PRESBÍTERO y DOCTOR de la IGLESIA.
APÓSTOL de ANDALUCÍA.
PATRÓN de Andalucía.
Festividad: 10 de Mayo.
San Juan de Ávila nació el 6 de enero de 1499 en Almodóvar del Campo (Ciudad Real), de una familia profundamente cristiana.
En 1513 comenzó a estudiar leyes en Salamanca, de donde volvería después de cuatro años para llevar una vida retirada en Almodóvar. Esta nueva etapa en Almodóvar, en casa de sus padres, viviendo una vida de oración y penitencia, durará hasta 1520. Pues aconsejado por un religioso franciscano, marchará a estudiar artes y teología a Alcalá de Henares (1520-1526). De esta etapa en Alcalá existen testimonios de su gran valía intelectual, como así lo atestigua el Mtro. Domingo de Soto. Allí estuvo en contacto con las grandes corrientes de reforma del momento.
Durante sus estudios en Alcalá, murieron sus padres. Juan fue ordenado sacerdote en 1526, y quiso venerar la memoria de sus padres celebrando su Primera Misa en Almodóvar del Campo.
La ceremonia estuvo adornada por la presencia de doce pobres que comieron luego en su mesa. Después vendió todos los bienes que le habían dejado sus padres, los repartió a los pobres, y se dedicó enteramente a la evangelización, empezando por su mismo pueblo.
Un año después, se ofreció como misionero al nuevo obispo de Tlascala (Nueva España), Fr. Julián Garcés, que habría de marchar para América en 1527 desde el puerto de Sevilla. Con este firme propósito de ser evangelizador del Nuevo Mundo, se trasladó san Juan de Ávila a Sevilla, donde mientras tanto se entregó de lleno al ministerio, en compañía de su compañero de estudios en Alcalá el venerable Fernando de Contreras. Ambos vivían pobremente, entregados a una vida de oración y sacrificio, de asistencia a los pobres, de enseñanza del catecismo.
El arzobispo de Sevilla, D. Alonso Manrique le ordenó a Juan que se quedara en las ‘Indias’ del mediodía español. El mismo arzobispo quiso conocer personalmente la valía del nuevo sacerdote y le mandó predicar en su presencia.
Durante algún tiempo continuó en Écija (Sevilla). Uno de sus primeros discípulos y compañero fue Pedro Fernández de Córdoba, cuya hermana de catorce años, D.ª Sancha Carrillo (ambos hijos de los señores de Guadalcázar, Córdoba), comenzó una vida de perfección bajo la guía del Maestro Ávila. La que habría sido dama de la emperatriz Isabel, pasó a ser (después de confesarse con san Juan de Ávila) una de las almas más delicadas de la época y destinataria de las enseñanzas del Maestro en el Audi, Filia, preciosa pieza espiritual del siglo XVI y único libro escrito por Juan de Ávila. Su predicación se extendía también a Jerez de la Frontera, Palma del Río, Alcalá de Guadaira, Utrera…, juntamente con la labor de confesionario, dirección de almas.
Desde 1531 hasta 1533 Juan de Ávila estuvo procesado por la Inquisición. Y Juan fue a la cárcel donde pasó un año entero. Juan de Ávila no quiso defenderse y la situación era tan grave que le advirtieron que estaba en las manos de Dios, lo que indicaba la imposibilidad de salvación; a lo que respondió:
“No puede estar en mejores manos”. San Juan fue respondiendo uno a uno todos los cargos, con la mayor sinceridad, claridad y humildad, y un profundo amor a la Iglesia y a su verdad.
En 1535 marcha Juan de Ávila a Córdoba, llamado por el obispo Fr. Álvarez de Toledo. Allí conoce a Fr. Luis de Granada, con quien entabla relaciones espirituales profundas. Organiza predicaciones por los pueblos (sobre todo por la Sierra de Córdoba), consigue grandes conversiones de personas muy elevadas, entabla buenas relaciones con el nuevo obispo de Córdoba, D. Cristobal de Rojas, que quien dirigirá las Advertencias al Concilio de Toledo.
La labor realizada en Córdoba fue muy intensa. Prestó mucha atención al clero, creando centros de estudios, como el Colegio de San Pelagio (en la actualidad el Seminario Diocesano), el Colegio de la Asunción (donde no se podía dar título de maestro sin haberse ejercitado antes en la predicación y el catecismo por los pueblos).
Córdoba es la diócesis de san Juan de Ávila. Predica frecuentemente en Montilla, por ejemplo la cuaresma de 1541. Y las célebres misiones de Andalucía (y parte de Extremadura y Castilla la Mancha) las organiza desde Córdoba (hacia 1550-1554). Juan recibiría en Córdoba el modesto beneficio de Santaella, que le vinculó a la diócesis cordobesa para lo restante de su vida. En el Alcázar Viejo de Córdoba reuniría a veinticinco compañeros y discípulos con los que trabajaba en la evangelización de las comarcas vecinas.
A Granada acudió san Juan de Ávila, llamado por el arzobispo D. Gaspar de Avalos, el año 1536. Es en Granada donde tiene lugar el cambio de vida y conversión de san Juan de Dios; oyendo a san Juan de Ávila, Juan Cidad, antiguo soldado y ahora librero ambulante, se convirtió en san Juan de Dios.
El duque de Gandía, Francisco de Borja, fue otra alma predilecta influida por la predicación de san Juan de Ávila;
las honras fúnebres predicadas por éste en las exequias de la emperatriz Isabel (1539) fueron la ocasión providencial que hicieron cambiar de rumbo la vida del futuro general de la Compañía.
En Granada lo vemos formando el primer grupo de sus discípulos más distinguidos. En Granada también, en 1538 están fechadas las primeras cartas de san Juan de Ávila que conocemos. En los años sucesivos vemos a san Juan de Ávila en Córdoba, Baeza, Sevilla, Montilla, Zafra, Fregenal de la Sierra, Priego de Córdoba. La predicación, el consejo, la fundación de colegios, le llevan a todas partes.
La cuaresma de 1545 la predicó en Montilla. Su predicación iba siempre seguida de largas horas de confesionario y de largas explicaciones del catecismo a los niños; éste era un punto fundamental de su programa de predicación.
En todas las ciudades por donde pasaba, Juan de Ávila procuraba dejar la fundación de algún colegio o centro de formación y estudio. Sin duda, la fundación más célebre fue la Universidad de Baeza (Jaén). La línea de actuación que allí impuso era común a todos sus colegios, como puede verse plasmada en los Memoriales al Concilio de Trento, donde pide la creación de seminarios, para una verdadera reforma de la Iglesia y del clero.
Es la definición que mejor cuadra a Juan de Ávila: predicador. Éste es precisamente el epitafio que aparece en su sepulcro: “mesor eram”. El centro de su mensaje era Cristo crucificado, siendo fiel discípulo de san Pablo. Predicaba tanto en las iglesias como incluso en las calles. Sus palabras iban directamente a provocar la conversión, la limpieza de corazón.
El contenido de su predicación era siempre profundo, con una teología muy escriturística. Pero ésta estaba sobre todo precedida de una intensa oración. Cuando le preguntaban qué había que hacer para predicar bien, respondía: ‘amar mucho a Dios’.
La fuerza de su predicación se basaba en la oración, sacrificio, estudio y ejemplo. Podía hablar claro quien había renunciado a varios obispados y al cardenalato, y quien no aceptaba limosnas ni estipendios por los sermones, ni hospedaje en la casa de los ricos o en los palacios episcopales.
Su modelo de predicador era san Pablo, al que procuraba imitar sobre todo en el conocimiento del misterio de Cristo. Afirma su biógrafo el Lic. Muñoz que “no predicaba sermón sin que por muchas horas la oración le precediese”, ya que “su principal librería” era el crucifijo y el Santísimo Sacramento.
La misión apostólica de la predicación era precisamente uno de los objetivos de la fundación de sus colegios de clérigos. Ésta era también una de las finalidades de los Memoriales dirigidos al Concilio de Trento.
Gastado en un ministerio duro, sintió fuertes molestias que le obligaron a residir definitivamente en Montilla desde 1554 hasta su muerte. Rehusó la habitación ofrecida en el palacio de la marquesa de Priego, y se retiró en una modesta casa propiedad de la marquesa.
Su vida iba transcurriendo en la oración, la penitencia, la predicación (aunque no tan frecuente), las pláticas a los sacerdotes o novicios jesuitas, la confesión y dirección espiritual, el apostolado de la pluma.
La doctrina de san Juan de Ávila sobre el sacerdocio quedó esquematizada en un Tratado sobre el sacerdocio, del que conocemos sólo una parte, pero una belleza y contenido extraordinarios, y que sirvió de pauta para sus pláticas y retiros a clérigos, y para que sus discípulos hicieran otro tanto donde no podía llegar ya el Maestro.
Este término aparece con frecuencia en las primeras biografías de nuestro santo: predicar el misterio de Cristo, enderezar las costumbres, renovación de la vida sacerdotal según los decretos conciliares, no buscar dignidades ni puestos elevados, vida intensa de oración y penitencia, paciencia en las contradicciones y persecuciones, sentido de Iglesia, enseñar la doctrina cristiana, dirección espiritual, etc.
Los encontramos en los pueblecitos más alejados de pastores y agricultores como en las aldeas de Fuenteovejuna, como entre los consejeros de los grandes; en los colegios y universidades o en las costas de Andalucía; en las prelaturas o en las minas de Almadén.
En sus discípulos dejó impresa la ilusión por la vocación sacerdotal, el amor al sacerdocio, con los matices de la vida eucarística, vida litúrgica y de oración personal profunda, devoción al Espíritu Santo, a la Pasión del Señor, a la Virgen María, entrega total al servicio desinteresado de la Iglesia en la expansión del Reino y la predicación de la Palabra de Dios.
Pero lo que consideraba esencial en todo aquel que quería ser buen sacerdote era la vida de oración, ya que en la caridad y en la oración era en los que según él habrían de consistir los exámenes de Órdenes.
En la Santa Misa centraba toda la evangelización y vida sacerdotal. “Trátalo bien, que es hijo de buen Padre”, dijo a un sacerdote de Montilla que celebraba con poca reverencia; la corrección tuvo como efecto conquistar un nuevo discípulo. Su virtud principal fue la caridad. Tenía un amor entrañable a la humanidad de Cristo: “el Verbo encarnado fue el libro y juntamente maestro”.
Una cruz grande de palo en su habitación de Montilla, la renuncia a las prebendas y obispados (el de Segovia y Granada), así como el capelo cardenalicio (ofrecido por Paulo III), son índice de la pobreza y humildad de quien “fue obrero sin estipendio…, y habiendo servido tanto a la Iglesia, no recibió de ella un real” (Lic. Muñoz).
No renunció al episcopado por desprecio, sino por imitar al Señor y por sentirse indigno.
Su amor a la pobreza no tiene otra motivación sino un amor profundo a Jesucristo. Asistía a los pobres. Vivía limpia y pobremente y no consiguieron cambiarle el manteo o la sotana ni aun con engaño.
Su humildad le llevó a ser un verdadero reformador. No pudieron sacarle ningún retrato. Su predicación iba siempre acompañada del catecismo a los niños; su método catequético tiene sumo valor en la historia de la pedagogía.
El celo por la extensión del Reino aparece en sus obras y palabras. Las cartas a los predicadores son pura llama de apóstol. No admitía que murmurasen de nadie. La castidad la veía en relación al sacerdocio, principalmente como ministro de la Eucaristía. La devoción a María la expresa continuamente y la aconseja a todo el mundo.
De todas sus virtudes, de su prudencia, consejo, discreción, etc., hablan sus biógrafos. Entregado al estudio continuo de las Escrituras y de otras materias eclesiásticas, gastando su vida en la oración, predicación y fundación de obras apostólicas y sociales, en la dirección de las almas y en la enseñanza del catecismo, en la formación de sacerdotes y futuros sacerdotes, Juan de Ávila es un maestro de apóstoles.
Fue amigo de todos y padre en Cristo de muchos hombres de toda condición, nobles y humildes, sacerdotes y seglares; y maestro, a la vez, de santos, tales como san Juan de Dios, san Francisco de Borja, san Pedro de Alcántara, san Ignacio de Loyola, san Juan de Ribera, santo Tomás de Villanueva, santa Teresa de Jesús.
El Audi, Filia fue publicado después de su muerte. El rey Felipe II lo apreció tanto que pidió no faltara nunca en El Escorial. Prácticamente es el primer libro en lengua vulgar que expone el camino de perfección para todo fiel, aun el más humilde.
El sentido de perfección cristiana es el sentido eclesial de desposorio de la Iglesia con Cristo. Éste y otros libros de Juan influyeron posteriormente en autores de espiritualidad.
Las cartas de Juan de Ávila llegaban a todos los rincones de España e incluso a Roma. De todas partes se le pedía consejo. Obispos, santos, personas de gobierno, sacerdotes, personas humildes, enfermos, religiosos y religiosas, eran los destinatarios más frecuentes. Las escribía de un tirón, sin tener tiempo para corregirlas. Llenas de doctrina sólida, pensadas intensamente, con un estilo vibrante.
A Juan de Ávila se le llama reformador, que no revolucionario ni hereje protestante, si bien sus escritos de reforma se ciñen a los Memoriales para el Concilio de Trento, escritos para el arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, ya que Juan de Ávila no pudo acompañarle a Trento debido a su enfermedad, y a las Advertencias al Concilio de Toledo, escritas para el obispo de Córdoba, D. Cristóbal de Rojas, que habrían de presidir el Concilio de Toledo (1565), para aplicar los decretos tridentinos.
El reconocimiento de su doctrina espiritual y, sobre todo, sacerdotal ha sido unánime a través de los tiempos. Sus contemporáneos le llamaban maestro.
En 1946 el Papa Pío XII lo declaró patrono del clero secular español y lo propuso como modelo de perfección sacerdotal.
Juan de Ávila, siguiendo el ejemplo de Pablo de Tarso, al que tuvo siempre como modelo, fue un verdadero apóstol. En el Concilio de Trento, al que mandó sus Tratados de Reforma, puso todo su empeño en la renovación de las costumbres clericales, estableciendo colegios, parecidos en alguna manera a los Seminarios, y haciendo que los sacerdotes, como soldados formados para todo, saliesen bien preparados en toda ciencia y virtud.
Además de un sabio maestro, fue un consejero experimentado. Sin duda alguna, toda su vida de sacerdote y apóstol la dedicó a conseguir la reforma que la Iglesia necesitaba en momentos de profunda crisis. Es una de las figuras más centrales y representativas del siglo XVI. Destacó por la calidad de su doctrina teológica y la sabiduría de sus consejos como guía espiritual en una época de grandes confusiones.
Lo mismo exponía desde el púlpito las Sagradas Escrituras, que enseñaba los rudimentos de la doctrina cristiana en lenguaje sencillo a los niños y aldeanos. Las innumerables cartas que escribió nos han dejado un elocuente testimonio de su santidad y de su sabiduría.
A pedir consejo acudían a él en su retiro de Montilla o le escribían jóvenes buscando orientación y discernimiento vocacional, casados que pedían consejo, políticos y hombres de gobierno, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas que buscaban una palabra de aliento o de luz. Santa Teresa de Jesús, “Doctora de la Iglesia”, le hace llegar su Libro de la Vida, explicando: “yo deseo harto se dé orden en cómo lo vea, pues con ese intento lo comencé a escribir; porque como a él le parezca voy por buen camino, quedaré muy consolada, ya que no me queda más para hacer lo que es en mí”. Y con el consejo recibido quedó plenamente satisfecha.
En Juan de Ávila se nota una cuidada formación tanto en los aspectos humanos e intelectuales como en los espirituales y pastorales. Era gran conocedor de la Sagrada Escritura, que continuamente citaba de memoria, de los Padres de la Iglesia, de los teólogos y de los autores de su tiempo.
Estudia y difunde la doctrina de Trento para salir al paso de las opiniones de los reformadores, de las que estaba al tanto. Pero la fuente principal de su ciencia era la oración y la contemplación del misterio de Cristo. Su libro más leído y mejor asimilado era la cruz del Señor, vivida como la gran señal de amor de Dios al hombre. Y la Eucaristía era el horno donde encendía su ardiente corazón de apóstol.
El magisterio de Juan de Ávila no terminó con su vida. Sus abundantes escritos han influido notablemente en la historia de la espiritualidad y de la renovación eclesial.
En la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC) sus obras conocidas ocupan varios volúmenes. Se enumeran no menos de catorce ediciones y tres en otras lenguas en distintas épocas. Tuvo gran influencia en el Concilio de Trento. El Maestro Ávila pertenece a ese grupo de verdaderos re formadores que alentaron e iluminaron la renovación de la Iglesia en aquellos tiempos recios del siglo XVI.
Sus escritos fueron fuente de inspiración para la espiritualidad sacerdotal. Ya en nuestro tiempo, Juan de Ávila ha sido una referencia para el clero diocesano, no sólo en España, sino también en otros países, particularmente en América. ”Maestro de evangelizadores” —apóstol de Andalucía le llamaban, por la evangelización que en ella realizara—, Juan de Ávila puede servir de modelo para llevar a cabo la nueva evangelización que hoy necesita el mundo.
Es también modelo de catequista. Sabe transmitir con seguridad el núcleo del mensaje cristiano y formar en los misterios centrales de la fe y en su implicación en la vida cristiana, provoca la adhesión a Jesucristo y llama a la conversión. Y pionero en el ámbito de la educación y de la cultura.
Fundó una universidad, dos colegios mayores, once escuelas y tres convictorios para formación permanente e integral de los sacerdotes. Sacerdotes, a los que había que formar desde la niñez.
Oración:
Señor Dios Todopoderoso, que de entre tus fieles elegiste a San Juan de Ávila para que manifestara a sus hermanos el camino que conduce a ti, concédenos que su ejemplo nos ayude a seguir a Jesucristo, nuestro maestro, para que logremos así alcanzar un día, junto con nuestros hermanos, la gloria de tu reino eterno. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo. Amén.