Nos encontramos inmersos en una coyuntura convulsa, a estas alturas podríamos decir incluso que oficiosamente constituyente. La opinión publicada del país oficial se haya dividida en dos bandos más o menos definidos: los defensores de la llamada transición política española y de la Constitución de 1978, y los partidarios de una nueva y definitiva transformación política, de sentido abiertamente revolucionario, radicalmente opuesta a la realidad histórica de España.

Quienes nos resistimos a alinearnos en uno de estos bandos, no por indiferencia o pretendida neutralidad, sino por profesar convicciones distintas, nos encontramos encorsetados por unos imperativos de corrección política sofocantes. De ahí que no nos quede otra salida que intentar reconducir nuestras reflexiones, del plano teorético al empírico, de los conceptos a los hechos. Únicamente así podremos retomar más tarde la labor teórica, doctrinal, especulativa, que no despreciamos ni desechamos, antes bien seguimos considerando como la expresión acabada de la ciencia, como conocimiento ordenado, sistemático y por causas.

En el primer tercio del siglo XIX arranca en España el régimen liberal. ¿Cuál es el balance de este sistema doctrinal aplicado a la realidad, salvando siempre la buena fe de las personas que lo promovieron? Hasta el comienzo de la guerra de 1936, 8 cambios de régimen político, cuyos hitos principales están marcados por la promulgación de otros tantos textos constitucionales (1812, 1834, 1845, 1845 reformada, 1845 vuelta a reformar, 1869, 1876 y 1931). Cuatro atentados contra Isabel II y Alfonso XIII, y cuatro asesinatos de presidentes de gobierno (Prim, Cánovas del Castillo, Canalejas y Dato). Tres guerras civiles y dos dictaduras (la de Narváez, en 1847, y la de Primo de Rivera, a partir de 1923). Cuarteladas, pronunciamientos militares, movimientos secesionistas (¡Viva Cartagena independiente¡ ¡Viva l’Estat Catalá¡, etc…). Revueltas, asonadas, quema de iglesias y conventos, expulsiones y matanzas de frailes y religiosos,…Y para hacer todo esto…nada menos que 109 gobiernos, con una duración media aproximada de 11 meses cada uno durante el período considerado. La II República eleva todos estos fenómenos al paroxismo y acaba asesinando al jefe de la oposición monárquica con el concurso de la fuerza pública. Por supuesto, las fuerzas gubernamentales, después de haber amenazado públicamente a la víctima en las Cortes, niegan cualquier responsabilidad o relación con los ejecutores materiales del crimen. Pero el caso es que, para que no haya dudas al respecto, las Juventudes Socialistas Unificadas se personan en el Tribunal Supremo y se incautan del sumario a punta de pistola.

En 1978, de forma ciertamente discutible desde la más decantada doctrina iuspublicista liberal, se pone en marcha un nuevo régimen constitucional en España. Aparentemente todo va a ir bien, con las consignas de siempre, buen rollito, reconciliación de todos los españoles, moderación, centrismo político, libertades políticas para todos, etc, etc, etc. Todo sonaba bastante bien, y probablemente por eso se decía y se expresaba en esos términos.

“Los microbios no nacen por generación espontánea de las infusiones corrompidas, son ellos los que producen la corrupción de los líquidos”. Así se expresaba el doctor Louis Pasteur tras su célebre experimento en torno a la hipótesis de generación espontánea (1861), que quedó definitivamente rechazada en el ámbito científico a partir de entonces. En un ámbito si se quiere más filosófico, metafísico e incluso epistemológico, la idea es que todo efecto tiene una causa.

Es aquí donde llega el momento de afirmar que la situación política de España en estos momentos no es un efluvio del éter, ni es una consecuencia más de la conspiración reptiliana. En los términos ya clásicos de MELLA, tantas veces citados en estas páginas, “no se pueden levantar tronos a las premisas y cadalsos a las consecuencias”.

Les guste o no a los constitucionalistas lo que estamos viendo no es sino el resultado al día de la fecha de lo que se puso en marcha en España a finales de los años 60 y sobre todo en los años 70 y 80 del siglo pasado.

El fantasma del comunismo agitado por el bunker franquista no era un fantasma, está en las Cortes y en el Gobierno, además naturalmente de en las autonomías y en los ayuntamientos. Por cierto, en compañía de los terroristas, licenciados con honor de la lucha armada, y convenientemente estabulados hoy en las instituciones del sedicente Estado español. De héroes de lucha por la libertad a hombres de paz. Ahí queda eso, y a un lado las vidas humanas que se llevaron por delante.

La farsa de la monarquía parlamentaria se está cayendo a pedazos, por su propia connivencia con las oligarquías más siniestras del régimen. La corrupción no es un problema del partido tal o del partido cual, es un problema de todos los partidos, es un problema del sistema, porque sin el sistema de incentivos perversos establecido formalmente en España a partir de 1978, esos partidos no se tendrían en pie ni un minuto y todo el tinglado se vendría abajo.

La convivencia social está hecha pedazos, desgarrada por los secesionismos periféricos y el marxismo cultural imperante de forma prácticamente incontestada. Si alguien pensaba que la cosa llegaría hasta el umbral de su hogar, pero no más allá, que se prepare a tragar ideología de género hasta que le salgan chorros por las orejas, y que no olvide que “no podemos pensar de ningún modo que los hijos pertenecen a sus padres”.

Es hora de desempolvar un viejo texto, ahora que tanto se habla de República, de un historiador francés, Pierre Gaxotte, mundialmente conocido por su obra monumental sobre La Revolución Francesa. El artículo se titula La buena República, y está referido, como no podía ser de otro modo dada la nacionalidad del autor, a la historia constitucional francesa. Pero los conceptos que en él se vierten, a partir del estudio de los principales hitos de esa historia, permiten también reflexionar en torno a la consistencia real de cierto tipo de soflamas que tenemos que soportar hasta la náusea, al tiempo que arrojan luz sobre ciertas perplejidades causadas por las claudicaciones de figuras y agrupaciones políticas que se dicen conservadoras o de derecha.

“No hay una buena República. La buena República es una utopía y una trampa para cazar incautos. Lo esencial es esto: «La República no es una forma de gobierno, es una ideología que se desarrolla», un río que se desliza, una corriente que sigue una pendiente acelerada. No es posible remontar la corriente republicana: o se la quiebra o hay que resignarse a sufrirla.

(…). La república es otra cosa muy distinta de un sistema de elecciones y asambleas. Es una doctrina a cuyas últimas consecuencias uno no puede hurtarse; es una religión que no tolera ninguna otra. Ciertamente la república no se descubre al primer golpe. (…). Al principio, la república se presenta siempre como un medio de corregir errores; sólo trata de evitar los abusos de la monarquía. (…). El socialismo se insinúa, gana, confisca. Las leyes se multiplican, la libertad se restringe, los monopolios crecen como malas hierbas, la máquina gubernamental rechina y dificulta la actividad privada, los presupuestos van haciéndose excesivos, insoportables y expoliadores. Va estableciéndose una verdadera tiranía y el ciudadano que se había ilusionado con el grito de libertad, se da, por fin, cuenta de que está encadenado. La tiranía estatista, la esclavitud y la expropiación del individuo son la consecuencia normal de la política republicana. Poco importa que esta política engendre la ruina y la desdicha. La república se desarrolla como un teorema o como una enfermedad, con una indiferencia absoluta de las consecuencias.

Hay, sin duda, escalones de descanso y éstos son los altos que engañan a las almas sencillas. (…). A cada parada, en efecto, no faltan inocentes que se apresuran a acercarse, y anuncian que la República ha encontrado su equilibrio, que es preciso sostenerla para evitarse mayores males, que entrando en ella limpios de segundas intenciones, se conseguirá mejorarla… Y cuando este coro de sandios comienza a felicitarse porque la calma se ha restablecido, la máquina vuelve a ponerse en marcha arrastrando a su cortejo de adheridos, sin que los verdaderos republicanos dediquen ni un minuto a escuchar sus palinodias ni se preocupen poco ni mucho de su sumisión. Será inútil que ofrezcan prendas, que fuercen su mansedumbre, que multipliquen las pruebas de su abnegación, que vendan a sus amigos, que renieguen de sus padres; la república les hará sentir siempre que no son puros, y aunque se sirva de ellos los despreciará.

En esta evolución fatal, tampoco los republicanos de la primera hora suelen ver claro. A cada paso adelante que dan se figuran que la revolución se va a detener en ellos, que ellos representan la avanzada extrema y que nadie habrá que los sobrepase. Luego, un buen día, se encontrarán a su vez desbordados, tratados como reaccionarios y rechazados ásperamente. (…). La república vive y se desarrolla a despecho de los hombres que la sirven. Tiene su lógica interna, su potencia íntima, y no es posible que se sustraiga a ella. Cuando, al comienzo, se han sentado determinados principios, es preciso resignarse con las consecuencias, porque las consecuencias nacen, por así decirlo, de sí mismas. Siempre hacen surgir hombres capaces de formularlas y de imponerlas, hombres que no están sometidos a la falta de lógica de los tímidos. (…).

Las malas instituciones corrompen a los hombres. Obligados a requerir al elector en la misma forma que lo hace el demagogo, los hombres de orden llegan a creer que lo único que importa es su éxito personal. Para decidir a su favor a la mayoría, multiplican las promesas, las mentiras y las apostasías; establecen con ellos una competición en punto a demagogia. La enseñanza, la escuela, la prisión, el destierro, la corrupción, acreditan poco a poco la idea, o cuando menos el vocabulario republicano: «la soberanía del pueblo…, «la igualdad para todos»…, «el derecho a esto»…, «el derecho a aquello»…; todas estas palabras suenan muy bien en todos los oídos. El único temor de los hombres de orden es no parecer suficientemente republicanos. Para que no se les acuse de reacción, multiplican las protestas, las prendas ofrecidas, las abdicaciones. En el camino de la demagogia acaban por correr más deprisa que los demagogos profesionales, porque estos, cuando menos, no tienen necesidad de demostrar su celo. La buena república se desvanece así como un espejismo. En una violenta reacción del buen sentido, el cuerpo electoral puede elegir a veces hombres respetables, honrados, conocidos por su moderación; cuando esto sucede, ha podido darse cuenta con asombro de que no ha cambiado nada; y entonces vuelve a lanzarse ciegamente hacia la extrema izquierda, hasta que llega el día en que harto, decepcionado, descorazonado, no se molesta siquiera ya en votar. (…).

La verdad es que el gran enemigo de la democracia no es el hombre, sino las cosas. La doctrina democrática es un tejido de absurdos, de mentiras, de insensateces. Mientras que las democracias se limitan a escribir libros y a fabricar constituciones en los cafés, todo marcha bien; el papel lo aguanta todo. El drama comienza el día que es preciso gobernar, es decir, someter la naturaleza, la nación y el Estado a una doctrina que desconoce a la vez las leyes naturales, las necesidades de la nación y el papel que debe desempeñar el Estado. La historia de las repúblicas se ha escrito a lo largo de una lucha entre los demócratas que la rigen y la realidad que se les escapa de las manos. Para aumentar el rendimiento de las tierras, la democracia dicta leyes de conformidad con sus principios; el rendimiento disminuye. Si quiere desarrollar el ahorro, lo mata. Cuando trata de fomentar las roturaciones, disminuyen. Si quiere restablecer la economía, la destroza. Si trata de mejorar la balanza comercial, el déficit se ahonda. Incesantemente la realidad proclama el fracaso de la teoría. A cada experiencia pone de relieve la falsedad de los principios, su carácter quimérico, nefasto, inhumano. Si nuestros republicanos de París fuesen hombres de Estado, les inquietaría este constante fracaso. Buscarían la causa, revisarían sus principios. Pero son ante todo, y casi únicamente, ideólogos, charlatanes, espíritus librescos. Bastante hábiles para defenderse y para asegurar su propia fortuna, administran los asuntos públicos como doctrinarios. Nunca tendrán bastante imaginación para tratar la política como una ciencia; jamás sabrán elevarse desde los hechos a las causas. Preferirán imaginar complots, conspiraciones, intrigas sordas. Así en 1794, en el tiempo en que se requisaba el grano, la Convención hacía guillotinar a los labradores, cuyo trigo se obstinaba en no brotar, a pesar de los decretos…

Con todo, las circunstancias pueden llegar a ser tan críticas, que ante el descontento general, la democracia se vea obligada, por prudencia, a arrojar lastre. Entonces es cuando aparece bajo distintos nombres («concentración», «unión republicana», «unión nacional») la buena república. Comprometidos y desacreditados por sus fracasos y por sus faltas, amenazados por los rencores y las venganzas, temiendo una franca reacción autoritaria y monárquica, los republicanos doctrinarios se resignan entonces a asociarse con algunos moderados – o cosa parecida y si lo consideran necesario llegan a desaparecer temporalmente. Durante algún tiempo, la derecha arrincona la doctrina; mal que bien, sin tocar a lo esencial, trata de atenuar las consecuencias, deja en suspenso las medidas más peligrosas, no aplica las leyes más impopulares. Engañada por esta tregua, la opinión se complace en creer lo que quiere. Se saluda con ilusión a los tiempos nuevos, renace la confianza, los ciudadanos se ponen de nuevo al trabajo con menos aprensiones. Y cuando el mal paso se ha franqueado, los republicanos doctrinarios expulsan a los moderados y a los adheridos, ocupan de nuevo arrogantemente su sitio y, no apremiados ya por las circunstancias, comienzan de nuevo su tarea.

(…).

No quiere esto decir que las elecciones carezcan de todo valor práctico para los partidos de hoy; son un medio de propaganda y agitación, pero sólo un medio entre otros. Esperar la salud de las elecciones republicanas moderadas, es una ilusión pueril. Porque si por fortuna, estas elecciones llegaran a realizarse, no solamente los elegidos moderados habrían de conducirse tan mal como sus adversarios, sino que los republicanos doctrinarios, los tendrían por usurpadores, contra quienes todos los medios de fuerza y de fraude, son legítimos y laudables.

Hay que volver siempre a este punto capital: la república es para los verdaderos republicanos una religión. ¿Y es que una religión, confía sus dogmas y sus dioses al sufragio universal? No. Invitará a sus fieles a rezar, no a discutir. Del mismo modo la república invita a los ciudadanos a las urnas; pero esto es para pedirles un acto de fe, de sumisión y de confianza: una confirmación, no órdenes ni instrucciones. Si de las urnas sale una voluntad contraria, se la tendrá por falaz, mentirosa, extraviada, obtenida por medio de engaño, y la república no la tendrá en cuenta. Si mañana el sufragio universal se pronunciase con mayoría aplastante por la monarquía, no serviría para nada, a los ojos de los republicanos; para ellos esta mayoría habría sido usurpada, sería nula, no existiría; la legitimidad estaría entonces del lado de la minoría, lo mismo que en los tiempos de las catacumbas, la verdad estaba del lado de los cristianos, a los que ante la inmensa multitud de los paganos, se les arrojaba a las fieras.

¿Que estas comparaciones son sacrílegas? Sin duda. Pero es que la democracia es perezosa, sacrílega; que los oportunistas y los débiles no quieren verlo; que aquí y allá se finge creer que la república es una simple forma de gobierno. De acuerdo. La historia y la razón desmienten esta interpretación. Los republicanos no han olvidado el derecho divino. Lo que han hecho sencillamente ha sido traspasarlo, invistiéndose de él a sí mismos.

No hay una buena electricidad y una electricidad mala; una buena gripe y una mala gripe; átomos buenos y malos; una química buena y una química mala. Hay electricidad, gripe, átomos, química. Del mismo modo, no hay buena ni mala república, no hay más que la república con su ideología, su fatalidad, su lógica, sus leyes de evolución. Se la acepta o no se la acepta, pero cuando se la ha aceptado, ya no hay «república, pero…», «república matizada», «república con adjetivos». La palabra república lo ha dicho todo, es una cuestión que se decide con un sí o con un no. No cabe otra cosa”.

 

Javier Amo Prieto