VIRGEN y DOCTORA de la IGLESIA.

PATRONA de la prevención contra incendios.

INVOCACIÓN contra los abortos espontáneos y la tentación sexual.

Festividad: 29 de Abril.

Esta bienaventurada virgen vino al mundo por los años de 1347 en Sena, ciudad del bello reino de Italia. Sus padres Diego y Lapa eran personas piadosas y bastante acomodadas. Esmeróse mucho su madre­ en criarla a sus pechos, y así le cobró mayor amor; y la niña, por su parte, salió tan agradable y graciosa que se hacía amar de todos los que la trataban.

Pronto comenzó a resplandecer en ella la gracia del Señor, porque apenas tenía cinco años, cuando comenzó a rezar la salutación del ángel a Nuestra Señora, tan a menudo y con tanta devoción, que cuando subía o bajaba alguna escalera se arrodillaba en cada escalón y decía el Avemaría.

Siendo ya de seis años, vio sobre la iglesia de Santo Domingo un tronó riquísimo y resplandeciente y en él sentado a Jesucristo en traje de pon­tífice máximo, y junto con él a San Pedro, a San Pablo y a San Juan Evangelista. Fijó la bendita niña sus blandos ojos en Cristo, y Cristo la miró con rostro alegre y le echó su bendición, de lo cual quedó ella tan transportada, que su hermano no pudo hacerla volver en sí a pesar de las voces que le dio, sino cuando la asió y tiró fuertemente.

Desde entonces pareció haberse mudado, de niña que era, en mujer de seso y prudencia; y, como ella declaró después a su confesor, en este tiempo supo por divina revelación las vidas de los santos padres del yermo y de otros muchos santos, y especialmente la de Santo Domingo, y le vino gran voluntad de imitarlas todo lo que le fuese posible. Dábase mucho a la oración, era callada en extremo, dejaba parte de su comida ordinaria, y era visitada por otras niñas de su edad que se le juntaban con deseo de oír sus dulces palabras e imitar sus santas costumbres.

Crecía en ella el deseo de imitar a los padres del yermo, y para esto, un día, tomando solamente un pan consigo, se fue de la ciudad y se entró en una cueva que estaba en un despoblado. Púsose en oración, y fue muy con­ solada del divino Espíritu, que interiormente le mandó volver a casa de sus padres, y así lo hizo.

Siendo de siete años se encendió tanto en el amor de su esposo Jesucristo, y en el deseo de consagrarle su alma pura y limpia, que hizo voto de per­petua virginidad y suplicó humildemente a la sacratísima Virgen nuestra Señora, que se dignase darle a su Hijo por esposo, porque ella le prometía no admitir otro en todo el decurso de su vida. Hecho este voto, comenzó a inclinarse a ser religiosa y, si veía pasar por su casa a algún religioso, es­pecialmente de la Orden de Santo Domingo, era grande la alegría que recibía su alma, creciendo en ella siempre el deseo de abrazar aquel Instituto, por­que amaba con más ternura a los que se habían empleado más en ganar almas para Dios, como lo profesaba aquella santa religión.

Cuando Catalina fue ya de edad para casarse, trataron sus padres de darle marido, pues ignoraban el voto de virginidad que había hecho; mas la santa virgen mostró mucho sentimiento que se tratase de ello. Su hermana Buenaventura, que era casada y muy amada de Catalina, le aconsejó que aunque no se casase tomase vestido galano para mejor disimular y dar contento a sus padres. Hízolo ella con esta intención, pero llorólo después toda su vida, juzgando que era grave pecado.

Murió poco después su hermana Buenaventura y, entendiendo Catalina que había sido en castigo de haberle aconsejado que se engalanase, inspirada del Señor, se cortó el cabello, que le tenía lindo por extremo, para que por este hecho se entendiese cuán determinada estaba de no casarse. Sintieron esto mucho sus padres y comenzaron a perseguirla de palabra y de obra y, para traerla a su voluntad, le mandaron ser cocinera en lugar de la criada y servir en los más viles y bajos oficios de casa. Todo lo hacía la santa doncella con maravillosa paz y alegría de su alma, labrando en su corazón una celda y secreto retraimiento, en el cual moraba siempre y con­ versaba con su dulcísimo Esposo. Una paloma blanca que se posó sobre la cabeza de Catalina mientras rezaba, fue vista por su padre, quien interpretó el hecho como señal misteriosa acerca de su hija, y ordenó que se respetase la voluntad de la joven, que sólo seguía los designios de Dios.

Pero mucho mayor consuelo sintió por habérsele aparecido Santo Domingo y haberle ofrecido el hábito de las Hermanas de Penitencia, prometiéndole que sin duda gozaría de él. Catalina le dio por ello las más rendidas gracias. Desde entonces se entregó totalmente a una vida de penitencia: dejó de comer carne, aunque pocas veces siendo niña la había comido: sólo bebía agua, apenas gustaba cosa cocida y únicamente comía un poco de pan y algunas hierbas crudas. Un día en que se hallaba algo debilitada, su confesor le mandó tomar un vaso de agua azucarada.

—Padre mío —le dijo la Santa—, bien se echa de ver con esto que queréis quitarme la poca vida que me queda; tanta costumbre tengo de tomar cosas insípidas, que todo lo dulce me pone enferma.

Traía a raíz de sus carnes una cadena de hierro, y apretábala tan fuertemente, que estaba abrazada con la misma carne; y con otra cadena de hierro se disciplinaba tres veces al día durante hora y media. Su cama eran unas tablas, sobre las cuales no dormía más de media hora, y dedi­caba todo el resto de la noche a la oración. Estas penitencias extraordina­rias fueron acrecentadas cuando tomó el hábito de Santo Domingo, por parecerle que el nuevo hábito la obligaba a nueva perfección y a mayor fervor.

Tres años estuvo sin hablar a nadie sino cuando se confesaba. Estábase en su celda sin salir de ella más que para ir a la iglesia.

Apareciósele una vez Nuestro Señor y le enseñó todo lo que para el bien y dirección de su alma había menester, y ella misma confesó que Cristo había sido su maestro, ya inspirándole, ya apareciéndosele, o ya enseñándole lo que había de hacer.

Enfurecido el demonio por verse vencido de una doncella tierna y delicada, comenzó a tentarla y afligirla sobremanera, pensando poder alcanzar victoria. Pero el Señor la previno con su gracia, y permitió que los demonios la tentasen para manifestar más su virtud, y así comenza­ron a atormentarla con imaginaciones torpes, que para su purísima alma eran más horribles que la propia muerte.

Ella, para desecharlas, atormentaba su cuerpo, disciplinándose con una cadena de hierro. Estando en estas tentaciones y peleas, se le apareció Jesucristo, a quien interrogó así:

—¿Dónde habéis estado, Esposo mío, que así me dejasteis?

—Dentro de tu corazón estaba yo, Catalina — le dijo el Señor.

—Pues, ¿cómo estabais Vos conmigo, teniendo yo tan malos pensamiéntos y tan torpes imaginaciones?

—¿Acaso te deleitabas con ellos? — repuso Jesús.

—Muy al contrario, que padecía terrible pena —respondió la virgen.

—Pues en esto estaba tu merecimiento y el fruto de tus peleas, las cuales estaba yo mirando con gozo porque me eras fiel, y esforzando tu corazón para que no desfalleciera. Porque sentir no es consentir, y la pena que se experimenta al desechar los malos pensamientos es señal de que no hay culpa en el alma que padece tales tentaciones.

Viendo el demonio que no podía vencerla por este medio, tomó otros caminos. La santa virgen curaba a una mujer viuda y vieja que tenía cancerado el pecho, y la servía con admirable caridad y alegría; pero entró el diablo en el cuerpo de la enferma, la cual convirtió en odio y aborrecimiento la buena obra que de la santa virgen recibía. Y pasó tan adelante su des­ atino, que publicó que Santa Catalina era mujer liviana y deshonesta. Mas luego, con una visión que tuvo, reconoció su culpa y la santidad de Ca­talina, y murió habiéndose confesado y pedido perdón de su pecado.

Con haber sido tantas veces vencido, no dejó el demonio de volver a nuevas batallas, antes atormentó el cuerpo flaco de la virgen con tantas y tan crueles enfermedades y dolores, que apenas se pueden creer sino de los que las vieron. No tenía Catalina sino la piel y los huesos, y aparecían en su cuerpo los cardenales y las señales de los azotes y golpes que el demonio le daba. Echábala algunas veces en el-fuego, y ella, sonriéndose, salía de él sin lesión alguna; de suerte que nunca la pudo rendir, antes con las penas crecía su fervor como con el viento la llama y, cobrando fuerzas de flaqueza, oraba y trabajaba más, con gran admiración de todos los que la veían.

Entre los amorosos y devotos afectos que el Señor comunicó a esta virgen, se encuentra una singular devoción al Santísimo Sacramento del altar, con un afecto tan encendido y abrasado, que el día que no comulgaba parecía que había de expirar y en comulgando era tan sobre­ abundante la consolación divina que recibía su alma, que se derramaba por el cuerpo, al que mantenía sin necesidad de comer manjar corporal. Esto engendró escándalo y murmuración entre la gente y aun en su mismo con­fesor, el cual la instó a que comiese. Catalina se sentaba con los demás a la mesa y procuraba pasar el jugo de alguna cosa; pero era siempre con tan grande pena y detrimento de su salud, que luego comenzaba a dar ar­cadas y no se sosegaba hasta que lanzaba aquella poca sustancia que había comido. Cuando iba a la mesa solía decir:

—Vamos a tomar el justo castigo de esta miserable pecadora.

Conocieron sus mismos confesores que la santa virgen era guiada por Dios y así le mandaron que no se hiciese aquella violencia en el comer.

Vino a estar la Santa tan cautiva y presa de la dulzura de su Amado que vivía siempre absorta en una altísima contemplación. Una vez, haciendo oración a su Esposo y suplicándole que quitase de ella su corazón y la propia voluntad, le pareció que venía Cristo y le abría el costado izquierdo y le sacaba el corazón y se iba con él; y de allí a algunos días le apareció el mismo Señor, que traía en la mano un corazón encamado y muy hermoso y, llegándose a ella, se lo puso en el lado izquierdo y le dijo:

—Hija mía, ya tienes por tu corazón el mío.

De allí adelante solía decir la Santa en su oración:

—Esposo mío, yo os encomiendo «vuestro» corazón.

Una vez, en acabando de comulgar, quedó arrobada y suspensa un buen rato hasta que cayó al suelo como si hubiera sido herida de muerte; y, después que volvió en sí, declaró en secreto a su confesor que Cristo le había impreso en aquel rapto las cinco llagas de su sagrado cuerpo y con ellas sentía grandes dolores, y que eran interiores y no exteriores porque ella misma se lo suplicó el Señor. El dolor de la llaga del costado, especial­ mente, era tan fuerte que le parecía imposible vivir si no se mitigaba.

Los ejemplos de su caridad para con los prójimos no fueron menos ad­ mirables. Mirábalos como un vivo retrato de Cristo y los socorría y servía como al mismo Señor. Pidió a su padre licencia para dar limosna a los pobres; diósela el padre y ella repartía entre ellos todo cuanto podía. Había en su casa una cuba de vino, de la cual la santa virgen sacaba el que había menester para los pobres y, bebiendo de ella los de casa, duró el vino mucho más tiempo de lo que pudiera durar si no se diera a los pobres. Otra vez dio a un pobre una cruz de plata que traía consigo y a la noche si­guiente se le apareció Cristo, mostróle aquella cruz rodeada de piedras preciosas y le prometió mostrarla en el día del juicio en presencia de los ángeles y de los hombres.

Solía besar con amor las llagas de los enfermos y aun llegó una vez a beber el agua con que había lavado una asquerosa úlcera, mereciendo con esta victoria, que Cristo le diera a beber de la llaga de su sagrado costado. Curando en Sena a una leprosa, se le pegó a la Santa la lepra en una mano; pero siguió curándola hasta que murió la enferma y entonces Catalina quedó sana y con las manos más lindas que antes.

Tarea larga y prolija sería referir aquí las gracias y prerrogativas que el Señor concedió a esta santa virgen. Descubrióle la hermo­sura de las almas y el amor con que las amó; dióle instinto mara­villoso y luz divina para penetrar los corazones. Tuvo asimismo don de profecía y tantas revelaciones que parecen increíbles. Los milagros que Dios obró por ella son innumerables: sanó a muchos enfermos, libró a los que estaban heridos de pestilencia, revivió a los que estaban ya casi muertos, echó demonios de los cuerpos, con pocos panes dio de comer a muchos y aun sobraba de lo que les daba; de harina ya podrida amasó sabrosísimo pan, sacó riquísimo vino de una cuba vacía y obró tantos otros prodigios que el traerlos aquí todos sería cosa de no acabar.

Pero el mayor milagro de todos es la misma virgen y la sabiduría que Dios le infundió para hablar de cosas divinas, lo cual hacía con tanta suavidad y eficacia, que se estuviera cien días con sus noches sin comer ni dormir y sin cansarse, si hallara oyentes que la escucharan y entendieran. Sus admirables cartas y sus Diálogos muestran cuán llena estaba del Espíritu de Dios. Su doctrina se reduce a estas dos cosas: Amar al Señor y padecer por él.

Apareciósele una vez su amado Esposo y le dijo: «Hija, piensa tú en mí y yo pensaré y tendré cuidado de ti». De estas palabras tan breves dedujo la Santa la gran confianza que debemos tener en la divina Providencia, y cuán arraigado debe estar nuestro corazón en ella para dejarnos gobernar por Dios y aceptar como venidos de su mano los diversos acontecimientos de la vida, tanto particulares como generales.

Sirvióse Nuestro Señor de esta santa virgen en cosas grandes y dificultosas de la pacificación y gobierno de la Iglesia; porque, habién­dose determinado los de Florencia a ‘negociar paces con el Sumo Pontífice, enviaron a Catalina por embajadora suya cerca de Gregorio XI, que residía en Aviñón, y ella, después de haber cumplido este encargo, exhortó vivamente al Pontífice a que volviese la sede y centro de la cris­tiandad a la ciudad de Roma, de donde hacía setenta años que había salido.

Gregorio XI tenía ya hecho el voto secreto de volver a la Sede de San Pedro, pero no se atrevió a cumplirlo por no desagradar a su corte, y fue Catalina quien le decidió a cumplir su promesa. Con eso el Papa dejó a Aviñón a los 13 de septiembre del año 1376 y entró en Roma a los 17 de enero del siguiente año.

Muerto Gregorio XI, fue elegido Papa el arzobispo de Bari, y se llamó Urbano VI; pero, pasadas unas semanas, los cardenales franceses descontentos de tener que vivir en Roma y no pudiendo aguantar la rigidez del nuevo Pontífice, anularon su elección y eligieron un antipapa, que fue Cle­mente VII, el cual residió en Aviñón, dando con ello principio al lastimoso cisma que duró tantos años. Urbano VI llamó a Catalina junto a sí y por mediación de la santa virgen le dio el Señor los avisos y consejos que más necesitaba en tan graves y difíciles trances. La Santa no se contentó con lamentarse por aquel desastroso cisma, sino que oraba, se mortificaba y escribía a los cardenales y a los reyes epístolas llenas de prudentes y acertados consejos, instándoles a reconocer al legítimo Papa. A los cardenales, obispos y prelados de la Iglesia escribió Catalina ciento cincuenta y cinco cartas, y a los reyes, príncipes, gobiernos y gente seglar, treinta y nueve.

En todas ellas se ve un espíritu divino y una ciencia más dada por Dios que adquirida con el estudio de muchos años, y unos consejos tan prudentes y tan acertados, que bien parecen manados de la sapientísima fuente y ver­dad increada. Escribió La Providencia de Dios, libro maravilloso en el que se leen cosas altísimas, de mucho provecho para las almas que se dan a la vida de recogimiento.

Habiendo vivido treinta y tres años, cayó mala en Roma y recibió los Santos Sacramentos con singular devoción y afecto. Tuvo en­tonces tentación del demonio que la acusó de vanagloria, mas ella respondió con alegría: «¿Vanagloria? Siempre he procurado la verdadera glo­ria y alabanza de Dios Todopoderoso».

Llamando luego a sus compañeras las exhortó a que entregasen de veras su corazón a Cristo, y que no juzgasen mal de sus prójimos. Pidió perdón y la indulgencia plenaria que los sumos pontífices Gregorio XI y Urbano VI le habían concedido. Entró luego en agonía, y diciendo aquellas palabras: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu», voló al cielo a los 29 del mes de abril del año 1380. Al mismo tiempo se apareció a su padre espi­ritual fray Raimundo de Capua, que fue maestro general de la Orden y que a la sazón estaba en Génova, el cual escribió después, como testigo de vista, la vida de la Santa.

El sagrado cuerpo de Catalina fue llevado a la iglesia que llaman de la Minerva, que es de los Padres de Santo Domingo, y fue tanto el concurso de todo el pueblo romano, y tantos los milagros que Dios obró por me­diación de ella, que no se pudo enterrar su cuerpo hasta pasados tres días.

El día 23 de abril del año 138.4, la cabeza de la Santa fue llevada triunfalmente a Sena y depositada en la iglesia de los Padres Dominicos, donde todavía se guarda y venera.

Santa Catalina de Sena fue canonizada por el sumo pontífice Pío II, ochenta y un años después de su glorioso tránsito. El papa Benedicto XII dio licencia para celebrar una fiesta en honor de las cinco llagas de la Santa, y Pío IX, a los 17 de abril del año 1866 la nombró segunda patrona de la ciudad de Roma.

Su cuerpo, casi entero, se conserva bajo el altar mayor de la iglesia de Santa María de la Minerva, en Roma, y uno de sus brazos, en el mo­nasterio de las Madres Dominicas de la mencionada ciudad.

Oración:

Señor Dios, tú has mostrado a Santa Catalina el amor infinito hacia todos los hombres, hechura de tus manos, que arde en tu corazón. Ella compartió generosamente esta revelación y la vivió en todas sus consecuencias hasta el heroísmo. Concédenos que podamos seguir su ejemplo, confiando en tus promesas y aumentando nuestra fe en tu presencia en cada sacramento, especialmente en el sacramento de tu perdón. Te lo pedimos por Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

R.V.