Emperatiz de Alemania.

Patrona de los padres de familias numerosas.

Festividad: 14 de Marzo.

Conocemos la vida de Santa Matilde por dos biografías, una de las cuales fue escrita quince años después de su muerte, y la otra un cuarto de siglo más tarde, a petición de su nieto, el emperador San Enrique.

El conde Thierry de Oldemburgo descendía en línea directa del famoso Witikindo, caudillo de los sajones, convertido por Carlomagno, que le venció. Su esposa, la noble condesa Reinhilda, era hija de un príncipe danés, y la religión de Cristo había hecho de esta hija de bárbaros, una de las damas más cumplidas de su tiempo. Para premiarla, el Señor le concedió, en el año 895, el ángel de dulzura que se llamó Matilde.

Desde la más tierna edad fue Matilde por sus gracias y virtudes el embeleso de su abuela paterna, hasta el punto que ésta —llamada también Matilde—, con anuencia de sus padres, se la llevó consigo al convento de Herford, no lejos de Minden, a donde se había retirado y del cual vino a ser abadesa.

Allí quiso que la joven se instruyera en las letras sagradas y se familiarizase con la labor de manos. Bajo la tutela de la piadosa abadesa, pronto adquirió Matilde una ilustración nada común, que se armonizaba perfecta­mente con sus encantos personales.

Sucedió que el poderoso duque de Sajonia, Otón, oyendo alabar por do­quier a la joven doncella de Herford, pensó en dársela por mujer a su hijo Enrique, su sucesor.

Por orden del duque, dirigiose a Herford, acompañado de su preceptor y de un séquito numeroso y brillante, e hizo alto cerca del monasterio. Sin darse a conocer, y pasando por simples peregrinos, entraron por pe­queños grupos en la capilla, como para rezar; y así pudieron admirar, sin ser notados, la gracia y la hermosura, al par que la piedad y devoción de Matilde.

Enrique siente inflamarse en su corazón la llama del amor y decide presentarse en persona. En efecto, pasados unos días, volvió al monasterio, seguido de su escolta, con gran pompa y majestad, y solicitó audiencia con Reinhilda; terminada la cual, consiguió verse con Matilde, cuya mano pidió.

Al día siguiente partió Enrique a Sajonia en compañía de su futura esposa, donde le otorgó como dote el dominio absoluto de Walehuum —hoy Wallhausen, en los confines de Turingia y del condado de Mansfeld— con todas sus dependencias.

El duque Otón amó a su nuera como a su propia hija y la honró como a una santa, pero no gozó largo tiempo del consolador espectáculo de sus virtudes; murió dando gracias a Dios por haber concedido a su hijo semejante esposa.

Ya duque de Sajonia, Enrique se hizo amar de sus súbditos por la prudencia y la bondad de su carácter y nuestra Santa aprovechaba su nueva situación para dar a los pobres abundantes limosnas. Habíanse granjeado los corazones de sus vasallos, cuando en el año 918 murió el emperador de Alemania, Conrado I de Franconia. El pueblo y los señores exclamaron a una: «Sea Enrique nuestro emperador». Y así fue, siendo el primero de este nombre. Por lo mismo era Matilde emperatriz. No por tener más honores dejó de servir y ayudar a los pobres ni esto pudo dis­minuir un punto el respeto que los pueblos tenían a su persona y dignidad.

A pesar de sus ocupaciones pasaba horas y horas postrada ante el tabernáculo en la capilla de palacio; de noche dejaba el lecho nupcial, y se iba a celebrar suaves coloquios con el divino Esposo de su alma.

El amor de Dios era en ella manantial de su amor al prójimo. ¡Cuántos prisioneros le debieron la libertad o la vida!; mas nunca se impacientó el emperador Enrique, a pesar de las gracias incontables que le pedía Matilde, pues ésta sabía ser misericordiosa sin faltar a la justicia.

Bendijo Dios aquella santa unión otorgándoles tres hijos que fueron: Otón, más tarde emperador, que mereció el título de Grande; Enrique, duque de Baviera, y a quien su madre quería como a su benjamín; y por último, Bruno, que andando el tiempo fue arzobispo de Colonia y a quien la Iglesia inscribió en el catálogo de los Santos. Tuvieron además dos hijas: Gerberga, que fue reina de Francia, y Eduvigis, madre de los reyes Capetos.

Gracias a su acción benéfica surgieron como por encanto en todos los punto del imperio multitud de monasterios y hospitales. Los monjes y los clérigos, suavemente obligados por la gratitud, oraban sin interrupción por la familia imperial y, con sus oraciones, apartaban del Estado los peligros que le amenazaba, al par que preparaban el reinado glorioso de Otón el Grande.

En medio de las más lisonjeras esperanzas llamó la muerte a las puer­tas del palacio imperial, donde la dicha y la santidad reinaban a por­fía. Acometido de una enfermedad mortal, el piadoso soberano de Alemania se iba acabando poco a poco, a pesar de los desvelos y de los cuidados de sus más fieles servidores.

Matilde no se apartaba de la cabecera de su querido enfermo, haciéndose violencia para no llorar en su presencia y no entristecerlo. Con fre­cuencia tuvieron juntos largos coloquios acerca de la vida eterna, de las alegrías del paraíso y de la vanidad de las cosas mundanas.

El augusto moribundo daba gracias a su esposa por los consejos que le había dado, sobre todo en los asuntos de alta justicia, en que estaba expuesto a jugar con la vida de sus semejantes. Cuando se retiraba la reina, volvíase a los asistentes, les hablaba de ella con admiración y les refería muchos actos de virtud, de los que él sólo había sido testigo.

A los mismos pies de un Cristo agonizante, agotadas sus fuerzas por el dolor interior demasiado tiempo contenido, se enteró Matilde de la triste nueva de la muerte de su esposo muy amado, acaecida el 2 de julio del año 936 en Memleben de Sajonia.

Cayó de rodillas y, con un esfuerzo heroico, que la dejó rendida, se entregó en manos de la Providencia, prorrumpiendo entonces en copioso llanto, tan violento y tan hondo que a cada momento estaba a punto de ahogarse.

Largo tiempo permaneció en esta forma como privada de sentido. Cuan­do pudo levantarse tomó de la mano a sus tres hijos y llevolos junto al lecho de su padre; allí les habló con unción de la vanidad de las cosas y grandezas de la tierra.

—Hijo mío —dijo mirando a Otón, el mayor—, si subes al trono de tu padre, acuérdate de que un día bajarás a su tumba. Luego preguntó si había aún algún sacerdote que pudiera celebrar y, en­contrando uno, le rogó que ofreciese el santo sacrificio por el alma de su esposo, y le dio por ello espléndida limosna.

Una vez trasladados los restos del emperador, según su deseo, a Quedlimburgo para ser allí inhumados, Alemania se dispuso a designarle sucesor; todas las miradas recayeron en Otón, y el joven príncipe fue elegido según los deseos de su padre.

Matilde experimentó por ello, según parece, una gran contrariedad, estimando que Enrique debía tener preferencia, puesto que había nacido des­pués del advenimiento del duque de Sajonia al trono de Germania. El privilegio de antigüedad de que disfrutó Otón, acentuó la tirantez existente entre los dos hermanos, por lo que fueron menester bastantes años para que la concordia se restableciera, gracias a los buenos oficios de su madre.

Otón dio a su hermano Enrique el ducado de Baviera. Bruno, en cambio, escogió la mejor parte: ya que, renunciando al mundo, se hizo sacerdote y gobernó la Iglesia de Colonia, desde el año 953 al 965.

Tranquila ya en cuanto al porvenir de sus hijos, la Santa no se ocupó en adelante sino en servir al Señor. La oración, el ayuno, la limosna fueron sus ocupaciones ordinarias; y, como los días no eran tan largos como sus anhelos, pasaba las noches en coloquios amorosos con el Esposo de su alma. Tenía costumbre de rezar el salterio entero antes del canto del gallo.

Sus primeras y últimas visitas eran para los pobres. Su corazón sentía con su vista vivísima alegría, porque los consideraba como hijos suyos; tratábalos con tierna intimidad y bastaba que ella se presentase para que en todos los corazones reinase la más perfecta alegría.

Gente mal intencionada declaró a Otón el Grande que su madre ocultaba tesoros y confiscaba las rentas de la corona para distribuirlas indiscretamente a una multitud de vagabundos y desconocidos.

Esto bastó para que el emperador la llamase a dar cuenta de los bienes de la corona que había administrado; la privó de sus propias rentas, quiso saber los donativos que le hacían, la hizo espiar de un modo indigno y hasta colocó guardias en los barrios que ella frecuentaba. Enrique, duque de Baviera, su hijo predilecto, ayudó a su hermano a alejarla de la corte. Todo lo sufrió ella sin la menor resistencia y, como alguien se permitiese un día hablar en forma desfavorable a sus dos perseguidores, le atajó di­ciendo: 

—Es para mí motivo de consuelo ver que mis hijos, antes en desacuerdo, empiezan a entenderse, aunque sea para perseguirme. Sí -añadía—, ¡ojalá pudiesen continuar de esa forma sin ofensa de Dios, pues tendría siquiera la satisfacción de verlos unidos!

Al dejar la corte para ir confinada a Engem (Westfalia), hubo de entre­gar a Otón toda su fortuna, incluso la dote que le dio su difunto esposo. Con todo, Dios tomó la defensa de su causa; Enrique se vio acometido de una enfermedad muy dañina, en la que muchos vieron el castigo de su in­gratitud; al propio tiempo sus Estados y los de su hermano, se veían des­garrados por continuas guerras intestinas y castigados con diversas plagas.

Los magnates dirigiéronse entonces a la emperatriz Edith, para que obtuviese de Otón reparación de su falta y levantase el destierro a su madre. Así lo hizo, en efecto: envió a Santa Matilde los primeros señores de la corte para declarar su arrepentimiento y suplicarla que volviese; al mismo tiempo le escribió una carta muy respetuosa pidiéndole humildemente perdón de su falta.

La Santa, que era incapaz de guardar resentimiento alguno, accedió en seguida a los deseos de su hijo y volvió a encontrar a sus queridos pobres, que la esperaban hacía tanto tiempo y la recibieron con los ojos arrasados en lágrimas de pura alegría.

Atendiolos con más ternura que antes; por todas partes la acompañaba una monja para distribuir sus limosnas. Durante el invierno mandaba encender grandes braseros en las plazas públicas para que se calentasen los menesterosos, y esto en todas las ciudades y villas donde podía.

Desde el año 961 al 965 estuvo Otón en Italia por causa de expediciones militares, en el transcurso de las cuales recibió, del Papa Juan XII la corona imperial; entretanto, su santa madre redoblaba las oraciones y limosnas y, mandaba celebrar todos los días misas por el feliz regreso de su hijo.

Por último, con la ayuda de su nieto Otón, levantó en Nordhausen, ciudad de Turingia, un dilatado monasterio que pronto se vio habitado por más de tres mil doncellas que alababan a Dios todas las horas del día. Para que pudiesen vivir tranquilas y ajenas a los cuidados materiales, asignó a dicho monasterio cuantiosas rentas.

Al regresar de Italia el emperador después de su coronación, avistose con su madre en Colonia; la estrechó entre sus brazos con gran ternura y res­peto, y juntos dieron gracias a Dios por los beneficios de que los había colmado.

Otón visitó después el monasterio de Nordhausen, acompañado de su corte, y quedó maravillado del orden admirable que allí reinaba, pues la prudencia de Matilde lo había dispuesto y arreglado todo hasta en sus menores detalles.

La santa fundadora sentía, sin embargo, que su hora estaba cercana, y no quería salir de este destierro sin hacer valer la obra de sus manos. Habló, pues, al emperador de su designio de retirarse al convento para disponerse a la muerte; Otón puso al principio muchas dificultades, mas por último consintió en la separación.

La viuda de Enrique I se dirigió inmediatamente a Nordhausen y pidió por favor que la admitiesen entre las más humildes religiosas. Su regulari­dad y sobre todo su caridad no tardaron en ser la admiración de las religiosas, quienes apenas podían creer lo que veían: una antigua emperatriz y madre del más grande de los emperadores, desempeñar con tanta alegría los más humildes oficios.

No tenemos documentos concretos acerca del género de vida de Matilde después de la última entrevista con el emperador Otón; pero del texto un tanto impreciso de sus biógrafos se puede colegir que, a pesar de sus achaques y de la enfermedad, no disminuyó su actividad y siguió preocupándose de las obras que había fundado, arrostrando si era preciso frecuentes viajes, muy penosos a veces, en aras de su caridad.

Herida ya por la enfermedad que debía muy en breve llevarla de este mundo —dice su biógrafo-, no daba importancia a las fatigas mientras le quedase alguna buena obra que realizar. En los primeros días de enero del año 968, llegó a Quedlimburgo, sus dolores se acrecentaron y comprendió que iba a morir muy pronto; distribuyó, pues, sus bienes entre los obispos, sacer­dotes y monasterios; su nieto Guillermo, arzobispo de Maguncia, acudió a su lado y al verle se sonrió con angelical semblante.

—La voluntad de Dios te trae a mi lado —le dijo—; ningún ministerio podía serme más agradable que el tuyo, puesto que plugo a Dios hacerme sobrevivir a mi amadísimo Bruno, arzobispo de Colonia; ante todo vas a oír mi confesión, para absolverme de mis pecados, en virtud del poder que has recibido de Dios y de San Pedro. Luego irás a celebrar misa para la remi­sión de mis culpas, por el descanso del alma de mi difunto esposo y señor Enrique, y por los fieles de Cristo, vivos y difuntos.

Una vez cumplido el deseo de su santa abuela, Guillermo volvió de nuevo a su lado, le dio otra vez la absolución y le administró la Extremaunción y el Viático. Antes de ausentarse el arzobispo, la piadosa reina mandó llamar a la abadesa de Quedlimburgo y le encargó fuese a buscar los «palios», como llamaba a los lienzos mortuorios que había dispuesto para su sepultura. Luego añadió:

—Quiero ofrecérselos a mi nieto como prueba postrera de mi cariño, pues los necesitará para el difícil viaje que va a emprender; después de mi muerte, no me faltará con qué amortajarme, pues, como dice el refrán popular: «Los parientes dan siempre un vestido para casar y un sudario para enterrar.»

Trajo, pues, los palios la abadesa, y la reina los ofreció a Guillermo, diciéndole: «Acéptalos como última ofrenda mía y como advertencia suprema.»

El arzobispo le dio gracias por esta tierna muestra de cariño, le dio con lágrimas su bendición y se despidió de ella; era la última plática que ha­bían de tener en este mundo.

Al alejarse, dijo en voz baja a las personas que cuidaban a la augusta enferma: «Me veo precisado a salir para Radulveroth, pero dejo aquí a uno de mis familiares con el encargo de avisarme si se agrava la enferma para regresar apresuradamente.»

Pronunció estas palabras en tono tan bajo que parecía imposible que la reina hubiese podido oírlas; sin embargo, Santa Matilde levantó la cabeza y dijo al arzobispo:

—Es inútil que dejes aquí a ese sacerdote, lo necesitarás en tu viaje. Vete con la paz de Cristo adonde su voluntad te llama. Partió Guillermo para Radulveroth, pero algunos días después de su lle­gada murió repentinamente. Enviáronse mensajeros a Quedlimburgo con la triste nueva, no osando nadie anunciársela a la reina por temor de acelerar su muerte; pero la sierva de Cristo, sonriendo en medio de sus sollozos, dijo:

—¿Por qué ocultarme la triste nueva? Ya sé que el arzobispo Guillermo ha salido de este mundo; que toquen las campanas, que llamen a los pobres y les den limosnas, para que nieguen por el alma del difunto.

Matilde sobrevivió aún doce días a esta prueba tan cruel para su corazón. El Sábado Santo —14 de marzo del año 968—, al rayar el alba, la sierva de Dios mandó llamar a los sacerdotes y a las religiosas, que se congregaron junto a su lecho. Gran multitud del pueblo se juntó a ellos y la mo­ribunda tuvo suficiente presencia de ánimo para darles saludables consejos.

Habló también confidencialmente a su nieta, la abadesa Matilde, y le entregó un necrologio en el que estaban inscritos los nombres de sus parien­tes difuntos y le recomendó sobre todo que orase por el alma del difunto Rey Enrique y por la suya propia.

En aquel momento la abadesa de Richburgo, con los ojos arrasados en lágrimas, se arrodilló a los pies de la augusta reina y muy reverente dijo con voz entrecortada por los sollozos:

—Señora muy amada, ¿a quién dejáis el cuidado de esta Congregación desconsolada, a cuya cabeza me habéis puesto a pesar de mi indignidad ¿Qué va a ser de nosotras sin vos?

Santa Matilde le dijo tiernamente que les dejaba por protector al emperador y la consoló cuanto pudo. Luego, mandando entrar de nuevo a los sacerdotes y monjas, hizo confesión pública, recibió la absolución, oyó misa y comulgó.

Después permaneció con los ojos y las manos levantados al cielo hasta las tres de la tarde. Entonces mandó que la pusiesen sobre un cilicio cubierto de ceniza. «Así —dijo— debe morir una cristiana»; y, haciendo la señal de la cruz, expiró.

Las religiosas de Quedlimburgo lavaron piadosamente su cuerpo y lo de­positaron en el féretro. A punto de llevarla a la iglesia, llegaron unos emisarios enviados a toda prisa por Gerberga, hija de la Santa, los cuales eran portadores de un palio magnífico, tejido de oro, para la augusta sepultura. De este modo se cumplía la profecía de la sierva de Dios relativa a los palios regalados al arzobispo Guillermo, y a la sábana que le había de servir a ella misma de mortaja. Su cuerpo fue depositado junto a la tumba del Rey Enrique, en Quedlimburgo, como lo había solicitado ella misma.

Desde los primeros momentos de su muerte, cuantos conocieron a Matilde, de común acuerdo celebraban su santidad, pero, desgraciadamente, no tenemos textos auténticos sobre el culto tributado a la Santa en el curso de los siglos. Y fácilmente se explica si se tienen en cuenta los estragos causa­dos por las guerras de religión provocadas por los herejes luteranos, las revueltas y los múltiples desórdenes, que aniquilaron, por decirlo así, la fe en muchas comarcas de Alemania, antaño muy católicas.

Una iglesia le fue dedicada en Quedlimburgo en 1858, y desde 1884, el clero de la diócesis de Paderborn, de la cual forma parte Quedlimburgo, tiene inserta en el breviario y en el misal una conmemoración especial de Santa Matilde.

 

Oración:

Reina Santa y generosa: haz que todas las mujeres del mundo que tienen altos puestos o bienes de fortuna, sepan compartir sus bienes con los pobres con toda la generosidad posible, para que así se ganen los premios del cielo con sus limosnas. Amén.

 

R.V.

R.V.