MONJE y MÁRTIR.

Festividad: 27 de Abril.

Recorría los caminos polvorientos de Aragón y Cataluña con la alforja al hombro, mendigando una limosna para el rescate de los pobres cautivos que se hallaban en las mazmorras de África, y con encendida palabra predicaba la Redención por donde pasaba. Era el heraldo redentor que vivía ahora el ideal sublime de la caridad mercedaria. Cuando ensalzaba la sublimidad del cuarto voto de la Merced, cuando hablaba de los tormentos y vejaciones de los pobres cautivos, su rostro se encendía como una brasa, iluminado por los reverberos de su gran corazón, y todo su ser quedaba transformado. Las gentes, arrastradas por la fuerza irresistible de sus ejemplos, le seguían a todas partes y le veneraban como a fiel amigo de Dios; pero antes había escandalizado con sus crímenes, y se había refugiado en las madrigueras de las fieras, acosado por la justicia. Llamábase Pedro Armengol, de noble abolengo catalán. Había visto la luz en la primera mitad del siglo XIII, junto a las playas tarraconenses. Su padre se llamaba Arnaldo, de noble estirpe; su madre era también de fami­lia. noble. Mecióse su noble cuna en La Guardia de los Prados, donde nació, cerca de Montblanch. Era descendiente de los condes de Urgel, que usaron el nombre de Armengol hasta la Condesa de Aureubiaix.

 Hallábase un día en la casa solariega el santo mercedario fray Bernardo de Corbera, cuando, tomando entre sus brazos al tierno infante, dijo de él estas proféticas palabras: «A este niño un patíbulo le hará santo». Y así sucedió; pues, pasados los años, fue ahorcado por los musulmanes cuando cumplía el voto de redimir cautivos. Su piadosa madre, entre caricias y besos, le iba enseñando el temor de Dios, y la devoción a la Virgen María arraigó profundamente en el tierno corazón del niño. Fue como el áncora de salvación, a la cual había de asirse fuertemente para salir más tarde del pro­ celoso mar de sus desatadas pasiones. Ella le llevó a puerto seguro. Toda­ vía no sabía hablar y ya repetía a todos, sonriente, el Avemaría. ¡Cuánto hace en el porvenir del hombre la buena educación de su niñez! De aquí la trascendental importancia que tiene una madre piadosa y santa en el hogar.

Todavía en la lactancia, la muerte vino a llamar a su buena madre. Triste quedó Amaldo al perder a su buena esposa, ejemplo de ma­dres cristianas, y desde entonces reconcentró todo el cariño en su hijo Pedro, recuerdo vivo de la difunta, heredero de su patrimonio y, más que todo, el futuro vástago de su nobleza.

Crecía el niño en edad y su devoción era más manifiesta cada día, no descuidando ninguna de sus prácticas de piedad. Con todo se veían ya en él ansias de dominio y un amor propio muy marcado. Siendo Arnaldo una de las personas más nobles e influyentes del reino, el rey le reclamó para su servicio. Ocupado en la Corte, hubo de pensar en la educación de su hijo, y le encomendó, en Cervera, a un preceptor de su confianza. Pedro aprove­chó mucho en poco tiempo, pues era muy inteligente, y pronto aprendió a leer y escribir; pasó luego a la lengua latina, y con esto terminó sus estudios.

A la niñez tranquila del Santo siguió la juventud borrascosa y arre­batada. Pronto empezó a declinar su devoción y a perder su angeli­cal candor y Ja inocencia de su alma con el trato y amistad de malos compañeros; aficionóse a ellos, adiestróse en el manejo de las armas… Los demás aplaudían su destreza y habilidad en tales ejercicios. Ufano con estos halagos, malbarataba su rico patrimonio en banquetes y orgías. Apagábase en su corazón el rescoldo de la piedad de sus primeros años; los amigos le empujaban cada vez más al despeñadero, y Pedro corría a un funesto término, riendo y ahogando recuerdos de mejores tiempos. Atrevido y audaz buscó empresas más temerarias y, ayudado por sus compañeros de vicio, era el escándalo y el terror de la ciudad. Hacía gala de su mal ejemplo, y aun había quien excusaba sus fechorías como aventuras propias de su edad.

Alarmado el padre al enterarse de tan perversa conducta, voló a su lado con la intención de apartarle del borde del abismo; le halló tan trocado por sus locas aventuras, que le reconvino seriamente para que volviese a una vida más ordenada y más conforme con su educación y la nobleza de su cuna. Prometióle hijo la enmienda, despidió a sus malos compañeros, moderó sus excesos y cesaron sus desafíos y ruidosas aventuras. Pero aquel natural suyo, brioso y pendenciero, sin el dique de una piedad sólida no podía ser contenido fácilmente con solo unas palabras enérgicas dichas por su padre. Temiendo que se desbordasen aquellas tremendas pasiones, con­ cedióle permiso para que en la caza ejercitase sus bríos, evitando así males reales. Entregóse Pedro a esta diversión con apasionamiento.

No tardó mucho en llegar una ocasión favorable para que estallara aquel temperamento arrebatado y pendenciero. Cuando con más vehemencia per­ seguía Pedro Armengol a un jabalí malherido por un dardo que él le lan­zara, otro grupo de cazadores divisó al animal y emprendió su persecución. Clavó nuevamente Pedro el hierro en el cuerpo de la fiera y se desplomó ensangrentada; seguidamente la remató y se dispuso a llevársela como presa y despojo de su esfuerzo. El jefe de la otra cuadrilla llegó en aquel preciso momento reclamando sus derechos airadamente. Pedro atajó violenta­ mente las razones de su contrincante echando mano a la espada. El adver­sario hizo otro tanto y ambos llegaron a las manos. Los demás cazadores los separaron a viva fuerza, e interrumpióse la caza. Pedro se marchó lle­vando en el alma un odio feroz y jurando vengarse de su contrincante.

Ya no se da punto de reposo; se lanza por el camino del crimen, impetuoso y ciego; en su pecho hierven todas las pasiones mal repri­midas. Multiplica excesos, traza planes diabólicos, y los lleva a cabo junto con otra turba de facinerosos. La voz pública los señaló, la justicia les siguió los pasos, y entonces huyeron a las escabrosidades de la montaña pi­renaica. Allí meditarían nuevos robos y asesinatos.

Dolido Arnaldo al ver pisoteada su nobleza por la criminal conducta de su hijo, resolvió alejarse de Cervera para mitigar algún tanto el acerbo dolor que le causaba.

Corría el año de 1258. Jaime I el Conquistador había arrancado hacía poco del poder de los moros a la ciudad de Valencia. Arnaldo fue a esta ciudad y se agregó a la Corte del rey, que le tenía en grande estima. Pero al poco tiempo tuyo el monarca necesidad de trasladarse a Montpellier, para tener una entrevista con el rey de Francia. Para llegar allí había que atravesar la montaña donde merodeaban cuadrillas de bandidos, y el rey, como le acompañaba la Corte y gente pacífica, quiso asegurar el camino; en consecuencia, ordenó a dos compañías de infantes y a algunos de a caballo que dieran una batida para limpiar de bandidos la peligrosa montaña. Puso al frente de esta gente armada al noble Arnaldo, quien aceptó de buen grado por el deseo que tenía de topar con su hijo: se le ofrecía una favora­bilísima ocasión para lavar su honra y sacar a Pedro de aquella vida infame. Todo lo dispuso para dar cumplimiento a las órdenes del rey: a los lugares que creía más peligrosos mandó de antemano a algunos soldados dispersos para que tantearan el terreno. No tardaron en volver a él con la noticia de que no lejos de allí había una partida de bandoleros. Los soldados arre­ metieron contra ellos y dejaron a unos muertos, a otros heridos y a bas­tantes, presos.

Arnaldo dio vuelta al monte para enfrentarse con el capitán, al cual vieron a través de la espesura cuando trepaba por la ladera. El caballero se apresuró a cortar la retirada al criminal, el cual lanzóse contra aquél y hundió su espada en el costado del caballo. Desarzonado el caballero, rodó al suelo y lanzó un grito desgarrador: acababa de reconocer a su propio hijo en el agresor. Aquel grito conmovió súbitamente el corazón del hijo rebelde, el cual, como herido de un rayo, cae a los pies del padre, a quien reconoce y demanda mil perdones. El dolor, la piedad, la gracia, que como un rayo de luz penetró en el corazón del capitán de bandidos, transfórmalo en perpetuo caballero de Cristo.

Fácil fue a su padre alcanzar el perdón del rey, y más tratándose de un caballero tan principal como él. Entretanto se libraba en el inte­rior del mozo una furiosa tempestad. Supo en estos momentos deci­sivos fijar sus miradas suplicantes en la Estrella de los Mares, buscando orientación para su alma; reavivó en su corazón la llama de su devoción a María, y así encontró camino fácil para llegar a Dios. Retiróse a Barcelona; a los pies de la Redentora de Cautivos lloró amargamente sus pecados y le rogó se apiadase de él en tan tremenda crisis del espíritu. Agitábase en su interior, como mar alborotado, el pensamiento del pasado, y el demonio hacíale ver que no había para él salvación posible. Días tristes; noches negras las de Pedro Armengol, con aquellas congojas del alma; al mismo tiempo, su corazón de fuego y su carácter indómito se querían sublevar ante las imposiciones del espíritu a una vida ordenada y santa. Turbado, inquieto y desalentado andaba por la encrucijada de su vida, cuando acertó a entrar en la Merced en el preciso momento en que predicaba el santo Fray Bernardo de Corbera —el mismo que había profetizado su santidad— y exhortaba a penitencia a los pecadores empedernidos, inculcándoles con poderosas razones el santo temor de Dios. Aquellas palabras fueron para el atormentado corazón de Pedro como el arco iris de paz y de ventura después de una desatada tempestad. Salió del templo trocado en su inte­rior, con una paz tan grande en el alma y unos deseos tan vivos de ser todo de Dios, que se dispuso a hacer una dolorosa confesión de toda su vida. Hízola, en efecto, con tales muestras de arrepentimiento, que fue como el punto de partida de su entrega total al servicio de Dios.

Acudía con frecuencia a desahogar los sentimientos de su alma agradecida ante la Reina de la Merced, y allí sintió claramente cómo Ella le lla­maba a su religión de redentores. No dudó de que le hacía una gracia singular, y sin dilación fue al Maestro General de la Merced para manifestarle sus deseos.

Apenas se vio Pedro con la blanca vestidura de la Virgen Inmaculada emprendió el camino de la santidad con grandes bríos..Mucho adelantó en poco tiempo, y pronto fue propuesto como modelo perfecto aún a los más aventajados en la vida religiosa.

Compenetróse Pedro Armengol tan de veras con el ideal mercedario, que todas sus ansias eran cruzar los mares en busca de cautivos que redimir. Pedía constantemente al Señor que le hiciera la gracia de proporcionar este consuelo a aquellos infelices. Estas divinas impaciencias agitaban su alma, llenaban su imaginación y eran el tema ordinario de sus conversaciones. El ejemplo de otros redentores acuciaba sus deseos de que llegara pronto el gran día de ser nombrado redentor. Tales eran sus fervores y tal su vida ejemplar en el claustro, que se pensó en él para la primera redención que se presentara. A ésta siguieron otras tres. En total rescató en ellas el consi­derable número de 1.114 cautivos. La primera redención la efectuó en Mur­cia, juntamente con fray Guillén de Bas, después de muchas dificultades y penalidades. La segunda fue la que hizo en Granada, el año 1262, junta­ mente con fray Bernardo de San Román, Maestro General.

En la redención enviada a Argel habíanle nombrado jefe de una gloriosa expedición de Padres redentores. Quince fueron los señalados; en un pequeño barco hicieron la travesía y arribaron felizmente al puerto de Argel. Ante la diligencia y santa audacia de los mercedarios todos los obstáculos se remo­ vieron, y se allanó el camino que en principio se presentaba empinado y difícil. Diéronse prisa y rescataron el mayor número posible; mas eran mu­chos los escogidos y no llegaba la limosna para todos. Entonces exhortó a los religiosos a que se quedaran con él en rehenes. Después señaló a uno de ellos para que acompañara a los rescatados a sus hogares. Quedáronse con él catorce compañeros sufriendo los trabajos del cautiverio, mientras en Es­paña se allegaba el dinero suficiente para su rescate.

Compartían las penas y dolores de los míseros cautivos e infundían en sus almas la dulce esperanza de su próxima liberación. También predicaban a los moros las verdades de nuestra fe; pero los ejemplos movíanlos más que las palabras. El rey moro Almohacén Mahomet, habiendo oído grandes elo­gios de los mercedarios, sobre todo de Armengol, quiso conocer a nuestro Santo; le trató de cerca, escuchóle atentamente, la luz esplendorosa de la fe penetró en su entenebrecido entendimiento, y su corazón se conmovió ante el ejemplo vivo de su heroica caridad. El moro no quiso tan sólo hacerse cristiano, sino que pasó a España y pidió ingresar en la Merced. Admitió- sele en la Orden, y cambió el nombre de Almohacén Mahomet. en el de fray Pedro de Santa María. Después de vivir santamente descansó en el Señor con gran edificación de todos.

Entretanto, el mercedario que había acompañado a los rescatados se daba prisa en España para allegar recursos; en poco tiempo recogió abundantes limosnas y tornó a Argel. Rescataron a 527 más y, alegres, volvieron a Es­paña redentores y Redimidos, dando gracias a la dulce Madre Redentora.

Se verificó el año 1266, en Bugía, ciudad costanera cercana a Argel. Tan pronto como desembarcaron comenzaron a negociar la libertad de 119 cautivos. Y ya estaban con los preparativos del embarque, cuando llegó a ellos la noticia de que otros 18 se hallaban a punto de apostatar. Los redentores vuelan presurosos a ellos para sacarlos del peligroso trance. Pedro propone a los moros quedarse él en rehenes en lugar de aquellos jóvenes, y además les promete mil escudos, que fray Guillermo traerá de España para una fecha determinada. Como accedieran los mahometanos, los muchachos se unieron a los otros redimidos con gran contento de sus almas. Nuestro Pedro Armengol sufría con admirable paciencia los trabajos y mo­lestias de su prisión y era para todos ángel de paz y consuelo.

Los días pasaban; acercábase ya el final del plazo que Armengol señalara para el rescate prometido, y fray Guillermo no volvía. Los moros, al ver que el Santo no cumplía su promesa, pues el tiempo fijado ya había pasado, le hicieron más duro el cautiverio y, no contentos con esto, le azotaron cruelmente en repetidas ocasiones; mas todo sufríalo él con gran­ de alegría de su alma. Exasperados por aquella pasmosa serenidad de espíritu, sácanle del calabozo y deciden darle muerte. Pero antes le llevaron a presencia del rey y le acusaron de engañador y falso en sus pro­ mesas; además le hicieron ver cuán peligrosamente atacaba a su secta, y cómo hacía prosélitos entre ellos para la religión cristiana. Volviéronle a la prisión y, multiplicando las torturas en su cuerpo, lo dejaron cubierto de llagas. Tuviéronlo abandonado varios días, sin darle siquiera un poco de alimento; pero el Señor le sostuvo milagrosamente. Volvieron los moros al rey, y recabaron la apetecida sentencia. El Santo ya lo sabía, pues la misma Virgen Santísima le hizo sabedor de ello. La mazmorra no era ya para él sino la antesala del cielo. La triste noticia había penetrado ya en todas las mazmorras, y los cautivos lloraban con amargo desconsuelo la pérdida de tal padre. Los verdugos le sacaron de la cárcel y, medio arrastras, lo lleva­ron al suplicio entre escarnios y befas.

Al llegar a la horca, arrodillóse, hizo oración y, volviéndose a los infieles, les predicó la fe de Cristo; esto los encendió más en ira y, llegándose a él, le abofetearon cruelmente hasta hacerle brotar sangre del rostro. Le echaron un dogal a la garganta y, levantándole del suelo, entre la gritería confusa de los moros y el amargo llanto de los cautivos, le colgaron de la horca. Cuando le creyeron muerto, retiróse la multitud: los infieles, gozosos por ha­ber satisfecho su venganza; los cristianos, llorosos. Cumplíase ahora la pro­fecía de fray Bernardo de Corbera: «A este niño un patíbulo le hará santo».

Llegó fray Guillermo después de transcurridos ocho días del martirio, pues le fue imposible volver antes. Al enterarse de lo sucedido, fuese al rey moro para solicitar el permiso de retirar el cadáver, pues había pena de muerte para quien intentara hacerlo sin autorización. Concedido el permiso, encami­nóse al lugar del suplicio; allí encontró el cuerpo del Santo pendiente de la horca, pero no exhalaba hedor, sino que despedía suavísima fragancia. Ma­ravillóse de ello fray Guillermo y, acercándose, notó que el Santo movía los labios, como si hablara con personas invisibles. Seguidamente levantó la voz y le dijo: «Acércate, hermano, y no llores, porque estoy vivo por el favor de la Virgen Santísima, quien por ocho días me ha sostenido y confortado». Llegóse a él fray Guillermo, transportado de inefable gozo, y, ayudado de los cautivos, descolgóle de la horca. Ambos se abrazaron con lágrimas de alegría y dieron gracias a Dios por aquel favor tan señalado.

Pronto se supo en la ciudad la maravilla. Ingente multitud de moros y cautivos acudieron a verle y no se cansaban de contemplar al Santo. Muchos, para cerciorarse más, lo tocaban. Los moros, al verle, recla­maron aquellos mil escudos; pero fray Guillermo se negó a pagarlos. Inter­ vino el rey y declaró injusta la demanda.

Al salir de la ciudad y encaminarse al puerto, volvió Pedro Armengol sus ojos, y dijo en tono profético: «Por esta misma puerta, ciudad infiel, entrarán a dominarte loS cristianos y pagarás entonces tus crueldades y tu infidelidad». Esta profecía tuvo cumplimiento en 1510, cuando Pedro Navarro, por orden de Fernando el Católico, conquistó la ciudad.

Los dos mercedarios se hicieron a la mar con aquel puñado de cristianos redimidos, y tuvieron una feliz travesía. Barcelona entera estaba en el puer­to para contemplar al mártir glorioso. Las gentes se agolpaban para verle, y su nombre fue repetido por la multitud enfervorizada. El Señor quiso dejar en él una huella ostensible del martirio, pues, mientras vivió, conservó el color cadavérico y el cuello torcido.

Después de esto vivió nuestro Santo unos dos años en el convento de Barcelona. Su vida era más del cielo que de la tierra. Muy pocas veces salía del convento y, cuando lo hacía, la multitud se aglomeraba a su paso para contemplarle y besar sus hábitos. Los últimos años pasólos en la soledad y recogimiento, edificando a todos por sus grandes y amables virtudes, en el convento de Santa María de los Prados que los mercedarios establecieron en el lugar del nacimiento de nuestro Santo. Finalmente, le sobrevino una grave enfermedad que le postró en el lecho. Conociendo que sé le acercaba la muerte, pidió el Sagrado Viático; lo recibió con gran ternura de su alma y luego pidió a sus hermanos, con grandísima humildad, que rogaran por él. La comunidad de Montblanch acudió a presenciar la muerte de un santo. Entre oraciones, y mientras con tono solemne y triunfal ambas comunidades cantaban el Símbolo de la Fe, durmióse plácidamente en el Señor el 27 de abril de 1304. Luego que murió, de todas partes llegó multitud de gentes a venerar su cadáver. Siete enfermos quedaron repentinamente curados al contacto de los sagrados restos.

Buen modelo es nuestro Santo para la sociedad moderna, enfermiza y afeminada por los vicios y pecados.

Oración:

Señor Jesús, que permitiste que Pedro Armengol se encontrara a sí mismo y encontrara su propia libertad y dignidad, aún después de haber recorrido caminos de error y violencia, de orgullo y dolor, protege a los jóvenes que se encuentran en peligro.

Que puedan descubrir, como Pedro Armengol, que los llamas, por Tu amor, a liberarse y a ser liberadores. Abre sus mentes y corazones a la verdad y al amor auténtico, dales la confianza necesaria para aceptar su realidad y la fuerza y el coraje para luchar por superarla.

Que encuentren también Señor unas manos abiertas, un apoyo para enfrentar los problemas de su vida. Y que en esa lucha por ser y vivir te encuentren a Vos, Hermano y amigo, compañero de camino. Amén.

R.V.