En su novela Entre naranjos, de 1900, su paisano Vicente Blasco Ibáñez describió una riada en Alcira: «Aquella inundación sería como todas. Era inevitable de vez en cuando la cólera del río (…) Lo mismo había hecho en tiempo de sus padres, de sus abuelos y tatarabuelos (…) Estaban habituados a aquella catástrofe casi anual, la inundación era un mal inevitable de su vida y lo acogían con resignación».
Aquellos ilustres valencianos conocían el clima de su tierra. Todavía no las llamaban ni gotas frías ni danas, sino simplemente tormentas, pero sabían por experiencia que de vez en cuando, sobre todo en otoño, los cielos arrojaban en pocas horas toda el agua que no había caído en un año.
Las riadas en las provincias mediterráneas suceden desde Adán. Lo sabe todo el mundo, incluidos los niños a los que en la oscurantista escuela de hace medio siglo se nos enseñó la geografía física, administrativa, económica y climática de toda España, todos cuyos ríos y afluentes tuvimos que aprender de memoria.
Las fuentes históricas alcanzan hasta el siglo XIII, mucho antes de que llegara la revolución industrial con su quema de combustibles fósiles. Son fáciles de encontrar: por ejemplo, en la página del Ministerio para la transición ecológica cualquiera puede consultar una Cronología de riadas en la cuenca del Segura en la que se recopilan las «inundaciones y precipitaciones extremas» en dicha cuenca desde 1259 hasta 2020. Y aclara que no se trata de un inventario exhaustivo, lo que se evidencia en la mayor escasez de datos de los siglos más alejados.
Del siglo XIII se recogen dos episodios. Del XIV, tres. Del XV, nueve. Del XVI, once. Del XVII, veintisiete, entre las que se podrían destacar la de 1651, que destruyó mil casas y dejó más de mil muertos; la de 1653, que mató a otras mil personas; y las cinco avenidas consecutivas de octubre de 1669. Las de 1416, 1446, 1554 y 1614 estuvieron a punto de arrasar completamente la ciudad de Murcia. Del siglo XVIII, treinta y siete. El siglo XIX, durante el que se contaron cincuenta y una riadas, comenzó con la de santa Catalina, que destruyó 809 edificios y mató a 608 personas. La riada de santa Teresa de 1879 provocó la celebración del Congreso contra las inundaciones de la Región de Levante, en el que se elaboró el primer plan general contra las avenidas. En el siglo XX, ochenta y dos. Y en los veinte primeros años del siglo XXI, veintiuna. En total, 243 episodios extraordinariamente destructivos en la cuenca del Segura en nueve siglos.
Por lo que se refiere al Júcar, el Diccionario Madoz (1849) explicó que «notables y furiosas han sido las avenidas y desbordaciones que en tiempos ha tenido el Júcar: las más de las veces ha puesto en consternación a los pueblos de sus márgenes, y especialmente a los de la ribera de Valencia, inundando los campos y las casas, arrastrando la tierra y los árboles, derribando pueblos y convirtiendo en un espantoso lago un terreno dilatado y fértil». Y Miguel Bosch Juliá, en su Memoria sobre la inundación del Júcar en 1864, publicada dos años después, registró veinticuatro grandes avenidas en el último siglo y medio. Las más destructivas fueron las de 1473, 1517, 1571, 1581, 1589, 1590, 1627, 1632, 1672, 1776, 1779, 1802, 1805, 1831 y 1864. A las que habría que añadir otras cincuenta riadas extraordinarias.
Respecto al Turia, las catastróficas de 1358 y 1590 fueron la causa por la que se fundaron, respectivamente, la Fàbrica de Murs i Valls y la Fàbrica nova del Riu, encargadas de las obras de mantenimiento del cauce del Turia e infrestructuras aledañas. Algunos desbordamientos, especialmente frecuentes durante el frío siglo XVIII, fueron los de 1731, 1737, 1766, 1770, 1776 (dos separadas por pocos días a finales de octubre, con varios cientos de muertos en varias localidades), 1783 y 1793. Y en sus Observaciones sobre la historia natural, geografía, agricultura, población y frutos del Reyno de Valencia (1795), el eminente científico Antonio José Cavanilles recordó los estragos materiales y humanos provocados por los frecuentes desbordamientos de los ríos locales.
La relación podría eternizarse, pero nuestros calentócratas insisten en subrayar la excepcionalidad del trágico episodio del 29 de octubre, proclamándolo como lo nunca visto en cinco mil años, según las eruditas palabras de Margarita Robles. En la cumbre climática de Bakú acaba de pontificar Pedro Sánchez que «el cambio climático mata», de proferir el disparate de que se ha tratado del «mayor desastre natural de nuestra historia» y de atacar a quienes «niegan la ciencia». Pero la más sincera ha sido la también socialista Nadia Calviño, actual presidente del Banco Europeo de Inversiones, al declarar que «las inundaciones de esta semana en España demuestran que el cambio climático es una realidad que está imponiendo costes cada vez mayores a nuestra economía. Así que es obvio que tenemos que invertir en esta transición verde, invertir en resiliencia y en adaptación al cambio climático».
En suma, dinero, dinero y más dinero para ministerios de cambio climático, direcciones generales de cambio climático, asesorías de cambio climático, observatorios de cambio climático, departamentos de cambio climático, estudios de cambio climático, congresos de cambio climático, cátedras de cambio climático, informes de cambio climático y mil estafas más.
Y por encima de todo ello, la excusa perfecta para convencer a miles de millones de personas «ecoansiosas» de que tienen que aceptar todo tipo de restricciones y prohibiciones en la alimentación, el transporte y la energía que jamás aceptarían en circunstancias normales.
Todo un programa mundial de recorte de libertades y derechos fundamentado en mentiras disfrazadas de ciencia y en el acallamiento de las voces discordantes. Bienvenidos a la Agenda 2030. Y a la 2040. Y a la 2050. Hasta que consigan implantar la dictadura mundial.