Dinero, ideología y mucha tontería
Mientras que la técnica avanza imparablemente hacia un destino que no podemos ni imaginar, la “ciencia” ha quedado reducida a un término legitimador de posturas ideológicas, de intereses económicos y de decisiones políticas. Esta mezcolanza de intereses ha encontrado una agradable complicidad entre los periodistas. Rara vez se encuentra un médico, un científico o entendido en algún tema que quede contento con una noticia periodística que ataña a su especialización. Los periodistas, navegando entre la ignorancia y el anonadamiento que les provoca una información que no llegan a entender, mal transcriben los datos que les llegan y contagian al público de un entusiasmo por aquello que apenas conocen. Es más que frecuente que el periodista se convierta en un vocero de futuros remedios para curar enfermedades, de soluciones tecnológicas para las desgracias de la humanidad o de utopías a la vuelta de la esquina. Lo que para un científico serio es simplemente un indicio o un pequeño avance en una investigación, la prensa lo convierte en un gran salto de la Humanidad.
No es de extrañar que el periodista sea parte transmisora de esta “ilusión científica”, pues hasta los verdaderamente expertos muchas veces han sido objeto de engaño y fraude. En 1996, un profesor de Física de la Universidad de Nueva York, Alan Sokal, quiso poner a prueba al mundo académico. Escribió una artículo titulado Transgrediendo los límites: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica. En el texto exponía, a propósito, una extravagante mezcolanza de psicología lacaniana, teoría cuántica, lenguaje posmoderno y afirmaciones sin sentido. Consiguió que el artículo fuera publicado en una prestigiosa revista científica. Posteriormente denunció la tomadura de pelo para evidenciar el poco control de las revistas científicas. Un doctor por la Universidad Autónoma de Barcelona, Guillermo Bou Bauzá, participó de una experiencia semejante. Envió, bajo pseudónimos, tres ponencias inventadas o plagiadas a un congreso sobre educación. Una de ellas iba firmada con un falso nombre alemán de un profesor de una inexistente universidad alemana. En la ponencia se incluían citas en alemán absurdas plagadas de insultos, incluso racistas. Este experimento fue repetido en varios congresos y, sorprendentemente, las ponencias pasaron todos los comités de calidad.
Horace Freeland, en un libro titulado Anatomía del fraude científico, expone un patrón de los comportamientos fraudulentos acaecidos en las últimas décadas en el mundo científico. Es más que preocupante el número de investigaciones cuyos falsos resultados han sido publicados en prestigiosas revistas científicas. ¿Qué induce a determinados científicos a inventarse simplemente unos resultados? La respuesta no deja de ser sencilla: dinero. El mundo académico es cruel. En buena parte del mundo la financiación llega si el científico tiene acreditadas investigaciones, si las publica y, para colmo, si los resultados son sorprendentes. Este es un círculo vicioso: eres financiado si investigas, pero sólo puedes investigar si eres financiado. Los jóvenes científicos pueden ver eternamente retardado su reconocimiento por el mundo académico si no consiguen financiación para investigar. El fraude se convierte en un atajo tentador para muchos. Un caso que sacudió la opinión pública norteamericana, y que hoy se considera un paradigma del tratamiento legal de los fraudes científicos, es el de Stephen Breuning. Este joven psicólogo se destacó por sus estudios experimentales que desaconsejaban el uso de determinados fármacos para enfermos mentales. Escribió tantos artículos entre 1979 y 1984 que él sólo produjo un tercio de toda la literatura científica publicada al respecto. Su fama creciente le permitió acceder a los fondos para la investigación del National Institute of Mental Health. Las investigaciones financiadas, una de 133.000 dólares, se culminaban con detalladísimos informes y conclusiones. Pero, lamentablemente, eran pura invención pues las investigaciones nunca se realizaban, simplemente se inventaban. Este no es un caso aislado, pues estamos ante una tipología más que evidente: científicos jóvenes, ambiciosos y en un mundo extremadamente competitivo donde la “noticia” de una investigación sorprendente puede significar una lluvia de millones en financiación y contratos por parte de los laboratorios.
Ello ha llevado a que el Institute National of Health, poderosa institución norteamericana que destina anualmente 9.000 millones de dólares a investigación, fundara en 1989 la Office of Scientific Integrity. Uno de los primeros casos -sonados- que ha tenido que atender esta Oficina es uno referente al virus del SIDA. Es el caso de Robert Gallo que se atribuyó el descubrimiento del virus causante del SIDA. Todo indica que Gallo se apropió del descubrimiento del Instituto Pasteur, cambiando el nombre de un virus que había sido previamente descubierto por los franceses. Se trataba del LAV, así lo había denominado el Instituto Pasteur, al que Gallo denominó HTLV-3. Los artículos científicos que dieron a conocer al mundo el causante del SIDA mostraban fotos del LAV, pero con la denominación de Gallo. Las fotos habían sido “robadas”, aunque el científico norteamericano se excusó en su autobiográfica diciendo que se había producido en las fotos una “sustitución accidental”. El caso es que Gallo consiguió, frente al Instituto Pasteur, la aprobación de la patente para el diagnóstico seriológico del SIDA. Hoy los beneficios que procura esta patente son suculentos y a nadie le interesa airear el tema. La “corrección política” que planea sobre el SIDA ha impedido que este asunto trascienda.
Muchas veces el miedo al ridículo ha permitido que los fraudes científicos se extiendan. En 1976, un belga, el conde De Villegas, vendió al gobierno francés un “prototipo” basado en el eco de una partícula, “recientemente descubierta”, y que permitía cartografiar depósitos minerales subterráneos desde el aire. En las pruebas iniciales desde un avión, llamado renifleur (“husmeador”), se tuvo un éxito espectacular detectando depósitos de petróleo. El presidente francés, Valery Giscard d´Estaing, ordenó el secreto gubernamental sobre el asunto e invirtió 1.300 millones de francos en el proyecto. En años sucesivos nunca se logró que el avión detectara nuevos depósitos de petróleo. Sólo funcionaba con los que ya eran conocidos. Para colmo, los inventores del prototipo no permitían analizar la máquina a los funcionarios, pues aducían que provocaba radiaciones muy peligrosas. Sólo muy tardíamente se desveló que todo era un fraude, aunque el gobierno francés se vio obligado a mantener el asunto en secreto, para evitar el ridículo y la crítica. Cuando Mitterrand llegó a la presidencia de la República francesa desclasificó el caso, no por amor a la verdad científica, sino para descalificar definitivamente a Giscard e impedir que se volviera a presentar a las elecciones.
Ciertas fascinaciones recientes por la ciencia han estado centradas en las fantasías que han despertado los futuros viajes a Marte. En 1988 un ingeniero visionario, Robert Zubrin, congregó en Colorado a más de setecientas personas de diferentes países para fundar la Sociedad de Marte. El objetivo de la sociedad es prepararse científicamente para la colonización del planeta rojo. Ya en 1976 encontramos antecedentes de este sueño en la obra de Gerard O´Neill titulada The High Frontier en la que diseñaba cómo serían las futuras ciudades marcianas. La idea entusiasmó a los medios de comunicación y a la NASA. Una especie de secta cuasireligiosa, erigida bajo el nombre de Sociedad L5, ejerció de lobby en el Congreso norteamericano para conseguir fondos para desarrollar el proyecto marciano propuesto por O´Neill. Llegar a Marte pasaba por financiar lanzaderas espaciales y consiguieron que el Congreso aprobara presupuestos de la NASA para fabricarlas. Sin embargo la realidad se ha acabado imponiendo. Las lanzaderas han resultado carísimas y los resultados son escasos pues apenas permiten alcanzar las denominadas “órbitas terrestres bajas”. Todo un fracaso presupuestario si lo comparamos con los resultados obtenidos.
Cuando la Sociedad L5 cayó en el olvido, la Sociedad de Marte de Zubrin tomó el relevo. Gracias a los fondos arrancados a un magnate del petróleo texano, Edward T. Bass, pudieron poner en marcha el proyecto Biosfera 2. Se trataba de demostrar (aquí en la Tierra) que se podría vivir en las condiciones adversas de Marte. En 1991 los medios de comunicación cubrieron la noticia. Cuatro hombres y cuatro mujeres, vestidos con uniformes estilo Star Trek se introducían en un terrario que reproducía las condiciones en las que se hallarían los futuros habitantes de Marte. Se encerraron durante dos años para intentar sobrevivir reciclando agua, aire y desperdicios, así como generando cultivos para vivir sin necesidad de elementos ajenos. Este experimento de vida marciana acabó siendo un fraude. Al cabo de pocas semanas el aire faltaba, los cultivos estaban muertos y todo el terrario se había convertido en una ciénaga. Para disimular el fracaso, y justificar la cantidad de dinero invertido, se había introducido aire y comida a escondidas y se habían utilizado depuradores para reducir el peligroso dióxido de carbono. Este fracaso no ha impedido que Zubrin, y otros entusiastas, siga proponiendo audaces proyectos que son recogidos con un entusiasmo casi espiritual por la prensa. Y es que si los periodistas veneran la ciencia como a una diosa, el público acabará practicando una nueva religión.