Hace poco más de un año, el presidente francés Emmanuel MACRON pronunciaba un discurso con ocasión de la celebración de la Feria Internacional de la Agricultura en París. En aquel momento, sin presión alguna, al menos por parte del entorno inmediato o de las circunstancias por las que atravesaba el país vecino, el premier francés abogó con entusiasmo por la recuperación de una cierta soberanía alimentaria europea, haciendo especial hincapié en la calidad de los productos y la defensa de la salud y el medio ambiente, frente a la ofensiva de otras potencias comerciales que se están limitando a copar el mercado con estrategias de reducción de costes al margen de cualquier criterio ético.
A día de hoy, este discurso, esta intervención pública, resulta, si se me permite la expresión, casi profética. El mundo agrario ha adquirido un protagonismo indiscutido en la presente crisis, convirtiéndose en uno de los vectores críticos de que disponen nuestras sociedades para hacer frente a la terrible situación causada por la pandemia. De hecho, esta preocupación por unas reservas estratégicas de producción agroalimentaria a nivel europeo ha llegado ya a las altas instancias comunitarias. Parece mentira que a estas alturas nos planteemos la posibilidad de una crisis de subsistencias, pero se trata, como hemos podido constatar, de un riesgo real. Y la única garantía razonable y viable para hacer frente con relativa solvencia a las amenazas inmediatas y a los retos a medio y largo plazo que se nos presentan en el escenario actual consiste precisamente en que nuestro orden jurídico, económico y político reconozca el decisivo papel social que desempeña el sector primario en favor de toda la comunidad, un reconocimiento que para ser efectivo debe traducirse en la instrumentación de medidas concretas, de carácter permanente, estructural y no meramente coyuntural o para salir del paso en una situación de apuro o emergencia.
El campo está ayudando mucho en esta emergencia sanitaria, y estaría dispuesto a dar mucho más juego, si esta sociedad se lo permite, en el discurrir cotidiano de nuestro país. Es la hora de reconocer con hechos, no sólo con declaraciones más o menos formularias, que el futuro de nuestro país y de la humanidad depende no sólo del desarrollo tecnológico, no sólo de la sostenibilidad ambiental, sino de la recuperación de la armonía de nuestra sociedad y de la humanidad entera con su entorno. En el campo, en los pueblos, como decimos en España, tenemos todos, directa o indirectamente, nuestras raíces, nuestros orígenes. Hace nada estábamos hablando de los problemas de la España vacía, al tiempo que los agricultores y ganaderos se movilizaban para hacer oír su voz, ante las autoridades, sí, pero sobre todo ante sus paisanos. No hay derecho a que las personas que casi literalmente nos dan de comer, con un trabajo duro que no admite tregua, sometido a riesgos tremendos que, conviene no olvidarlo, se asumen habitualmente por cuenta propia, acaben desamparados por el resto de esta sociedad opulenta.
En estas movilizaciones, uno de los mensajes clave estaba en el problema de la comercialización, en los canales de distribución. Los productores no reciben un precio remunerador ni tan siquiera en muchas veces de los mismos costes en que deben incurrir para desarrollar su actividad de producción, y el margen, el valor añadido en otras palabras, queda exclusivamente en manos de los intermediarios de la comercialización y la distribución. Sobre este punto, tal vez sea conveniente hacer dos breves consideraciones. En primer lugar, se impone la alianza, la integración entre los diversos agentes. Allá por los años 30, en España, y en particular en la Alta Castilla y en Aragón, el sindicato remolachero promovió una singular huelga, en realidad una parada en la producción, con el propósito de reclamar a las factorías azucareras el pago de un precio remunerador. La huelga concluyó cuando finalmente las centrales azucareras reconocieron la justicia de las reivindicaciones de los productores de remolacha, elevando el importe de las contraprestaciones que venían abonando hasta ese momento. Es un ejemplo histórico de manual de lo que es una huelga justa, que sirvió para lo que tiene que servir una huelga, para defender los derechos que en justicia corresponden a los trabajadores y lograr una solución razonable que permita el ejercicio eficaz de tales derechos. Las soluciones a los problemas que hoy se nos presentan pasan por lo mismo: hay que establecer marcos de colaboración entre los productores, los intermediarios mayoristas y las cadenas de la distribución agroalimentaria. En Aragón, esta situación se agrava por la debilidad, cuando no práctica inexistencia, de la industria conservera y de transformación en nuestro territorio. Las regiones vecinas, que nos llevan una gran ventaja en este punto, llevan décadas capitalizando el valor añadido de nuestros productos, y aquí los productores, a efectos de remuneración, se quedan con el residuo de todo el proceso. Parece que la industria agroalimentaria aragonesa, desde hace algunos años va despertando, y esto constituye un avance decisivo, porque denota que, al menos, se ha tomado conciencia de las carencias y de donde se encuentra uno de los vectores reales de desarrollo para nuestra economía. Ahora falta que este nuevo afán no decaiga, que se lleve la lucha por el desarrollo hasta el final, esté quien esté en el gobierno.
En la intervención de la que hablábamos al principio, MACRON se refería también a la necesidad de “reinventar” la Política Agraria Común (PAC), en el nuevo escenario planteado por la perspectiva del Brexit y la nueva política arancelaria norteamericana, entre otros graves desafíos. Los riesgos no son, señalaba, exclusivamente externos a la Unión Europea, sino que también pueden provenir de los países tentados a “renacionalizar” la PAC. No sabemos si en el horizonte visual del presidente francés se encontraba el caso de España. La PAC, tal y como fue planteada históricamente, respondía a las necesidades y carencias de la agricultura centroeuropea, y por tanto no resultaba a priori convergente con nuestra situación agropecuaria de partida. No voy a insistir aquí en algo obvio como es el hecho de que en el Acuerdo preferencial de 1970 las autoridades españolas, siendo rechazada nuestra solicitud de ingreso en la CEE, negociaron mejor y obtuvieron mejores condiciones para nuestro país, también para su agricultura, su ganadería y su pesca, que las autoridades españolas que negociaron nuestra adhesión efectiva en 1986. El caso es que en estos cerca de cuarenta años hemos recibido un enorme volumen de ayudas, que se han dirigido muchas veces, no siempre, hay que decirlo, a tapar la boca a los agricultores y ganaderos con políticas de rentas agrarias, a arrancar viñas y a establecer cuotas lácteas, y a otras fruslerías como el PER, de triste memoria. Para colmo de males, la Unión Europea se desentiende habitualmente de España en las negociaciones pesqueras con Marruecos.
España debe buscar alianzas con otros países europeos, pues ahora existe una actitud distinta en muchos de ellos, una nueva visión que ha llegado ya incluso hasta las otrora inaccesibles instancias comunitarias. Ahora que la pérfida Albión ha hecho mutis por el foro, por motivos que por otra parte podrán ser muy respetables desde el punto de vista nacional británico, es el momento de que los países más denostados por este mismo país nos unamos, y en un lugar preferente hemos de estrechar los lazos con un país hermano como es Portugal, que tan bien nos trata y que, sin embargo, es habitualmente poco o nada correspondido por nuestra parte. Ahí están también Irlanda, Italia y Grecia, los países de Europa Central y Oriental del llamado Grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, Eslovaquia,…), e incluso los principales creadores de la PAC, Alemania y Francia. Este es el momento, una ocasión histórica. Si se pasa página sin hacer nada al respecto, luego que no vengan con la monserga del cambio climático: sería sencillamente absurdo, por incongruente.