Así pasó con el de Rosa Díez, con el de Albert Rivera y con el de la pareja de Galapagar. Pero echando un vistazo a las características, pronto comprenderemos las diferencias. Empezando por el último, la derivación que le salió al PSOE por su izquierda fue reabsorbida en cuanto hizo suya la radicalización que representaron aquellos neobolcheviques de chalé. Podemos encarnaba lo que todo socialista deseaba en el fondo de su corazón, al menos desde que hace un cuarto de siglo Zapatero desnudara al PSOE de unos ropajes constitucionales que, salvo excepciones, provocaban urticaria a los herederos de los golpistas del 34, los revolucionarios chequistas del 36 y los rupturistas frustrados del 76. En cuanto quedó claro que Podemos no defendía nada que no defendiera igualmente el PSOE, el satélite acabó fundiéndose con el planeta principal.
La enérgica Rosa Díez encabezó la rebelión de los pocos socialistas que se opusieron a la rendición de su partido ante los separatistas. Durante unos pocos años intentó abrirse hueco, pero el injusto sistema electoral condenó a UPyD a una irrelevancia que acabó erosionándolo hasta su desfondamiento. Unos regresaron a la casa madre, otros desembarcaron en el emergente Ciudadanos y otros se fueron a sus casas. Así se probó que sus planteamientos ideológicos podían seguir siendo defendidos bajo otras siglas.
El partido presidido por Albert Rivera tuvo un origen similar a UPyD puesto que se trató de la protesta de algunos socialistas catalanes indignados por la rendición de su partido ante los separatistas. Algunos votantes socialistas les secundaron, pero una parte muy considerable de sus apoyos electorales no les llegó de esas filas, sino de unos votantes del PP idénticamente indignados con su partido. Vicisitudes varias y tensiones internas sobre estrategias postelectorales provocaron su repentino descarrilamiento. Buena parte de sus cargos electos acabaron encontrando acomodo en los grandes partidos, sobre todo en el PP. De este modo se volvió a demostrar que no había divergencias ideológicas de enjundia suficiente como para impedir su reabsorción.
Desde hace ya algún tiempo se augura lo mismo para VOX, sobre todo tras su ruptura con un PP que siempre demostró el asco que le producía la alianza. No hay más que recordar las palabras de Feijoo en la campaña de las elecciones generales de 2023:
– «VOX no es un buen socio. Si necesito veinte escaños voy a hablar con el PSOE».
– «A los que han votado a Podemos y no quieren que VOX tenga capacidad de decisión les pido su confianza».
– «No tengo interés en ponerme de acuerdo con VOX».
– «Tengo la esperanza de que el PSOE evitará que pactemos con VOX».
Pues bien, Feijoo ha conseguido lo que deseaba. El PP ya está libre para pactar todo lo que quiera con su aliado preferido. Lo sorprendente es que muchos votantes de ambos partidos echen la culpa a los de Abascal de no unir fuerzas para vencer al PSOE y sus socios. No se le puede negar eficacia al lavado de cerebro masivo.
Lo que nuestras decenas de opinadores oficiales no comprenden es que VOX es distinto de los otros tres partidos mencionados. No es asimilable. No es reabsorbible. No lo son ni sus dirigentes ni una enorme cantidad de sus votantes, que antes que volver a dar su voto al PSOE o al PP se cortarán la mano.
Lo singular de VOX es que ha puesto sobre la mesa cuestiones que ninguno de los partidos sistémicos ha tratado jamás, y sostiene posturas sobre los grandes problemas de nuestra época que son opuestas tanto a las del PSOE como a las del PP, prácticamente indistinguibles.
VOX no lo va a tener fácil en una España sometida al pensamiento único, la intoxicación mediática y el silenciamiento de los disidentes, pero ha de demostrar contra viento y marea que está en otra órbita, al margen de la agotada, absurda y hemipléjica división entre derecha e izquierda.
Y si, por las razones que fuesen, VOX acabara desapareciendo, no tardará en salir un Revox o un Requetevox. La situación de España y Europa lo hace inevitable.
Jesús Laínz