¿Qué demonios está pasando en Estados Unidos? Es algo que nos preguntamos miles de personas en todo el mundo, sabiendo que en la época histórica que nos ha tocado vivir, todo lo que sucede en la que todavía es, al menos formalmente, la primera potencia a nivel global, repercute inmediatamente en las relaciones y equilibrios internacionales del poder político.

La sensación es extraña. Por un lado, consternación ante los sucesos en el Capitolio – Orchestal Manouvres in the Dark? -. Por el otro, la certeza moral de que los “buenos”, los que el conglomerado mediático-financiero nos presenta como “seres de luz” frente al atrabiliario Trump, son en realidad una cuadrilla de sinvergüenzas sin escrúpulos.

Vayamos por partes. Tratemos de caracterizar el mandato de Trump. Trump es todo un personaje, con limitaciones y defectos personales que, todo hay que decirlo, dado su temperamento son difíciles de disimular u ocultar, pero que en todo caso han sido amplificados y magnificados con el evidente propósito de arrimar el ascua a las sardinas del consenso globalitario. Va a ser que ahora llama la atención que un yankee de pura cepa se desenvuelva con arrogancia, con poses más o menos estridentes para quienes nos movemos en otras latitudes geográficas y culturales. Marcial Cuquerella resaltaba recientemente el paralelo con el primer presidente Roosevelt, Theodor: personalidad exuberante, amplitud de intereses y logros (naturalista, explorador, cazador, escritor y soldado), un auténtico cowboy, un personaje plenamente identificado con la Norteamérica profunda, esa misma gente a la que hoy se alude despectivamente en la prensa progre con el remoquete de red necks.

En 2016, el triunfo de Trump causó indignación en el establishment a nivel mundial. En una entrevista, el cineasta Clint Eastwood daba una clave decisiva: “Trump dice lo que piensa. A veces no es bueno, a veces no estoy de acuerdo con él. Ha dicho muchas cosas, pero la prensa a menudo le presenta como un monstruo sin razón. Si tengo que elegir entre él y [Hillary] Clinton yo prefiero a Trump. ¿Por qué? Porque Clinton afirmó que seguiría el rumbo político de [Barack] Obama. Trump era la única palanca disponible, todo lo tosca y rudimentaria que se quiera, pero la única disponible en ese momento, para dar una patada en el trasero a la cuadrilla de Wall Street y sus terminales político-mediáticas, acaudilladas por entonces por la bruja Hilaria. Sí, la bruja Hilaria, la Secretaria de Estado del presidente Obama, la patrocinadora oficial de la siniestra “primavera árabe”, la misma que aparecía en el programa de Ophra Winfrey parafraseando burdamente a Julio César al hablar de la intervención en Libia, mientras se carcajeaba a mandíbula batiente ante las imágenes de la soldadesca pateando el cadáver de Gadaffi.

Durante el mandato de Trump se abrió camino una nueva esperanza, a través de las grietas del sistema, grietas que el propio sistema, el NOM, ha conseguido ya volver a sellar en un período de escasos cuatro años. Durante esta etapa, se han conseguido logros importantes, decisivos, y al gobierno de Biden, en apenas un par de semanas, le está faltando tiempo para revertirlos, derribarlos y someter de nuevo a la ingeniería social globalitaria no sólo a los Estados Unidos, sino paulatina pero irreversiblemente a todo el orbe.

Quizás todo el revuelo organizado en torno a estas elecciones presidenciales nos puede hacer olvidar qué es lo verdaderamente importante. En el fondo, el Partido Republicano no es mejor que el Demócrata, y lo que ha sucedido en los últimos cuatro años en Estados Unidos no se debe a que gobernase el Partido Republicano, sino a que el presidente Trump quiso contar con una serie de personas en el gobierno. Mutatis mutandi, el Partido Republicano no deja de ser una especie de “PP a la americana”, y eso supone que, en última instancia, es un partido fiel al sistema, al que principalmente le interesa mantenerse y prosperar en el sistema, por muy corrupto o ineficiente que este resulte para la Nación.

Un sistema que degeneró sensiblemente con respecto a los fundamentos establecidos por los Padres Fundadores a partir de la presidencia de Andrew Jackson, fundador junto a Martin van Buren del Partido Demócrata en 1828, un período caracterizado por la ascendencia del spoils system en la política norteamericana. Su populismo estridente ganó a Jackson el popular apodo de “King Mob” (Rey Chusma). Ahora, con motivo de estas elecciones, algunos parecen haber descubierto la corrupción, cuando la corrupción ha sido siempre una realidad presente en la política useña, con el correctivo de los checks & balances constitucionalmente establecidos por los Padres Fundadores, cuyos últimos vestigios corren en estos momentos serio peligro de completa erradicación por los adalides del pensamiento avanzado, una vez ya aposentados en el poder supremo.

Lo que de verdad importa es que un movimiento genuinamente popular, como era el que eclosionó en torno al Tea Party, logró hacer llegar sus planteamientos, sus propuestas, a la antesala del poder público. Eso es todo. Muchas gentes, que no se identificaban políticamente con las etiquetas dispensadas graciosamente por el sistema, la “Norteamérica profunda” como les motejaban con desprecio las terminales mediáticas del establishment,  tuvieron voz en la esfera pública por primera vez, desde hace siglos probablemente. Pero no tuvieron esa voz merced a una concesión del Partido Republicano, sino por la decisión personal de Trump, que no obedeció a impulso ideológico alguno, sino a un pálpito, a una corazonada, a un impulso de conciencia totalmente personal.

Por tanto, la experiencia de estos cuatro años y su estrepitoso final tienen que despertarnos de una vez por todas del sueño de la pereza: hay que seguir luchando por lo que de verdad merece la pena, y los partidos del sistema van a hacer todo lo que esté en su mano para acallar nuestra voz, pero no hay que cejar. Nadie nos va a sacar las castañas del fuego, ni Trump ni ningún otro gobernante, con independencia de su ejecutoria encomiable en muchos aspectos – sin ir más lejos, la lucha por la vida – que ahora quieren abyectamente arrojar en la ignominia los sicarios del NOM a todos los niveles. Las libertades sociales hay que conquistarlas día a día, con una lucha constante, también a todos los niveles.

Trump ha sido el primer presidente de los Estados Unidos desde 1928 que no ha enviado al ejército a una intervención, a una nueva guerra, en su primer y por ahora único mandato. La pregunta ahora es: ¿Cuándo y dónde va a estallar la próxima guerra? ¿A qué países del mundo va a golpear directamente?

De puertas adentro, la cosa está terriblemente clara. Para empezar, la política migratoria no se corrige, sencillamente se invierte su sentido 180°. ¿La razón? Un cálculo sencillo. A la política de puertas abiertas acompaña una “amnistía” o regularización de millones de inmigrantes ilegales ya asentados en el país. Es la forma más veloz y efectiva de conseguir votantes para el Partido Demócrata. Como señalaba hace poco Carlos Esteban recordando el poema de Bertolt Brecht, visto lo visto en las últimas elecciones, “el gobierno está muy decepcionado con el pueblo y ha decidido cambiar de pueblo”.

Por otra parte, las nuevas autoridades se apresuran a poner en marcha un plan para aceptar como estados de pleno derecho al Distrito de Columbia (Washington), a Puerto Rico y a Guam, demócratas hasta los tuétanos.  

¿El siguiente paso? La abolición del Colegio Electoral. Conviene recordar que esta es una institución única y peculiar del sistema constitucional estadounidense. Como explicaba Kuehnelt Leddihn en repetidas ocasiones, los Padres Fundadores instituyeron una República o politeia, un régimen mixto – en la tradición clásica – entre los extremos del despotismo y la democracia, sí, no es una errata, de la democracia entendida como mob rule”. La existencia del Colegio Electoral supone que la elección del presidente corresponde no a la multitud indiscriminada de todos los ciudadanos, sino a los estados, para lo cual aquellos deben votar las listas de compromisarios que serán los electores del presidente. Se trata de pasar al voto directo, como en las democracias europeas. Los Estados Unidos de América se convertirían así en los Estados Unidos de… México. El Partido Demócrata protagonizaría el papel de “PRI”, el Republicano el de “PRD”, o como nos gusta decir ahora en España, el “ministerio de la oposición”, la coartada pseudopluralista de un régimen puramente oclocrático.

En este contexto es donde se plantea la posibilidad, dentro del marco constitucional, de devolver las listas a los estados en los que existan indicios fundados de que se ha producido fraude electoral. Esto es lo que Michael Pence finalmente no hizo, por entender que suponía una extralimitación en sus funciones como vicepresidente. Al mismo tiempo, y con el fin de evitar aun la mera apariencia de una turbia maniobra de gabinete o alguna torticera argucia parlamentaria, es lo que motivó la convocatoria multitudinaria de Trump y, una vez que se hace pública la decisión de Pence, precipita el espectáculo de la irrupción de las multitudes en el Capitolio.

Hay estados como Florida o Tejas, que habían denunciado el fraude, habían visto inadmitidas las demandas por la Corte Suprema, por falta de legitimación activa, y tenían puestas muchas esperanzas en la reunión parlamentaria del 6 de enero. Estas esperanzas quedaron frustradas, pero los estados siguen en pie de guerra, y las demandas de Giuliani (Trump) y la fiscal Sidney Powell siguen adelante. Las terminales mediáticas del sistema se han desgañitado diciendo que los tribunales de justicia han desestimado todas las demandas de fraude por falta de pruebas, por pruebas insuficientes o irrelevantes. Pero en realidad, los tribunales hasta ahora sólo han inadmitido una demanda por falta de legitimación activa de unos estados frente a otros, pero ninguno de ellos se ha pronunciado todavía sobre todas las pruebas que se han presentado.

Entonces, ante la amenaza de los procesos en perspectiva, que sí que tendrán que entrar en el fondo de las demandas y valorar las pruebas presentadas, los demócratas están dispuestos a dar una vuelta de tuerca más. Ante la fragilidad jurisprudencial actual del fallo Roe vs. Wade, y la avalancha de medidas legislativas de los estados en favor de la vida humana, hay que atornillar bien a los jueces, no nos la vayan a jugar. La Corte Suprema es en el sistema norteamericano el intérprete autorizado de la Constitución. Nuevamente ha sido Trump el que ha osado nombrar nuevos jueces de tendencia “conservadora”, es decir, no progre, no globalitaria. Según la Constitución el nombramiento es vitalicio, así que los últimos nombramientos no pueden revocarse así, sin más. Los nueve jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos han dado carta de naturaleza a todas las monstruosidades de la ingeniería social promovidas por el establishment progresista en las últimas décadas. ¿Qué hacer? Muy sencillo: “stacking the court”. Lo que no prevé ni limita la Constitución a priori es el número legal de miembros de la Corte Suprema, así que basta con aumentar éste lo suficiente para diluir por mayoría aplastante cualquier conato de jurisprudencia “conservadora”, es decir, contraria a la “political correctness”.

Este es el tipo de maniobras sucias, de juegos de trilero, que promueven los adalides de la libertad y de la democracia en Estados Unidos, los que acusan a Trump y a su gobierno de perpetrar un golpe de estado, de atentar contra el orden constitucional de ese país. Los que han llenado las calles no sólo de su país, sino de medio mundo, con sus bandas de matones a sueldo, los Antifa y/o los Black Lives Matter, a sueldo de plutócratas paradigmáticos del mundialismo, mientras no se recataban en confesar, por boca de sus líderes, su filiación marxista, un marxismo, eso sí, versión “4.0”, luchando por “la abolición de los sistemas e instituciones de la supremacía blanca, el capitalismo, el patriarcado y el colonialismo” y por “desbaratar la estructura de la familia nuclear prescrita por Occidente”.

Parece que nos hemos olvidado de las emotivas arengas de Pelosi jaleando a estos muchachos. Ahora que ya es una persona más respetable – ya se supone que tendría que haberse comportado con cierta dignidad como presidenta de la Cámara de Representantes – , reprueba, muy seria y compuesta ella, los disturbios, agresiones, asaltos, incendios provocados y demás travesuras de estos chicos, que les han venido como anillo al dedo, o mejor dicho como auténtica “partida de la porra” durante los meses que han precedido al proceso electoral. El activista de BLM John Sullivan, fundador de grupos con los sugerentes nombres de Insurgence USA o sencillamente Anti-Trump graba la “ejecución”  de la veterana Ashley Babbitt, una persona desarmada e indefensa, que cae abatida de un tiro, flanqueada a su espalda por un escuadrón de SWATs (¡). Nadie salió a la calle esta vez para llamar asesinos a los policías. El chico, John Sullivan, ha sido arrestado por el FBI. Se ve que no tienen muy claro que estaba haciendo allí ese señor, que no es precisamente un entusiasta de Trump.

Como siempre la batalla decisiva es la batalla de las ideas. Hay que conquistar a las nuevas generaciones para la libertad, verdadera, clásica, contando con las dificultades que a ello imponen los ingentes recursos de que disponen los actuales detentadores del poder político. La esperanza está, como siempre, en el nivel local y en el nivel social, no en el nivel político, global o estatal. Esta es una lección aprovechable de los últimos sucesos en Estados Unidos. No nos pongamos a soñar con grandes batallas mundiales, con “acontecimientos planetarios”. Luchemos cada uno en nuestro puesto, porque esta es una guerra de posiciones, de trincheras, y hay que defender a toda costa cada palmo, cada bocanada de libertad. Nos jugamos mucho, nos jugamos todo. Nuestra misma condición genuinamente humana, frente a quienes pretenden someterla a las leyes inflexibles de su sórdida religión civil, que sigue engatusando a las masas so pretexto de democracia.

Javier Amo Prieto