominación de burocracia.

Las sociedades modernas se constituyen en Estados, es decir, con referencia a una determinada organización política y no al contrario. Toda autoridad social queda centralizada en el Estado, o en los distintos entes administrativos de él dependientes, o es mediatizada a través de la penetración ideológica. La necesidad de que el poder civil cuente con un aparato organizativo adecuado para el desarrollo de sus funciones, dotado de preparación técnica y con garantías de probidad profesional, ha sido la excusa invocada para terminar por aniquilar la vida comunitaria espontánea en la férula despótica de un estatismo absorbente.

Frecuentemente, el pensamiento liberal se presenta como adalid del ideal del ‘Estado mínimo’. En realidad, una vez aceptada la idea de Estado la plutocracia es el motor inagotable de la expansión de la burocracia. La burocracia es la forma organizativa más perfecta y útil que se conoce, y permite que la oligarquía económica llegue a operar en ámbitos sociales cuya disposición natural constituía de por sí una defensa contra los abusos o, al menos, dificultaba la obtención de economías de escala con base en la reducción a unidades susceptibles de planificación.

El Estado es, en el planteamiento liberal más ortodoxo, la génesis de la Nación, por cuanto encarna la soberanía popular y, en consecuencia, está investido de un poder originario y pleno. Toda potestad y- lo que es más grave- toda autoridad derivan de él. Se trata, en definitiva, de una consciente corrupción de los principios tradicionales de Patria y Comunidad, en relación con los cuales la autoridad política constituía un principio de ordenación al bien común. El bien común no está constituido por la suma de los bienes individuales, estandarizables y agregables dentro de un proceso de planificación que comienza por olvidar la índole humana y social de los sujetos en los que incide el ejercicio del poder público. El bien común, como su propia denominación indica, es el bien de todos los hombres que integran la Comunidad, y es común en cuanto que atiende al cumplimiento de los fines de la naturaleza humana común a todos ellos.

Ahora bien, la evolución histórica de esta forma política, surgida en los albores de la Modernidad, ha conducido a su propia crisis, en virtud de su carácter intrínsecamente inhumano y antinatural. Del mismo modo que el Estado pretendió presentarse como la superación de los conflictos religiosos mediante el impulso de un proceso de secularización radical de la vida social, el pensamiento político postmoderno pretende levantar una estructura superestatal que proscriba el patriotismo genuino con el fin de eliminar las tensiones nacionalistas que – no lo olvidemos – el propio Estado moderno puso en escena. Bajo el falaz estandarte de la tecnocracia se cobija el propósito decidido de expulsar al patriotismo de la arena política, asestando un nuevo golpe mortal a la vida comunitaria. Este ‘superestatismo’ pretende pues, nuevamente, hacer pasar por científicas las secularmente mortíferas ideologías de la Modernidad, predicando, con acentos extraños, el viejo mito del progreso indefinido y maquillando la implantación sistemática de la aberración moral con infinitud de adelantos técnicos dirigidos de modo casi exclusivo a la satisfacción de la comodidad física y, en general, al disfrute del ocio.

Cuando esta mezquindad resulta intolerable frente a la miseria física y moral de tantos millones de seres humanos, se pone en marcha el aparato filantrópico que, sin embargo, termina, con frecuencia, recurriendo a la eliminación del problema a través de métodos que delatan un olímpico desprecio a la condición humana: el aborto, la eutanasia, la anticoncepción, la esterilización, las armas de destrucción masiva, …

Las instituciones políticas, por el contrario, deben configurarse como promotoras del bien común, tutelando el acervo espiritual que conocemos como Patria, resultado de la experiencia de vida comunitaria plurisecular. El Estado ha condenado al hombre a un individualismo antisocial resuelto finalmente por vía totalitaria. Es de todo punto necesario recuperar la identidad comunitaria, luchar sin descanso contra el desarraigo cultural, meta última del actual proceso globalizador. Los hombres desligados de las realidades naturales e inmediatas resultan fácilmente manipulables. Su propia conciencia de indefensión les mueve a asociarse, pero lo hacen en torno a facciones directa o indirectamente fundadas sobre la base de fantasmagorías ideológicas. Todo proceso de reconstrucción de la vida y la identidad comunitarias debe fundarse en el fortalecimiento del carácter personal de las relaciones sociales. Ello implica un especial acento en el carácter libre y responsable de las decisiones o, lo que es lo mismo, en la índole ineludiblemente moral de los actos humanos. De nada sirve pretender fundar la Legitimidad sobre un juicio meramente formal de identidad lógica entre la realidad y los supuestos de hecho contemplados por una legalidad configurada de modo tan pretendidamente aséptico como realmente ajeno a la condición y dignidad del hombre. La organización política no puede sustraerse a los imperativos morales comunes a todo hombre, gobernante o gobernado, tratando de arrogarse la facultad de decidir de modo infalible y universal sobre el bien y el mal. Pero tampoco puede olvidar su carácter, si se quiere, adjetivo con respecto a la unidad sustantiva, operante en la Historia y en el universo de los pueblos: la Patria. Sobre estos dos ejes pivota el arte de la Política, considerada en su más noble acepción como la sabiduría capaz de establecer un orden social de justicia.

Javier Amo Prieto