Virgen y Abadesa.

Princesa de Suecia.

Patrona de las mujeres vírgenes.

Festividad: 24 de Marzo.

Nació Catalina por los años de 1330 en rico palacio, y por su na­cimiento parecía estar destinada a gozar toda su vida de los ho­nores y grandezas del siglo; pero la piedad y la religiosidad de sus padres merecieron que su hija se hiciese digna de las inmor­tales grandezas del cielo. Fue su padre Ulfón, príncipe de Nericia, y su madre la ilustre Santa Brígida, tan conocida por sus revelaciones en la Iglesia del Señor.

Entregola su santa madre a una abadesa muy religiosa para que la educase, y con su acertada dirección la iniciase en el amor y temor santo del Señor y en la práctica del bien y de toda virtud.

Furioso el demonio, declarole dura guerra, y una noche, estando en maitines la abadesa, tomando el maligno figura de toro quiso matar a la niña, y con los cuernos la sacó de su camita y la arrojó en el suelo de­jándola casi muerta. Sobresaltose la abadesa con los gritos que daba la niña, acudió a toda prisa para ver lo que pasaba, y habiéndola tomado en sus brazos, se le apareció el demonio y dijo: «¡Oh, qué de buena gana acabara yo con ella si Dios me hubiera dado licencia!»

Nuestro Señor, que la destinaba a tan gran santidad, la apartó con amor de los frívolos pasatiempos propios de la infancia y juventud, y así, una vez que siendo ya de siete años se entretuvo con las otras niñas jugando a cierto juego de muñecas, no quiso el Señor que aquella niñería pasase sin castigo, y la noche siguiente fue molestada de los demonios que le aparecieron en figura de muñecas, y azotaron, tan duramente, con los palillos del mismo juego, que su tierno cuerpecito quedó magullado, para que desde niña comenzase a dar de mano a las niñerías y juegos en que se suele entre­tener aquella tierna edad.

Teniendo edad para casarse, su padre le mandó que tomase mari­do y ella lo aceptó, confiada en que con la bondad de Dios y el favor de la Santísima Virgen María, su Madre, podía casarse sin detrimento de su virginidad.

Así sucedió, porque, habiéndose casado con un caballero nobilísimo llamado Etgardo de Kurner, de eminente piedad y grandes virtudes, de tal manera le habló que los dos hicieron voto de castidad y la guardaron toda su vida.

Dábanse mucho a la oración, a la aspereza de vida y a todas las obras de caridad; a los ojos de los hombres parecían y se trataban como seño­res; pero a los ojos de Dios eran santos.

Ponían todo su contento en apartarse de lo que halaga a los sentidos y en sujetar constantemente la carne al espíritu, porque no ignoraban que la azucena de la castidad sólo florece y guarda su fragancia y lozanía, cercada de espinas de penitencia y mortificación.

Tenía Catalina un hermano llamado Carlos, mozo brioso y muy dado a la vanidad, que no podía sufrir que su hermana y su cuñado lle­vasen aquella vida tan santa con la que parecían echarle en rostro sus vanidades y licenciosas costumbres.

Enojose mucho con su hermana cuando vio la llaneza que usaba en su vestido y que no se conformaba con el traje que llevaban las otras señoras y mujeres de su calidad. Era que a la vista del desenfrenado lujo que ostentaban las personas del siglo, Catalina se había despojado de sus ricas galas de princesa, sin temor de mostrar al mundo que las virtudes cristianas son ornato más bello que los atavíos de la vanidad. Con su ejemplo arrastró a no pocas damas nobles.

Catalina, lejos de turbarse por las burlas y aun los denuestos que su hermano le dirigía, persistía en su vida ejemplar y penitente siguiendo el ejemplo que de continuo le daba su madre Santa Brígida. Empero, su hermano no tardó mucho en apreciar los ejemplos de virtud de nuestra Santa.

Un día, su cuñada Gilda, esposa del príncipe Carlos, se hallaba con ella orando en la iglesia ante una imagen de María. Durmiose Gilda y en sueños le pareció ver que la Virgen la miraba con rostro severo por ser amiga de lujos y vanidades, siendo así que a Catalina le sonreía muy dulcemente. Esta visión fue para ella la gracia salvadora, porque refirió luego a Catalina lo que había visto, y la Santa, con sus palabras y con su ejemplo, la per­suadió a que dejase las galas y atavíos superfluos y la imitase, como lo hizo, renunciando de allí en adelante a sus lujosos trajes y vistiéndose con modestia y sencillez cristianas.

No fue eso del agrado de Carlos, el cual, fuera de sí, mandó llamar a su hermana Catalina y, después de haberle dicho palabras duras e injuriosas, añadió: «¿Quieres acaso que mi esposa sea blanco de las burlas y risas de las gentes?» Catalina lo escuchaba con gran paciencia y alegría, gozosa de seguir así, más de cerca por la senda del sacrificio, a su divino Esposo y modelo Jesucristo.

Los piadosos padres de nuestra Santa emprendieron una peregrinación a Santiago de Compostela, durante la cual murió Ulfón santamente en el monasterio español de Alvastra. Santa Brígida volvió sola a Suecia, donde fundó el convento de monjas de San Salvador, en Nadstena, diócesis de Lincopen, y cinco años después se partió para Roma, en la cual levantó una hospedería para peregrinos y estudiantes suecos.

Cuando Brígida llevaba ya varios años en Roma, su hija Catalina fue a visitarla, con permiso de su esposo Etgardo, acompañada de varias personas. Pero al llegar Catalina a la Ciudad Eterna, Brígida se hallaba en Bolonia, y aquí recibió la visita de su hija. Ésta volvió a Roma y, después de visitar los santuarios y sepulcros de los mártires, regresó al lado de su madre para ayudarla y servirla, según disposición del cielo.

No le faltaron a Santa Catalina en Roma grandes trabajos y dificulta­des, porque el demonio la tentó para que se tornase a su tierra, donde viviría con más quietud, regalo y descanso. Además, como era señora de tanta calidad y de extremada hermosura, algunos caballeros principales, sa­biendo que ya era muerto su marido, la pretendieron por mujer, y viendo que los medios blandos y amorosos no bastaban, quisieron hacerle fuerza y arrebatarla. Habiéndose escondido en cierta parte con gente armada, para más seguramente arrebatarla un día que con otras matronas iba a la igle­sia de San Sebastián, al tiempo que entraban en la celada, apareció de repente un ciervo y, dando ellos tras él, pasó en aquel mismo tiempo Ca­talina y se escapó de sus manos.

Otra vez, yendo con su santa madre a la iglesia de San Lorenzo, un caballero que la aguardaba con gente, al tiempo que la quiso acometer quedó ciego y, conociendo su culpa, se echó a sus pies; les pidió perdón y, ro­gando por él las santas madre e hija, recobró la vista; el milagro se contó después al Papa Urbano VI y a sus cardenales.

Estas y otras muchas molestias tuvo que padecer Catalina, tanto en Roma como fuera de ella. En cierta ocasión, yendo, por divina revelación, en compañía de su santa madre a visitar la ciudad de Asís y a orar a Santa María de la Porciúncula, les sobrevino un temporal de agua y nieve que las obligó a guarecerse en una pobre casilla para pasar la noche.

En ella penetraron unos salteadores de caminos, que hicieron a las Santas objeto de sus burlas e insultos, llevados de sus torpes instintos.

Pero Catalina y su madre imploraron el favor divino, que no tardó en serles propicio, pues al mismo tiempo los bandidos huyeron precipitadamente para escapar de las manos de un grupo de gente armada que venía en su busca para prenderlos.

Al día siguiente, ante una nueva acometida contra las dos Santas, los bandidos perdieron la vista, con lo cual ellas pudieron proseguir tranquilamente su viaje.

Con tan manifiesta protección del Señor, Catalina crecía cada día en su amor y se daba con mayor cuidado al ejercicio de todas las vir­tudes, especialmente de la humildad, que es madre y guarda de todas ellas. Pesábale mucho verse alabada y se holgaba de verse menos­ preciada y tenida por gran pecadora.

Era muy devota y dada desde niña a la oración y al rezo de las horas de Nuestra Señora, salmos penitenciales y otras oraciones. Cada día gas­taba cuatro horas en llorar y meditar la sagrada muerte y Pasión de su dulce Esposo, a quien se ofrecía en perpetuo y suave sacrificio.

Una vez, estando en Roma orando en la iglesia de San Pedro, le apareció una mujer vestida de blanco con un manto negro, y le dijo que rogase a Dios por la mujer de Carlos su hermano, que era muerta, y que presto tendrían un buen socorro de ella, porque le había dejado la corona de oro que, según la costumbre de su patria, traía en la cabeza. Como la mujer lo dijo, así sucedió, y del precio de la corona Santa Brígida y su hija se sustentaron todo un año con su familia.

¿Cómo ponderar su benignidad y misericordia para con los pobres enfermos y llagados? Catalina iba a los hospitales con su madre; ésta, delante de ella servía con gran humildad a los enfermos y les curaba las llagas, para que su hija aprendiese y la imitase y siguiese sus pisadas, cosa que hacía Catalina con extremada caridad y diligencia, como hija de tal madre.

Era tan amiga de la pobreza de Cristo que andaba con un vestido vil y roto y usaba de cama pobre con sólo un jergón de paja, una almohada y una manta vieja y remendada. Pero Nuestro Señor, para honrarla en al­gunas ocasiones, hizo que ella pareciese ricamente vestida y su cama pre­ciosa aunque realmente no lo era. Así, paseándose un día por la campiña romana, de pronto resplandecieron sus vestidos cual si estuviesen cuajados de preciosísima pedrería, quedando maravilladas su compañeras.

Fue asimismo muy sufrida, paciente y mansa, pues soportaba con maravillosa mansedumbre los agravios e injurias que se le hacían, y devolvía siempre bien por mal, como verdadera sierva de Dios.

Veinticinco años habían transcurrido desde que por divina inspi­ración fue Catalina a Roma a vivir con su santa madre, y por ese tiempo determinaron pasar a Palestina para visitar los Lugares San­tos, testigos de los padecimientos y muerte del divino Salvador. Venciendo mil dificultades llevaron a buen término su intento; pero era llegada ya la hora en que Santa Brígida debía volar al cielo a recibir de Nuestro Señor el premio de sus virtudes. La madre de Catalina fue acometida de recia calentura en Jerusalén, de suerte que tuvieron que volver a Roma, donde ocurrió su dichoso tránsito el día 23 de julio del año 1373, cuando tenía setenta y uno de edad.

Catalina llevó las sagradas reliquias de su santa madre a Suecia, con algunas de otros santos; salió a venerarlas innumerable multitud de fieles, gozosos de poder al mismo tiempo admirar de cerca las virtudes de Catalina, que era viva imagen de su bienaventurada madre. Los de Lincopen, al verla, prorrumpieron en gritos de alborozo, y el prelado no quiso ceder a nadie el honor de darle la bienvenida.

Después de haber cumplido con el entierro de su bendita madre, se encerró en el monasterio de Vadstena, de donde fue abadesa, e instruyó a las monjas en la regla que había heredado y aprendido de su santa madre. Es­cribió un tratado de los Consuelos del alma, que contiene sentencias sacadas de las sagradas Escrituras y de algunos libros piadosos.

Como Nuestro Señor obrase muchos y grandes milagros en el sepulcro de Santa Brígida, pareció al Rey de Suecia y a los grandes señores de aquel Reino, que debían tratar de su canonización con el Sumo Pontífice, para lo cual convenía que su hija Catalina fuese a Roma. Ella lo tuvo a bien y fue, aunque halló las cosas tan turbadas por la muerte del Papa Gregorio XI y por el cisma que se levantó en el occidente de Europa en tiempo de Urbano VI, su sucesor, que no tuvo por entonces efecto lo que pretendía, y se volvió a su patria. En Roma dejó los in­formes auténticos de los milagros y demás documentos necesarios al fin apetecido.

Por su medio realizó Nuestro Señor varios milagros. Uno de ellos fue que, habiendo enfermado gravemente una noble señora de mala vida que no quería confesarse ni escuchar a Santa Catalina, que le aconsejaba lo conveniente para su eterna salvación, la Santa rogó a Dios por aquella alma pecadora y al instante levantose del Tíber un humo negro y espeso que envolvió la casa de la enferma y la oscureció de tal manera que sus moradores no podían verse unos a otros. Esto iba acompañado de un ruido tan espantoso, que la pobre enferma, despavorida y como fuera de sí, llamó a Catalina y le prometió hacer cuanto le mandase; se confesó, y al día siguiente acabó sus días dejando cierta esperanza de salvación eterna.

El Tíber salió de madre e inundó de tal manera la ciudad de Roma, que corría peligro de destrucción. Rogaron a Santa Catalina que se opusiese a las aguas y con su presencia y oraciones librase a la ciudad de aquel peligro. Ella se excusó por humildad, pero llevada a viva fuerza junto al río, las aguas retrocedieron al ponerse en contacto con sus pies.

Estando en la ciudad de Nápoles, adonde había ido para recoger los mila­gros de su santa madre, le declaró una señora principal que una hija suya, viuda, era muy molestada cada noche de un demonio, y que, aunque lo había callado por vergüenza hasta entonces, ahora se lo declaraba para pedirle reme­dio, fiada en su santidad. La santa virgen le aconsejó que se confesase de todos sus pecados, pura y enteramente, porque muchas veces por los pecados que se callan en la confesión por vergüenza, permite Nuestro Señor semejantes ilusiones y que los demonios tengan fuerza para fatigar las almas y oprimir los cuerpos con abominable tiranía. Diole también otros santos consejos y devociones y ofreció sus oraciones por ella. Al cabo de ocho días se halló la mujer del todo libre de aquel monstruo infernal que tanto la perseguía y atormentaba.

Después de una permanencia de cinco años en Roma y no teniendo esperanza de conseguir la canonización de su bienaventurada madre, Catalina se volvió a su patria y monasterio. En todo el viaje fue muy bien recibida y agasajada de los príncipes, prelados y ciudades de Italia y Germania por donde pasaba.

En este camino hizo también Nuestro Señor por medio de ella algunos milagros, entre los cuales se cuenta que, habiendo caído del carro en que iba dormido uno de los que la acompañaban, fue aplastado por una rueda, que le quebró los huesos; pero, haciendo oración por él Santa Catalina y tocándole con las manos, estuvo luego sano.

Al llegar Catalina a su monasterio, cayose un obrero de lo alto de un edificio y quedó medio muerto. Apenas la santa virgen rogó por él y le tocó, luego se le consolidaron los miembros y recobró tan perfecta salud, que se volvió a trabajar. Y todos alabaron al Señor y a Santa Catalina, por cuya intercesión había sanado el obrero.

Estaba en este tiempo la santa virgen muy flaca y fatigada de dolores y enfermedades del cuerpo, aunque muy entera y alegre en su espíritu. Tenía costumbre, desde que anduvo en compañía de su santa madre, de confesarse cada día, y algún día dos y tres veces. Así lo hizo en esta postrera enfermedad, aunque por la flaqueza de su estómago no se atrevía a recibir el Santísimo Sacramento; mas hacíasele traer y le adoraba y reverenciaba con grandísima devoción y humildad.

Finalmente, levantando los ojos al cielo y encomendando su alma al Señor con el corazón, porque no podía con la lengua, en presencia de las monjas, deshechas en lágrimas, entregó su alma al que la había creado para tanta gloria suya.

Sobre el monasterio en que murió apareció una estrella que fue vista, día y noche, por algunos religiosos. Durante el entierro la estrella se puso sobre las andas hasta el momento de dar sepultura al cuerpo de la Santa en la iglesia, y después desapareció.

A estos actos estuvieron presentes muchos arzobispos, obispos y abades de los reinos de Suecia, Dinamarca y Noruega, y el príncipe de Suecia, llamado Erico, con otros señores y barones, los cuales, por devoción, lleva­ron sobre los hombros el cuerpo de Catalina. Su sepelio fue muy dificultoso por la mucha gente que concurrió.

Murió esta santa virgen en el monasterio de Vadstena el 24 de marzo del año del Señor de 1381; en su sepulcro obró Dios muchos milagros, para glorificar a su fiel sierva.

El Martirologio Romano hace mención de Santa Catalina de Suecia a los 22 de marzo, y el cardenal Baronio la menciona en sus Anotaciones. Fue canonizada por la santidad del Papa Sixto IV en el año 1474.

Oración:

Santa Catalina, Dios te dio la gracia de poder predecir sobrenaturalmente muchas cosas. Tu alma inmaculada estuvo siempre dispuesta en el ejercicio de la confesión diaria y permitiste gracias a tus obras, la confesión de aquellos que arrepentidos en la hora de su muerte recurrieron a ti, para que los ayudaras a conseguir la confesión. Intercede por nosotros ante el Señor para que nuestras almas recurran al sacramento de la confesión con más frecuencia y seamos dignos hijos de Dios que llevan la buena noticia del Evangelio a todos aquellos que nos rodean. Queremos ser fieles a Cristo, ayúdanos, te lo pedimos, ora por nosotros, que podamos vivir fielmente nuestra vocación y tendamos siempre a la perfección de nuestro Señor Jesucristo. Que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

 

R.V.

R.V.