Por el Prof. Javier Barraycoa
Hablar de corrección política se ha convertido en uno de los temas habituales de las tertulias políticas o de las columnas periodísticas. Pero lo políticamente correcto no es tanto una moda sino que atiende a una profunda transformación de la cultura política que están sufriendo las sociedades occidentales. Podríamos hablar de una verdadera revolución intangible, apenas perceptible y que ha alcanzado lo más profundo de las conciencias. Hasta ahora las ideologías se imponían por la propaganda, la fuerza, la educación o la censura externa. Sin embargo, el lenguaje políticamente correcto ha logrado algo impensable tan solo hace unos decenios: el ejercicio de la autocensura en el uso del lenguaje y, por tanto, del propio pensamiento. Como sentencia Hannes Mäder: “todo el que pretenda imponer su dominio al hombre, ha de apoderarse de su idioma”. Los defensores de la corrección política se han transformado así en agentes de una dominación lingüística como nunca se había conocido en la historia.
Origen y causas de una revolución semántica
El origen de la corrección política coincide con la crisis de las ideologías de izquierdas. Traicionando el objetivo revolucionario de aniquilar los Estados burgueses, los ideólogos de izquierdas han asumido que la igualdad social sólo se puede alcanzar desde el odiado Estado capitalista. El marxismo dominante en la intelectualidad europea a lo largo del siglo XX ya no es un referente. Con la caída del mundo soviético liberalismo norteamericano se ha transformado en el referente de la socialdemocracia europea. Pero la propia izquierda norteamericana parace ser incapaz de asumir posturas excesivamente radicales y ni siquiera tener la fuerza cultural como para imponer sus criterios políticos. A principios de los años 90 del siglo XX, el Higher Education Research Institute de la Universidad de California realizó una encuesta entre 35.000 profesores en 392 escuelas estadounidenses. Sólo un 4,9 por ciento de maestros se consideraba “izquierdista” frente a un 17,8 por ciento que se proclamaba “conservador”. Incluso en Berkeley, paradigma del radicalismo universitario, sólo un profesor entre 30 del departamento de sociología se consideraba marxista. Ello no quita que marxistas convencidos como Nicos Poulantzas, editor de Presses Universitaires, ante el fracaso de una gigantesca colección sobre marxismo al no encontrar autores marxistas en Francia, suspirara poco ante de suicidarse: “nuestra única esperanza es América”. En este contexto surgirá la corrección política, en el seno de una intelectualidad liberal que veía cómo el dominio político de los 80 estaba en manos republicanas. El mundo de la cultura fue su reducto y desde ahí se diseñó la corrección política, como un intento de conseguir la igualdad social a través de la imposición de un lenguaje no discriminatorio. Al no cuajar una revolución ideológica, ni mucho menos política, se propuso una revolución semántica.
El presupuesto de esta nueva revolución consistiría en pensar que la “eliminación” de las desigualdades sociales, profesionales, étnicas o de género, se inicia suprimiendo aquellas formas lingüísticas que tienen “concomitancias” discriminatorias. Aunque la postura parece ingenua, ha resultado más eficaz que la vieja revolución proletaria. Poco a poco, en la cultura occidental, se ha generado una obsesión desquiciante por la igualdad uniformizadora y un auto-control del pensamiento muy intenso. La corrección política, a diferencia de ideologías explícitas, no tiene ideólogos reconocidos, ni militantes con carné, por eso no puede recibir ataques explícitos. Sin embargo, una amalgama de periodistas, políticos, lingüistas e intelectuales han caído bajo su yugo, transformándose en sus profetas más entusiastas.
Los grandes teóricos de la Democracia siempre han dejado entrever la paradójica situación a la que se ve abocada: elegir entre la libertad o la igualdad. Cuanto más libres sean los ciudadanos, más desigualdades se acabarán produciendo. Perp si desde el poder se quiere imponer la igualdad, siempre será a costa de la libertad. La corrección política parece decantar la balanza hacia esta segunda opción: conseguir la igualdad, aun al precio de la libertad. Tocqueville, en La Democracia en América (1835), había analizado con mucha antelación los efectos de la imposición de la igualdad en una sociedad democrática: “Los hombres no establecerán una igualdad con la que todos estén contentos … Cuando la desigualdad en la condición es ley común en la sociedad, las desigualdades más evidentes no saltan a la vista; cuando todo está casi al mismo nivel, las desigualdades más ligeras se notan tanto que causan dolor. De ahí que el ansia de igualdad sea mayor cuanta más igualdad hay”. En nuestras sociedades conteporáneas, la más mínima desigualdad es excusa para el escándalo y la “indignación”.
Desde lo políticamente correcto, lo que se inicia como un discurso legítimo contra la discriminación, acaba transformándose en un opresivo corsé intelectual que deforma la compresión de la realidad. Pero no podríamos comprender el fulminante triunfo de la corrección política sin atender a la clásica obra de Elisabeth Noelle-Neumann: La espiral del silencio. En las sociedades democráticas -según la autora- se generan silencios colectivos que permiten la extensión de un pensamiento dominante. El miedo a quedarnos aislados por nuestras opiniones, lleva al asentimiento público de ciertas ideas y al silencio sobre otras. Así, lo que muchos critican en el ámbito privado no lo suelen exponer en público. La aparente bondad de la corrección política -la lucha por la igualdad y contra la discriminación- impide que la mayoría de gente se rebele contra ella. Por eso puede campar a sus anchas e imponerse como la única forma de abordar la realidad. Sin embargo, la aceptación de ese corsé lingüístico reducirá la comprensión de la realidad y la capacidad de enjuiciarla.