Príncipe de Polonia y Duque de Lituania

Patón de Polonia y Lituania.

Festividad: 4 de Marzo.

Es la virginidad flor sumamente delicada, que no suele hallarse en los palacios de los príncipes, donde tan fácilmente se deslizan el vicio y la corrupción; con todo, no es tan rara que no se vean de ella ejemplos en la historia de los Santos; y así, en San Casimiro podre­mos admirar cómo el brillo de la pureza se junta en él al fausto y esplendor de las humanas grandezas.

Cuando nació San Casimiro, hacía ya setenta y dos años que Polo­nia vivía bajo el glorioso cetro de los Jagellones. El fundador de dicha dinastía, llamado Jagellón (o Jagelón), duque de Lituania, prometió abrazar el cristianismo y convertir a su pueblo idólatra, si lograba desposarse con Eduvigis, que era reina de Polonia desde el año 1382. Obli­góse además a dar libertad a todos los cristianos esclavos en sus Estados, unir al reino de Polonia, Lituania, Samogitia y otros dominios suyos, y, finalmente, a reconquistar Pomerania, Silesia y las demás provincias que en otro tiempo pertenecían a Polonia. Fue bautizado el día 14 de febrero de 1386 y subió al trono con el nombre de Ladislao V, teniendo muy glo­rioso reinado.

Para ayudar más eficazmente al establecimiento del cristianismo, logró que se crease el obispado de Vilna, rechazó a los tártaros de Tamerlán y venció a los caballeros de la Orden Teutónica, los cuales pretendían extender sus conquistas a los países situados a orillas del mar Báltico. Sucedióle en 1434 su hijo Ladislao VI, que sólo tenía once años; pero a los diez de su reinado fue vencido y muerto por los turcos en la batalla de Varna. Con esto pasó a ocupar el trono su hermano Casimiro, cuarto de este nombre, que casó con Isabel de Austria, hija del emperador Alberto II, y a la que un cronista de aquella época, Martín Chromer, obispo de Warnalland, llama «santísima y devotísima princesa». De este matrimonio na­cieron trece hijos, seis de ellos varones.

En esta numerosa familia, era nuestro Santo el tercer hijo, y nació a los cinco días del mes de octubre del año 1458, manifestando desde su niñez fuerte inclinación a la virtud y resplandeciendo entre los demás como un sol entre estrellas. Tuvieron sus padres particular cuidado de su crianza; su madre, que creía ver en él señales inequívocas de santidad, procuró instruirle y educarle en el santo temor del Señor dándole excelentes preceptores. A los nueve años le confió a Duglosz, llamado Longinos, canónigo de Cracovia e histo­riador de Polonia, varón de mucha fama, piedad y letras y que, por hu­mildad, había rehusado varios obispados a los que se había hecho acreedor por sus admirables prendas y extraordinarios méritos. Probablemente inter­vino también en su educación el toscano Buonacorsi, llamado Calimaco.

Las hermanas de San Casimiro contrajeron matrimonio con los príncipes de Sajonia, Baviera y Brandeburgo. Su hermano mayor fue Rey de Hungría y Bohemia; otros tres fueron sucesivamente reyes de Polonia, y el último llegó a ser cardenal arzobispo de Gniezno y obispo de Cracovia.

En cuanto a Casimiro, renunció de buena gana a los honores y dignidades de la tierra y se hizo pequeño ante los hombres, puestos sus pensa­mientos en el reino de los cielos, al que quería llegar por la senda del amor y servicio divino.

El buen natural del joven príncipe ayudó en gran manera a su educación, y como era de excelente ingenio, buenas inclinaciones y mejores costumbres, adelantó mucho en las letras humanas y más aún en las virtudes cristianas. Desde niño dio muestras de lo que había de ser; causaba admiración a cuantos le veían y trataban, de los cuales era muy querido.

Difícilmente se pueden hermanar en un joven príncipe más inocencia de vida, modestia y méritos, que en San Casimiro, el cual movía con su ejemplo a los caballeros del reino a imitar su compostura y santas costumbres.

Prevenido de la gracia y bendiciones del Señor, no conoció en toda su vida ni aun el nombre del vicio. Lejos de vanagloriarse de pertenecer a una de las más ilustres familias de Europa, no tuvo con ello ninguna cuenta, y no obstante ser hijo y hermano de reyes y haber sido elegido Rey de Hungría, nunca se vio que estimase más dignidad que la de ser ciudadano de la corte celestial.

Ya desde sus tiernos años supo despreciar los placeres, diversiones y ba­gatelas que los niños suelen buscar con afán, y así, no gustaba de vestidos ricos ni de regalos de palacio. En cambio, toda su dicha consistía en pasar largas horas postrado al pie de los altares, haciendo la corte a su Señor y Rey Jesucristo, y, si sus preceptores le incitaban a que se divirtiese, res­pondíales mansamente que en la iglesia, cabe el divino Maestro, hallaba él las diversiones del paseo, juego y caza.

Castigábase con rigurosas disciplinas, procurando afligir su carne de todas maneras, así por estar más lejos de todo vicio, como por imitar a nuestro Redentor Jesús en sus dolores y trabajos. A las horas de comer era menester buscarle; pero le hallaban en oración. No cuidaba él de cosa de este mundo, porque, embebido en Dios, no se acordaba de comida ni bebida, y, si le dejaran, se pasara todo el día orando.

De noche se levantaba a escondidas y, con los pies descalzos, íbase a orar a alguna iglesia, en cuyos umbrales se postraba, derramando lágrimas de devoción, perseverando muchas veces en tal actitud hasta la mañana siguiente.

No aflojaba nada en el rigor de su penitente vida por estar enfermo, y así, aunque cayese malo, guardaba los preceptos de la Iglesia, no faltando a la abstinencia de carne y lácteos en los días prohibidos. Premióle Dios esta obediencia y fineza para con los preceptos eclesiásticos, concediéndole una singular gracia en sus enfermedades: que ni el rigor de la penitencia aumentase la enfermedad de su cuerpo, ni la flaqueza del cuerpo le impidiese la prontitud y devoción del ánimo y deseo de una suma perfección.

Tuvo revelación de que ni las enfermedades habían de dañar a su espíritu, ni los remedios habían de aprovechar a las enfermedades; y así, puesto en las manos de Dios, sin ceder en las asperezas de su tratamiento, llevaba, con increíble paciencia y gran conformidad con la voluntad divina, los dolores e incomodidades del cuerpo.

Descontentos los húngaros con el Rey Matías, quisieron poner en su lugar a Casimiro. Para tratar del asunto, enviaron delegados al padre del Santo. Casimiro, que a la sazón tenía doce años, se negó al principio a aceptar la corona; pero luego, acatando la voluntad de su señor padre, partió al frente de un ejército para defender el derecho de su legítima elección. Llegado a la frontera de Hungría, supo que Matías se había granjeado otra vez la estimación de sus súbditos, y que además el Papa Sixto IV se había declarado partidario del monarca destronado y había enviado mensajeros al Rey de Polonia aconsejándole que no llevara adelante su empresa.

De todo ello se alegró sobremanera el joven príncipe, y al punto pidió a su señor padre licencia para desandar lo andado en aquel negocio. El anciano rey consintió en ello, aunque muy a disgusto, por lo cual, y para no aumentar el pesar de su padre, no quiso el Santo volverse directamente a Cracovia, donde residía el viejo monarca, y se retiró a Dolzki, que está a corta distancia, permaneciendo allí tres meses entregado a rigurosa penitencia.

Supo más adelante que aquella expedición que le obligaron a emprender contra el Rey de Hungría había sido injusta, y así otra vez que los húngaros pretendieron darle la corona, se negó resueltamente a aceptarla; a pesar de las súplicas y reiteradas órdenes del rey su padre.

Era San Casimiro muy devoto de la Pasión de Cristo y, cuando oía hablar de los dolores y tormentos que el Salvador padeció en el huerto de los Olivos y en el Calvario, o meditaba el gran amor de Jesús, Señor nuestro, al hacerse víctima por nuestros pecados, su corazón se afligía y dolía tanto, que muchas veces caía desmayado. Sólo con ver un crucifijo le saltaban las lágrimas y quedaba arrobado en éxtasis.

Estaba más tiempo en la iglesia que en palacio; trataba más con los religiosos y gente santa que con los grandes y príncipes del reino. Muchas veces permanecía en larga oración, enajenado de los sentidos del cuerpo, y, cuando asistía a misa, con frecuencia quedaba fuera de sí y con el alma unida a Dios.

Fue notablemente devoto de la Virgen Santísima y ternísimo hijo suyo, llamándola su buena Madre y hablando de ella con muchísimo afecto, respeto y ardiente amor. Saludábala cada día de rodillas y con mucha devoción con unos versos latinos que él mismo había compuesto con grande artificio y elegancia. Es el himno Omni die, dic Mariis, que tiene sesenta estrofas de seis versos, todas ellas embebidas en los piadosos sentimientos que llenaban su alma, como se verá por las que aquí traducimos:

 

«Alma mía: bendice a la Virgen cada día; solemniza sus fiestas, celebra sus grandes virtudes.

Admira su grandeza y su encumbramiento sobre todas las criaturas; no dejes de publicar la gloria que le cupo de ser Madre de Dios, sin dejar de ser virgen.

Hónrala para que te alcance perdón de tus culpas; invócala para que no seas arrastrado por el impetuoso torrente de tus pasiones.

Aunque sé muy bien que María es superior a toda alabanza, sé también que es locura el no alabarla.

Todos hemos de alabarla y ensalzarla, y jamás debiéramos cesar de venerarla e invocarla.

¡Oh María!, ornato y gloria de tu sexo y bendita entre todas las mu­jeres; tú que eres reverenciada en toda la tierra y ocupas tan elevado puesto en los cielos, dígnate oír las súplicas de quienes se honran cantando tus alabanzas; alcánzanos perdón de nuestros pecados y haznos dignos de la eterna feli­cidad.

Dios te salve, santísima Virgen, pues por ti se nos abrieron las puer­tas del cielo a nosotros, miserables; a ti no te pudo engañar ni seducir la infernal serpiente.

¡Oh tú, la reparadora! ¡Oh tú, la consoladora de las almas desesperadas! ¡Líbranos de la infeliz suerte de los réprobos!

Líbrame de aquel estanque de fuego donde se padecen todos los tormentos, y consígueme, por tu intercesión, un lugar en la gloria.

Alcánzame el ser casto, modesto, manso, bueno, sobrio, piadoso, prudente, recto y enemigo de toda mentira y artificio.

Alcánzame la mansedumbre y el amor a la concordia y a la pureza, y gracia para ser fiel y constante en el camino del bien.»

 

No contento con rezar este himno todos los días en forma de súplica, quiso que lo pusieran en su sepulcro y en él fue hallado, bajo su cabeza, a los ciento veinte años de su muerte.

Hay diversidad de opiniones respecto a quién sea el autor de este himno. Un autor moderno de autoridad, al editar una colección de poemas marianos de San Anselmo de Canterbury, tráelo en lugar preferente, atribuyén­dolo al gran arzobispo inglés. Pero esto es sólo cuestión histórica que en nada merma la gloria de estos dos Santos, devotísimos de la Virgen María.

La pureza y castidad de este fiel siervo de la Virgen María fueron virginales y angélicas desde su temprana edad, trasluciéndose tan maravillosamente en todas sus obras, que movía a castidad a cuantos le trataban y, merced al cuidado sumo que tuvo de evitar todo peligro de perderlas, guardólas invioladas toda su vida.

No solamente los jóvenes, sino también los sabios y virtuosos le miraban como espejo de santísimas costumbres. Su alma purísima y sin mancilla estaba desposada con Jesucristo, y hacia este divino Esposo enderezaba todos sus amores.

Quísole casar el rey su padre, así por la sucesión que esperaba, como porque, a juicio de los médicos, corría evidente peligro de la vida si no se casaba; pero el santo y purísimo mancebo quiso antes estar sin salud, y aun sin vida, que violar la flor de su virginidad, la cual guardó entera y pura, respondiendo que no conocía la vida eterna quien, con algún me­noscabo de la pureza, quiere alargar la vida temporal.

Fue modestísimo en el hablar; siempre era su conversación de cosas santas y espirituales, de edificación y provecho para otros. Nunca permitió hablar delante de sí cosa que pudiera desdorar a tercero.

Cuando oía a alguno murmurar, le corregía amigablemente; mas si, a pesar de ello, perseveraba, le reprendía con palabras graves y severas y, si lo tenía de costumbre, hacía que el rey su padre le despidiese de su ser­vicio y echase de palacio.

Hablaba con frecuencia de la belleza de la virtud y del feliz estado del alma que vive en paz y amistad con Dios nuestro Señor, y ponía en sus palabras tal energía y piedad, que inflamaba en el amor divino a cuantos le escuchaban.

—¡Oh qué hermosa vida —exclamaba— la de un alma que está en gracia de Dios! Por la divina misericordia, podemos llevar en la tierra la vida que los ángeles y los bienaventurados llevan en el cielo; si así lo hacemos y cuidadosamente la conservamos, merecemos la eternidad feliz. ¡Cuán insensatos son los hombres que viven entregados a las alegrías y aficiones terre­nales! El remordimiento y la duda los atormentan de continuo, y los supli­cios que les aguardan serán eternos.

La casa en que residía Casimiro era como un templo donde se oraba sin cesar al Señor; en ella se practicaba el ejercicio de la oración como en los monasterios y casas religiosas. Todos sus criados seguían el ejemplo de tan santo príncipe.

Tenía gran celo por la Fe y aumento de la Santa Iglesia, y procuraba la conversión de los herejes y reducción de los cismáticos a la obediencia de la silla romana. Para esto hizo que el rey mandase por un riguroso decreto que ninguna iglesia de los que no eran católicos y obedientes al Pontífice Romano se edificase de nuevo, ni las antiguas se reparasen. En otras muchas cosas fue grande la vigilancia de San Casimiro contra los herejes, a los que sometió de forma tal, que entonces nadie osó levantar cabeza.

Coronaba estas y otras muchas virtudes con la caridad, que es reina de todas las demás. Daba a los pobres grandes limosnas, consolaba a los afligidos, libraba a los oprimidos, era amparo de las viudas, padre de los huér­fanos, tutor de los desamparados, y no sólo favorecía a los que venían a él, sino que él mismo iba a buscar a los necesitados y se informaba de los más desvalidos para ayudar a todos.

Tras una vida tan pura, virtuosa e inocente, no es maravilla fuese ya Casimiro fruto maduro para el cielo. Envióle el Señor una ca­lentura lenta, dándole sobrado tiempo para prepararse a la muerte, que veía llegar y aguardaba con ánimo sosegado y gran paz de su corazón.

Con eso, y con una revelación que había tenido ya del día de su muerte, se preparó para aquella hora tan deseada; y, habiendo recibido los Sacramentos, fijó los ojos en un crucifijo que tenía en las manos, puso en las del Señor su purísimo espíritu, y se fue a ser compañero de los ángeles en el cielo, aquel que lo había sido en la tierra.

Murió en Vilna el año 1483, a 4 del mes de marzo, habiendo vivido sólo veinticuatro años y cinco meses. Muchas personas santas vieron cómo aque­lla alma santísima, al punto que murió, era llevada al cielo por los ángeles, llena de claridad y hermosura deslumbrantes.

Fue sepultado con gran sentimiento de todos y con magnificencia real en la iglesia catedral de Vilna, en una capilla de Nuestra Señora, escogida por el mismo San Casimiro para sepultura suya.

Tras un portentoso milagro que luego referiremos, instó con grande ardor el Rey de Polonia por la canonización de San Casimiro. El papa León X envió un legado a Polonia para hacer las informaciones, y, hecho todo lo necesario, le canonizó en el año de 1521.

Clemente IX concedió que se celebrase su fiesta con oficio de doble en Polonia y Lituania, y Paulo V lo extendió a toda la Iglesia.

El día 16 de agosto de 1604 fue abierto el sepulcro del Santo y hallóse su cuerpo entero e incorrupto después de ciento veinte años de enterrado.

Más adelante, en el año de 1636, trasladáronse sus preciosas reliquias solemnemente a una suntuosa iglesia dedicada al Santo, y hoy día descansan en un sepulcro colocado sobre el altar de la capilla de San Casimiro en la catedral de Vilna.

Fueron innumerables los milagros que hizo Nuestro Señor por la intercesión de su siervo, para honrarle y manifestar cada día más su santidad. En 1654 el duque de Moscú acometió, con un poderosísimo ejército, a Lituania, destruyendo y asolando cuanto topaban; talando, abrasando, ma­tando o cautivando a cuantos hombres encontraban. Viendo el miserable estado de su patria, se movieron algunos mancebos nobles a hacer frente al enemigo con el favor de San Casimiro, a quien prometieron que procura­rían su canonización si les daba la victoria. Acometiéronlos con grande áni­mo, porque, en tocando alarma, se apareció San Casimiro en el aire e hizo para los lituanos oficio de capitán. Apoderóse el pavor de los moscovitas, que volvieron las espaldas, y quedaron muchos muertos de ellos, mientras que de los de Lituania no murió ninguno.

Falleció en Vilna una doncella que se llamaba Úrsula, y sus padres, muy afligidos, fueron al sepulcro del santo príncipe y con lágrimas y gemidos le pidieron restituyese la vida a su hija. Oyólos el Santo, y por su interce­sión resucitó el Señor a la doncella, con lo que los padres quedaron muy gozosos y agradecidos, y todos admirados y muy devotos de San Casimiro.

Invócasele contra la peste y los peligros de los viajes y, sobre todo, como protector de la castidad.

 

Oración:

San Casimiro, ayúdanos a recordar que nuestro verdadero Rey es Jesucristo y que siempre le sirvamos con alegría y amor. Ayúdanos a recurrir a nuestro verdadero Padre en busca de orientación y protección. Amén.

R.V.